jueves, 31 de enero de 2013

Crisis económica y derrota socialista en España, por Josep Borrell


Crisis económica y derrota socialista en España
Josep Borrell | Actualizado 29 Febrero 2012 - 19:30 h.
España era el alumno modelo de la clase de Maastrich, con un superávit público del 2,2 % y un endeudamiento por debajo del 40% del PIB
Desde la introducción del euro y hasta el inicio de la crisis, España ha sido una de las economías más dinámicas de Europa.
Con una tasa de crecimiento media en el periodo 2000-2007 del 3,6 %, su tasa de paro había descendido en julio del 2007 hasta el 8,2 %, la más baja de los últimos 40 años.
Antes de la crisis, España era el alumno modelo de la clase de Maastrich, con un superávit público del 2,2 % y un endeudamiento por debajo del 40% del PIB.
Pero desde el 2007 se han perdido 2,4 millones de puestos de trabajo, la tasa de paro ronda el 22 %, el 44 % entre los jóvenes, la economía está estancada y, según Eurostat, España aparece como el cuarto país más desigual de la UE, solo por delante de Lituania, Estonia y Rumania.
Las ultimas elecciones generales del pasado 20 de noviembre, más que una victoria del PP, que solo gana medio millón de votos, fueron una clara derrota del PSOE, que pierde 4,4 millones de votos por su derecha y por su izquierda. Ha sido el peor resultado (28,7 % de los votos) de los socialistas desde la recuperación de la democracia en 1978.
Entre las brillantes perspectivas del 2007 y la realidad de hoy, ha pasado el tsunami de la crisis.
Las reformas progresistas de José Luis Rodríguez Zapatero impulsando los derechos sociales y las libertades individuales y su política exterior, retirando las tropas españolas de Irak y aumentando la ayuda al desarrollo, ya no han sido tomadas en consideración.
Los ciudadanos están preocupados por la inseguridad económica, y desorientados por los bruscos cambios de política económica de un Gobierno que negó la crisis durante demasiado tiempo y no supo explicar las medidas que tuvo que tomar para hacerle frente.
La intensidad y la duración de la crisis, y sus dramáticos efectos sociales, tienen mucho que ver, sin duda, con los malos resultados electorales del partido socialista.
Pero han sido también los errores en la gestión política de la crisis, sobre un fondo de descrédito de la política y de pérdida de contacto con las clases populares, sobre todo con la juventud especialmente castigada por la creciente precariedad laboral, los que han producido esa situación.

