domingo, 13 de febrero de 2011

Angela Merkel

Angela Merkel ya era la primera de su clase a la hora de cuadrar las cuentas. Así lo confirman sus antiguos vecinos



Merkel, en el centro de la fila de abajo, cuando tenía 17 años

Merkel creció en un entorno rural
A Angela Merkel siempre le cuadraron las cifras: en torno al 10. Pero «en ningún caso fue una empollona», aclara el antiguo profesor de Matemáticas de la hoy canciller de Alemania. «Se le daba simplemente, una seguridad natural», sin más y sin dejar de parecer pese a sus notas una pazguatilla: la tímida hija del pastor Kasner.
Sin «esfuerzo aparente», subraya Hans Ulrich Beskow, pero con la convicción de los números y la preferencia por las cuentas claras —una partícula libre e inadvertida— parece haber avanzado Merkel en la vida, desde que abandonó esta pequeña ciudad, en lo profundo de los bosques de Uckermark, para doctorarse en Física Cuántica y acabar en su luminoso despacho sobre Berlín, única líder mundial de sexo no masculino.
¿Cómo se llega de la modesta y retraída Templin a la nueva metrópoli europea por excelencia? «Pues mire, nada más salir del ayuntamiento, tome la Berliner Strasse y, al llegar a la muralla, pase por la Puerta de Berlín y, todo seguido, saliendo del bosque tiene usted hora y media...» hasta la moderna cancillería federal, frente al histórico Reichstag. Combinación moderna y prusiana es la propia Merkel.

La joven Kasi, como la llamaban los pocos que recuerdan a una niña que vivió aquí 15 años y de la que no volvieron a saber en décadas, vivía en cambio fuera de la muralla. Al entrar como ella por la Puerta del Molino, cruzando el canal, lo primero que se ve es el lateral de una casita amarilla con la calle de Goethe, y la leyenda de Francisco de Asís: «Comienza haciendo sólo lo necesario. Después sigue con lo que sea posible. Y de repente te verás haciendo lo imposible». Prosiguiendo derecho la calle del Molino, la niña matemática Kasi pasaría apenas la calle del líder comunista Thälmann, con la del coautor de «El Capital» Friedrich Engels, antes de abocar sobre la otra puerta de la muralla, donde una hoz y un martillo dorados recuerdan el paso libertador del Ejército Rojo y, en concreto, al teniente Aleksandar Stefanovic Vavilov, aquí caído por la libertad y la hermandad de los pueblos en 1945.

 «Sumar dos más dos»
Hay que tomar la modesta carretera que serpentea por entre impenetrables forestas y lagos hasta llegar a la amurallada Templin para comprender parte de lo que labró el imaginario de la actual canciller de Alemania, entonces Kasi, por el apellido de su padre Kasner, y sólo luego llamada Angie con su subida al estrellato. La tranquila timidez de esta comarca y la clara determinación que dan las convicciones figuran, para Evelyn Roll, que ha escrito «El camino de Angela Merkel hasta el poder», entre las características que luego muchos han llegado a conocer, menospreciar sin saber, y finalmente sufrir de la canciller de Alemania. Junto al retraimiento y la resolución, la otra fuerza motriz es la claridad de los números: «Sumar dos más dos y llamar al resultado por su nombre», dice su ex profesor y hoy político local de la misma Unión Democristiana de la canciller.
El señor Tabbert, el alcalde de Templin, es sin embargo de los ex comunistas, el primer partido local. La propia madre de Angela Dorothea Merkel, la maestra de inglés y latín Herlind Jentzsch y aún en activo a los 70 años, es socialdemócrata, del partido de la oposición al de su hija. El padre es el teólogo y pastor luterano Horst Kasner, que partió en misión en 1954, con su hija de meses, hacia la zona de ocupación soviética. Aquí construyó un seminario para jóvenes vocaciones y sigue viviendo en una comunidad, que atiende y educa a la vez en una especie de granja, a minusválidos físicos y psíquicos.
«Esa pequeña capilla», explica Beate, una madre de familia que rastrilla la hojarasca del invierno en su jardín junto a los Kasner, «la levantó el padre de Angela, era el antiguo velatorio para los féretros. La de detrás es su casa, ellos ocupan el piso de arriba, pero todo el complejo es de la iglesia». Al entrar, en el pasillo, hay un póster que reza: «No te dejes ganar por el mal sino más bien vence al mal con el bien».
Entre bosque y lagos, pues, entre minusválidos y conciencia social, callada fe y sonoros desfiles de las juventudes sociales, creció desapercibida —si no desconfiada— pero alegre la pequeña canciller. Agradable, retraída pero dispuesta y curiosa, no ambiciosa sino con un talento sin esfuerzo, insiste Beskow: «Las cosas simplemente tenían que hacerse». Y más para la hija de un párroco, cuya madre por tanto había visto rechazado siempre su permiso de trabajo. En la casa de comidas «Zur Roßschwemme», donde uno de cada cuatro parroquianos está en paro reflejando la media del Este, cuentan que Kasi repasaba incluso el vocabulario ruso en la parada del autobús, camino del instituto secundario, un prominente edificio de ladrillo prusiano, que hoy se llama Waldhof pero entonces rendía homenaje al líder comunista Hermann Matern.

