La ciudad, mientras los periódicos se
preparaban para anunciar el fracaso del golpe, permaneció en silencio
JOSÉ LUIS TORRÓ
Le pregunté a mis alumnos de la
asignatura «Información política y parlamentaria», que imparto en la
Universidad Cardenal Herrera, por la versión que tenían de los acontecimientos
del 23-F del 81 en Valencia.
Ninguno de ellos había nacido, pero me
interesaba conocer qué sabían de aquella aciaga tarde y noche que sufrimos en
la Valencia ocupada por los tropas —carros de combate incluidos— mandadas por
Jaime Milans del Bosch.
La mayoría de ellos habló del miedo instalado
en los hogares; del rápido desabastecimiento que se registró en tiendas de
comestibles y supermercados; de la frustración que suponía desandar el camino
de la transición; de la rabia ante la posibilidad de que los golpistas se
saliesen con la suya…
No faltó una versión de lo más
fantasiosa, la ofrecida por un alumno que advirtiéndonos de su propio
escepticismo, vino a relatar el intento de un pariente suyo que afirmaba haber
logrado detener con su propio cuerpo el avance de los tanques.
Valencia no fue Tiananmen, por más que
alguien pretende, muy a posteriori, rebozarse de un heroísmo que nunca existió.
Quien más, quien menos valoró lo que se
jugaba si trataba de hacer frente a la contundente maquinaria bélica desplegada
por las calles de Valencia. Por real suerte el golpe de Estado —de intento
nada, otra cosa es que no triunfase— terminó con la vuelta a los cuarteles de
tropas, sus pertrechos y su abundante artillería, apenas ocho horas después de
haberse desplegado en la ciudad.
Ocho horas de pesadilla, desde que poco
antes de las seis y media de la tarde Tejero asaltase el Congreso y aquí Milans
hiciese público un bando «ante el vacío de poder», y aboliese toda libertad y
derecho.
Treinta años después todavía recuerdo lo
amarga que me pareció la tila que Manolo Miralles y yo pedimos en un bar junto
al diario Levante, entonces en la Avenida del Cid.
En aquel momento, las siete de la tarde,
el periódico no había sido ocupado aún por una patrulla formada por soldados de
reemplazo y dos tenientes que al poco tiempo se presentaron como portadores del
bando de Milans.
Varios redactores nos encontrábamos en
el despacho del director, José Manuel Gironés, cuando irrumpieron los
militares.
Los oficiales le entregaron el sobre con
el bando.
Gironés lo leyó y no dudó en informar a
los mensajeros sobre la similitud entre el escrito que firmaba Milans y el
redactado por el general Mola en la Pamplona de julio del 36.
Los tenientes se limitaron a responder
un lacónico: «Usted aténgase a lo que dice el bando».
No hubo modo de saber, por más que
Gironés lo intentase, quién garantizaba la libertad de movimiento de sus
trabajadores una vez concluida la jornada laboral, decretado como estaba el
toque de queda.
Los oficiales se fueron y dejaron a
varios soldados desperdigados por el edificio.
Uno de ellos, que era de Sollana,
accedió a encañonar hacia fuera de la redacción la boca de su fusil
ametrallador, el llamado «naranjero» una arma poco fiable y cuyo cargador
aparecía sujeto por una cinta adhesiva.
«Usted perdone», vino a decir tembloroso
cuando se le hizo la sugerencia.
La ciudad, mientras los periódicos se
preparaban para anunciar el fracaso del golpe, permaneció en silencio,
expectante, acongojada, laminada. Los héroes no pasaron de crisálida.
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