El primer error de los Gobiernos socialistas fue no haber intentado corregir antes las debilidades estructurales de la economía española y su insostenible modelo de crecimiento
El primer error de los Gobiernos socialistas fue no haber intentado corregir antes las debilidades estructurales de la economía española y su insostenible modelo de crecimiento, basado en una hipertrofia del sector de la construcción y un excesivo endeudamiento privado.
Lo reconocía el propio José Luis Rodríguez Zapatero y el derrotado candidato socialista Alfredo Pérez Rubalcaba diciendo que su mayor error había sido no “pinchar” antes la burbuja inmobiliaria.
Esperaban, como decía en un exceso de optimismo el Vicepresidente Pedro Solbes antes de su cese-dimisión, “un aterrizaje suave, desacelerando poco a poco la excesiva inversión en vivienda”. El aterrizaje suave ha sido en realidad un verdadero “crash”, acelerado por la crisis financiera internacional.
Los Gobiernos socialistas no hicieron gran cosa para controlar el crecimiento desbocado de la construcción. Más bien echaron leña al fuego de una dinámica especulativa, ideológicamente basada en la liberalización del suelo y financieramente sustentada por los bajos tipos de interés y las entradas de capital extranjero que el euro trajo consigo
Es cierto que fue el PP el que lanzó el proceso de desregulación urbanística que hizo posible la burbuja inmobiliaria. Pero a ello contribuyeron destacados miembros del partido socialista a los que José Luis Rodríguez Zapatero dio las mayores responsabilidades.
El Gobierno socialista tardo tres largos años antes de modificar la Ley del Suelo, y para cuando lo hizo, el mal ya estaba hecho.
A pesar de las voces que lo pedían, desde dentro y fuera del Gobierno, no solo no redujo los incentivos fiscales a la construcción sino que produjo una legislación fiscal especialmente favorable a las plusvalías inmobiliarias en plena burbuja especulativa.
Ese fue uno de los mayores errores de política fiscal de los socialistas españoles, contradiciendo su programa electoral de 2004, en el que se proponía volver a colocar las plusvalías a corto plazo dentro de la escala progresista del impuesto sobre la renta. En vez de eso, se completó la regresividad de la política fiscal del PP, haciendo que todos los rendimientos del capital financiero y las plusvalías inmobiliarias tributasen a un tipo proporcional muy bajo, del 18%.
Así se llevaba a la práctica una política fiscal muy al estilo de la Tercera Vía blairista, que creía más en la reducción de los impuestos y en la disminución de su progresividad que en sus efectos redistributivos.
Pasará a la historia la famosa frase de José Luis Rodríguez Zapatero: “bajar los impuestos es de izquierdas”, que no deja de ser sorprendente en un país que sigue siendo uno de los que tienen la presión fiscal más baja de Europa, como también es uno de los más bajos el gasto social por habitante.
Es cierto que el gasto social aumentó durante la primera legislatura 2004-2008 de José Luis Rodríguez Zapatero.
Pero no fue financiado con aumentos estructurales de la recaudación ni de la progresividad fiscal, sino con el aumento de los ingresos provocados por el boom inmobiliario. La progresividad tributaria y la sostenibilidad fiscal disminuyeron, pero quedaron ocultas por un aumento de la recaudación que se detuvo bruscamente con la crisis.
Se crearon así las bases de un déficit estructural que explotó cuando la crisis detuvo en seco la actividad.
La supresión del Impuesto sobre el Patrimonio, poco tiempo antes de tener que congelar las pensiones y reducir los sueldos de los trabajadores públicos, es el ejemplo más dramático de esas contradicciones fiscales.
La pérdida de recaudación generada por la supresión de ese impuesto fue el doble de lo que se ahorraba congelando las pensiones.
La supresión se decidió antes de que se fuera plenamente consciente de la gravedad de la crisis, pero la imagen del Gobierno quedó muy dañada por esas decisiones, que no eran la mejor manera de distribuir de forma equitativa los costes de la crisis.
Las reducciones o bonificaciones fiscales de tipo proporcional, como la decisión de distribuir a todos los contribuyentes por el impuesto sobre la renta un cheque de 400 euros, cualquiera que fuese su renta, para intentar aumentar el consumo y mantener la actividad económica, o la de fomentar la natalidad premiando con un cheque-bebé de 3.000 euros a todas las madres, cualquiera que fuese su renta, contribuyeron a disminuir la progresividad, no tuvieron efectos macroeconómicos y, sobre todo, aumentaron la sensación de injusticia fiscal.
