miércoles, 23 de febrero de 2011

El 23-F en Valencia

La ciudad, mientras los periódicos se preparaban para anunciar el fracaso del golpe, permaneció en silencio
JOSÉ LUIS TORRÓ
Le pregunté a mis alumnos de la asignatura «Información política y parlamentaria», que imparto en la Universidad Cardenal Herrera, por la versión que tenían de los acontecimientos del 23-F del 81 en Valencia.
Ninguno de ellos había nacido, pero me interesaba conocer qué sabían de aquella aciaga tarde y noche que sufrimos en la Valencia ocupada por los tropas —carros de combate incluidos— mandadas por Jaime Milans del Bosch.
La mayoría de ellos habló del miedo instalado en los hogares; del rápido desabastecimiento que se registró en tiendas de comestibles y supermercados; de la frustración que suponía desandar el camino de la transición; de la rabia ante la posibilidad de que los golpistas se saliesen con la suya…
No faltó una versión de lo más fantasiosa, la ofrecida por un alumno que advirtiéndonos de su propio escepticismo, vino a relatar el intento de un pariente suyo que afirmaba haber logrado detener con su propio cuerpo el avance de los tanques.
Valencia no fue Tiananmen, por más que alguien pretende, muy a posteriori, rebozarse de un heroísmo que nunca existió.
Quien más, quien menos valoró lo que se jugaba si trataba de hacer frente a la contundente maquinaria bélica desplegada por las calles de Valencia. Por real suerte el golpe de Estado —de intento nada, otra cosa es que no triunfase— terminó con la vuelta a los cuarteles de tropas, sus pertrechos y su abundante artillería, apenas ocho horas después de haberse desplegado en la ciudad.
Ocho horas de pesadilla, desde que poco antes de las seis y media de la tarde Tejero asaltase el Congreso y aquí Milans hiciese público un bando «ante el vacío de poder», y aboliese toda libertad y derecho.
Treinta años después todavía recuerdo lo amarga que me pareció la tila que Manolo Miralles y yo pedimos en un bar junto al diario Levante, entonces en la Avenida del Cid.
En aquel momento, las siete de la tarde, el periódico no había sido ocupado aún por una patrulla formada por soldados de reemplazo y dos tenientes que al poco tiempo se presentaron como portadores del bando de Milans.
Varios redactores nos encontrábamos en el despacho del director, José Manuel Gironés, cuando irrumpieron los militares.
Los oficiales le entregaron el sobre con el bando.
Gironés lo leyó y no dudó en informar a los mensajeros sobre la similitud entre el escrito que firmaba Milans y el redactado por el general Mola en la Pamplona de julio del 36.
Los tenientes se limitaron a responder un lacónico: «Usted aténgase a lo que dice el bando».
No hubo modo de saber, por más que Gironés lo intentase, quién garantizaba la libertad de movimiento de sus trabajadores una vez concluida la jornada laboral, decretado como estaba el toque de queda.
Los oficiales se fueron y dejaron a varios soldados desperdigados por el edificio.
Uno de ellos, que era de Sollana, accedió a encañonar hacia fuera de la redacción la boca de su fusil ametrallador, el llamado «naranjero» una arma poco fiable y cuyo cargador aparecía sujeto por una cinta adhesiva.
«Usted perdone», vino a decir tembloroso cuando se le hizo la sugerencia.

La ciudad, mientras los periódicos se preparaban para anunciar el fracaso del golpe, permaneció en silencio, expectante, acongojada, laminada. Los héroes no pasaron de crisálida.

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