El zapaterismo imagina la gobernanza a partir de sus posibilidades de expresión simbólica y toma las decisiones en función de su potencia escenográfica.
Esta técnica esencialmente superficial ha tenido éxito al aplicarse sobre cuestiones poco significativas para el conjunto de la sociedad y en épocas de relativa prosperidad económica, pero en una situación de grave crisis estructural se revela en toda su insuficiente vacuidad como una especie de reflejo automático, un verdadero ticcondicionado que emerge de la propia naturaleza del proyecto político.
Sólo así se entiende que el Gobierno haya sido capaz de celebrar con impostada solemnidad el doble fracaso que para sus intereses políticos supone la asunción de las reformas del Estado de bienestar impuestas por la presión alemana. Reformas en todo punto necesarias para reconducir la quiebra social y financiera del país, pero que de ningún modo pueden ser presentadas a los ciudadanos más que como un doloroso esfuerzo imprescindible.
Venderlas como la jubilosa consecución de un objetivo cuando todo el mundo sabe que se trata de una forzosa exigencia reclamada desde el exterior —y por si alguien lo ignoraba aún, Angela Merkel no se recató en proclamarlo añadiendo más deberes a su condicional visto bueno— constituye un disparate descomunal propio de quien ha perdido el sentido de la realidad en una nube de ensimismamiento.
Preso de los errores de siete años de proteccionismo clientelista, el presidente está atenazado por una contradicción insalvable. Si no hace reformas se hunde el país, y si las hace se hunde el Gobierno.
Para mantenerse en el poder Zapatero trata de lucir como un éxito de responsabilidad la reconversión diametral de sí mismo, pero su electorado natural no percibe más que un continuo recorte de sus derechos y no entiende que tenga que celebrarlos.
Menos cuando delante de sus ojos sucede un espectáculo de sumisión tan evidente como el de la visita de la canciller germana para examinar los ajustes y exigir más sacrificios.
El próximo es el de los salarios. En vez de sincerarse con la nación para pedirle unas renuncias penosas pero inevitables, el Gobierno ha intentado presentar ese via cruciscomo un acontecimiento festivo de alta política. Lo que ha logrado es un ejercicio patético de insensato autobombo, tratando de soslayar con hueca publicidad política la evidencia de que se dirige cantando hacia un cadalso electoral.
Por no convocar elecciones ante el miedo de perderlas va a tener doble penitencia: primero hará lo que no desea hacer y luego perderá inevitablemente por haberlo hecho. (Ignacio Camacho).
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