En realidad, la crisis inmobiliaria reflejó las debilidades de la economía española y la insostenibilidad de su modelo de crecimiento. Prácticamente todo el diferencial de crecimiento entre España y el resto de la UE se debe al boom inmobiliario, que triplicó los precios de la vivienda y causó un insostenible aumento del endeudamiento de las familias, desde el 47% de su renta disponible en 1997 al 135% en el 2007. El déficit exterior llegó al 10% del PIB, pero eso no parecía preocupar a nadie ya que el euro había hecho desaparecer las restricciones exteriores que siempre habían acabado abortando el crecimiento de la economía española. Con el euro había desaparecido el riesgo de cambio, los capitales afluían y nos permitía endeudarnos a tipos de interés reales negativos.
El choque externo creado por la quiebra de Lehman Brothers redujo el flujo de capital extranjero, provocó una restricción del crédito que paralizó la economía real
En cambio, la inversión industrial era débil, la espectacular modernización del país no se traducía en el aumento ni la diversificación de las exportaciones ni de su contenido tecnológico. La productividad del trabajo no creció apenas durante 10 años (0,2% en media, versus 1,3% en Francia) consecuencia en parte de la especialización productiva en sectores, construcción y servicios, en los que no hay grandes aumentos de productividad. Ello, junto con los aumentos salariales mayores que la media de la zona euro, hizo que el país perdiera competitividad, expresada en su déficit comercial, pero enmascarada por el motor de crecimiento interno que era la construcción y la disponibilidad de financiación exterior.
Y así hasta que la crisis paralizó bruscamente ambos factores. El choque externo creado por la quiebra de Lehman Brothers redujo el flujo de capital extranjero, provocó una restricción del crédito que paralizó la economía real. El ajuste se realizo aumentando el paro, ya que un tercio al menos de los empleos eran temporales con costes de despido muy bajos o nulos.
Desde la oposición, los socialistas habían denunciado la insostenibilidad de ese modelo de crecimiento basado en el endeudamiento y la expansión del “ladrillo”. Propusieron cambiarlo, pero cuando se cabalga sobre una expansión que crea empleo y llena los cofres del Estado y de la Seguridad Social no es fácil frenar para cambiar de rumbo.
Y además, cambiar de modelo productivo lleva tiempo. Cuando la crisis llegó, ya era demasiado tarde. La Ley de Economía Sostenible que pretendía impulsar ese cambio, muy a la manera española heredada del dirigismo francés, de hacer grandes Leyes que enuncian principios retóricos para cambiar realidades complejas, se convirtió en un recital de buenos deseos y medidas heterogéneas, impotentes para hacer frente al vendaval y las urgencias de la crisis.
José Luis Rodríguez Zapatero negó la crisis durante demasiado tiempo y tardó en darse cuenta de su gravedad. Estaba convencido de que España tenía el sistema financiero más sólido del mundo gracias a las provisiones anticíclicas que había exigido el Banco de España. Pero resultó que parte del sistema, en especial las Cajas de Ahorro, estaba seriamente dañado por la pérdida de valor de los activos inmobiliarios y la insolvencia de un numero creciente de familias altamente endeudadas y afectadas por el paro.
La primera respuesta a la crisis, durante 2008 y 2009, fue del tipo keynesiano, como en todas partes y según lo que la propia UE y el FMI aconsejaban. Pero el déficit creció muy rápidamente hasta el 12% del PIB, no tanto por el aumento discrecional del gasto sino por el juego de los estabilizadores automáticos vinculados al sistema de protección social, y sobre todo, la caída de los ingresos vinculados a la actividad de la construcción. A diferencia de Grecia, donde el déficit creó la crisis, en España la crisis creó el déficit.