Aprendía ruso en el autobús.
Merkel era muy buena en ruso y en Matemáticas, «no creo que sea una leyenda, le pega mucho», dice su ex profesor. «Si había que estar esperando el autobús, qué mejor lógica para ella que aprovechar para aprender algunas palabras nuevas». Aguantar, esperar el momento, aprender mientras, han sido las constantes de su vida, insisten quienes la han conocido de tiempo atrás. Ciertamente la canciller alemana continúa siendo aquella muchacha que quería saber todo y de todo, en un «afán por superar al resto», que subraya Langguth, lo que en combinación con su «no hacerse nunca notar» puede ser letal para sus cándidos oponentes. Ser hija de párroco era «una anomalía», le repetía su madre en los desconfiados años del comunismo, «te exigirá siempre ser mejor que los demás».
Con excepción del deporte, la niña Kasi iba a ser no sólo una alumna «interesada, ideal», sino capaz de laurearse con excelencia y no sin dejar de prestar siempre que fuera necesario sus apuntes. Ser poco llamativa, dice Evelyn Roll, era parte de la actitud necesaria, junto al esfuerzo, para un origen «anómalo». Cuadra con su «normal» alistamiento en las juventudes socialistas, en todo caso necesario para estudiar.
La otra enseñanza familiar que sigue cumpliendo hasta hoy, según Langguth, es no mezclar nunca la vida privada, incluidas las propias convicciones, con el enrevesado mundo de la política, del que en cambio era urgente aprender sus armas y leyes. Resultado: nadie recuerda haber visto antes, ni en el colegio, ni en Templin, ni en la universidad de Leipzig, la más mínima ambición ni capacidad de liderazgo en la persona que hoy muchos consideran líder nata de la nueva Europa.

La separación de Alemania es la propia biografía de Merkel; pero no menos lo ha sido luego la reunificación que, en espectacular salto, la propulsó del anonimato de un trabajo académico a la cúspide de la primera potencia europea. El año en que abandonaron Hamburgo para instalarse en la zona soviética, 180.000 habitantes dejaban la «república de los trabajadores y campesinos» en dirección opuesta y hacia occidente. Las dudas sobre la decisión sólo parecieron confirmarse cuando una pequeña Angela de 7 años vio llorar a su madre sentada en el banco de la puerta, un día de verano de 1961, mientras su padre decía misa en la parroquia. Herlind, la madre, esperó 23 años para obtener el permiso para visitar la otra Alemania y fue sólo para enterrar a su propia madre.

Cortada con los chicos.
Entre el silencio forzado y la resistencia, la cooperación con la autoridad y el servicio al prójimo, el esfuerzo por destacar pero sin sacar la cabeza, Merkel creció en un entorno más genuinamente político de lo que muchos creerían. Pero la canciller siempre subraya que fue una adolescente feliz, «cortada con los chicos, pero sin esconderse», según sus profesores, aunque su marcha a Leipzig para estudiar Física Cuántica sí parece una huida de la presión familiar, política y provinciana de esta comunidad del bosque, en la que ahora sin embargo regresa para refugiarse cada fin de semana.
«Nadie conoce a Angela Merkel», ha afirmado el analista económico Dieter Schnaas, con un clásico tono occidental. Pero un antiguo vecino y parroquiano del «Roßschwemme» también dice de ella, en típico tono oriental: «No es uno de los nuestros». Apenas sólo una estudiante de veintipocos, Tina, habla en su favor: «Yo sí que la encuentro simpática» y además lo que dice «siempre tiene sentido».
Más allá del gris norte de Berlín empieza el gris Este, carreteras de segunda y pueblos con nombres raros que no tienen ni para pintura. Pero en el medio de los bosques surge Templin, «la perla de la comarca del Ucker», suele recordar Merkel. Un día cruzó la muralla de Templin por la puerta de Berlín para llevar a cabo la carrera más tenaz e inexorable que se conoce en la política alemana: del cero al cien en 15 años, superando todas las expectativas y a todos cuantos la creyeron «un ratoncillo gris» del Este. Pero ese ratón siempre supo que allí fuera de la madriguera, en el lado occidental del muro, había gente moderna y muy avanzada, que tendía a tenerse por genial. Siempre supo que tendría que estudiarlos, saber todo de ellos: para ser mejor que ellos. Así que aprovechaba la espera del autobús para aprender algo más: eficiencia frente al gris vacío. Lo aprendió de niña aquí en Templin.

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