Cuando la crisis cambió de naturaleza, desde una crisis de demanda que precisaba estímulos fiscales a una crisis de endeudamiento y de financiación exterior, la reacción fue lenta. José Luis Rodríguez Zapatero siguió proclamando que no reduciría sus políticas sociales hasta que en Mayo del 2010, bajo la presión de Bruselas y de los mercados, tuvo que imponer un severo plan de ajuste, recortando salarios públicos, congelando pensiones y subsidios y subiendo impuestos, sobre todo los indirectos. El incremento impositivo sobre las rentas altas y los rendimientos del capital fue solo simbólico, y no se repuso el impuesto sobre el patrimonio hasta días antes de las elecciones. El conjunto de las medidas fue percibido como un injusto reparto de los costes del ajuste, sobre todo porque al mismo tiempo se conocieron los sueldos, las indemnizaciones y las pensiones multimillonarias de los directivos del sistema financiero, especialmente de las Cajas de Ahorro en quiebra o en graves dificultades financieras.
Hay que decir que el PP intento en todo momento sacar ventaja electoral de la crisis, como ha hecho la derecha europea en Portugal y en Grecia. Votó en contra de las medidas de ajuste presentadas por José Luis Rodríguez Zapatero, que fueron aprobadas por un solo voto. Si hubieran sido rechazadas, como en Portugal, España hubiera debido acogerse a la ayuda europea, creando una situación mucho más grave para el país y para toda Europa.
Desde entonces, José Luis Rodríguez Zapatero hizo de la necesidad virtud y se convirtió en el mejor alumno de las medidas de austeridad y ajuste prescritas por la UE.
Pero no fue capaz de explicar este cambio radical, percibido por buena parte de la opinión como una traición a sus principios, en pleno conflicto con los sindicatos por las reformas de las pensiones y del mercado de trabajo, que acabaron siendo inefectivas y que no contentaron a nadie.
El movimiento de los indignados o del 15-M, amorfo pero auténtico, plantea también importantes cuestiones acerca de la representatividad del sistema político español, basado en listas electorales cerradas y bloqueadas, sobre la calidad de la democracia
Duras medidas de ajuste contradictorias con el discurso político anterior y con un Ministerio de Economía tecnocrático, incapaz de la pedagogía política necesaria, provocaron una fuerte caída de la confianza en el Gobierno. A ello se le sumo la desconfianza en la clase política provocada por casos de corrupción, aunque afectasen sobre todo al PP. El movimiento de los “ndignados”, ocupando pacíficamente las plazas de España, reflejó la frustración de una juventud sin futuro, los nuevos “ninjas” (no income, no job, no assets) de la sociedad española, con el agravante de que muchos de ellos tenían hipotecas que no podían pagar sobre unas casas que valían menos que lo que habían pagado por ellas.
El movimiento de los indignados o del 15-M, amorfo pero auténtico, plantea también importantes cuestiones acerca de la representatividad del sistema político español, basado en listas electorales cerradas y bloqueadas, sobre la calidad de la democracia, el funcionamiento de los partidos políticos y su apertura a la sociedad. Cuestiones que el partido socialista no se había planteado suficientemente y a las que tendrá que dar respuesta en la nueva etapa que ahora se abre.
En este contexto de crisis económica y contestación social, el PSOE perdió votos por los dos lados: sus votantes centristas pensaron que José Luis Rodríguez Zapatero estaba perdido en su laberinto, y que ni él ni Alfredo Pérez Rubalcaba tenían capacidad de responder a la crisis; y los situados más a la izquierda se sintieron decepcionados o traicionados por sus reformas y sus medidas de ajuste.
El tímido giro a la izquierda intentado durante la campana electoral carecía de credibilidad.
Era demasiado poco y demasiado tarde por parte de alguien demasiado identificado con las políticas del Gobierno. No era posible a la vez criticar medidas parecidas, que fuesen a ser aplicadas por la derecha, y justificarlas cuando habían tenido que ser aplicadas por la izquierda.
Ahora el socialismo español se enfrenta, como en los demás países europeos, a la definición de políticas que hagan compatible equidad social y sostenibilidad ambiental con las exigencias de competitividad en un mundo globalizado, en una sociedad mucho más individualizada y frente a un sistema financiero más poderoso que los propios gobiernos. Lo único que es seguro es que la respuesta no puede ser nacional y que hay que encontrarla en la escala europea. Un terreno donde por desgracia tampoco el papel del PSOE ha sido muy relevante en los últimos años.

jueves, 24 de enero de 2013

José Antonio Marina: «El hombre rechaza a la mujer poderosa»


José Antonio Marina: «El hombre rechaza a la mujer poderosa»
Jesús María Amilibia

 –«Escuela de parejas». ¿Por qué se casa la gente?
–Porque aspira a ser feliz.

–Hoy está de moda lo «single», vivir solo...
–Es el triunfo del egocentrismo.

–No es el suyo un libro sobre el amor, sino sobre la continuación del amor.
–Sí, sobre la convivencia: la amistad con un componente erótico.
 
–¿El mayor enemigo de la convivencia?
–Dos enemigos: creer que el enamoramiento puede mantenerse siempre y pensar que el amor basta para convivir.

–Habla de la facilidad con que pasamos del «no puedo vivir sin ti» al «no puedo vivir contigo»...
–En el enamoramiento todo el mundo falsea datos, ve sólo lo bueno de la otra persona. Cuando el enamoramiento cesa, aparece la realidad.

–Quizá sea verdad que del amor al odio no hay más que un paso...
–Es así, está comprobado científicamente. En el enamoramiento las expectativas se agigantan, después la decepción puede ser enorme.

–¿Las desavenencias más comunes?
–La mujer se queja de la falta de comunicación; el hombre, de las excesivas órdenes de la mujer. El hombre aguanta peor las discusiones; la mujer espera más del matrimonio, por eso se decepciona más.

–¿Y qué pasa por culpa de la crisis?
–Crecen las discusiones, pero como las separaciones son caras, hay menos.

–La estupidez es nuestra gran amenaza. ¿También en la convivencia?
–También: hace fracasar las relaciones. Estamos siendo muy estúpidos en la convivencia: no mejoramos en la resolución de conflictos.

–Dice que, a fin de cuentas, el amor es una conversación...
–Sí, y la pareja actual necesita conversar mucho más.

–¿Y qué me dice del poder? ¿Es un factor desestabilizador?
–Sin duda. Además, la mujer se siente atraída por el hombre poderoso, mientras que el hombre rechaza a la mujer poderosa.

–O sea, que Merkel no ligaría ni operándose...



Texto íntegro de la declaración soberanista aprobada



Con los votos de CiU, ERC, ICV y CUP
Texto íntegro de la declaración soberanista aprobada
El texto aprobado en el Parlamento catalán pide el derecho a decidir y define a Cataluña como  "sujeto político y jurídico soberano".
"Propuesta de Resolución de aprobación de la Declaración de Soberanía y el derecho a decidir del pueblo de Cataluña.
Preámbulo

El pueblo de Cataluña, a lo largo de su historia, ha manifestado democráticamente la voluntad de autogobernarse, con el objetivo de mejorar el progreso, el bienestar y la igualdad de oportunidades de toda la ciudadanía, y para reforzar la cultura propia y su identidad colectiva.

El autogobierno de Cataluña se fundamenta también en los derechos históricos del pueblo catalán, en sus instituciones seculares y en la tradición jurídica catalana. El parlamentarismo catalán tiene sus fundamentos en la Edad Media, con las asambleas de Pau i Treva y de la Cort Comtal.

En el siglo XIV se crea la Diputación del General o Generalidad, que va adquiriendo más autonomía hasta actuar, durante los siglos XVI y XVII, como gobierno del Principado de Cataluña. La caída de Barcelona el 1714, a raíz de la Guerra de Sucesión, conlleva que Felipe V aboliese con el Decreto de Nueva Planta el derecho público catalán y las instituciones de autogobierno.

Este itinerario histórico ha sido compartido con otros territorios, hecho que ha configurado un espacio común lingüístico, cultural, social y económico, con vocación de reforzarlo y promoverlo desde el reconocimiento mutuo.

Durante todo el siglo XX la voluntad de autogobernarse de las catalanas y los catalanes ha sido una constante. La creación de la Mancomunidad de Cataluña el 1914 supondrá un primer paso en la recuperación del autogobierno, que fue abolida por la dictadura de Primo de Rivera. Con la proclamación de la Segunda República española se constituyó un gobierno catalán el 1931 con el nombre de Generalitat de Cataluña, que se dotó de un Estatuto de Autonomía.

La Generalidad fue de nuevo abolida el 1939 por el general Franco, que instauró un régimen dictatorial hasta el 1975. La dictadura contó con una resistencia activa del pueblo y el Gobierno de Cataluña. Uno de los hitos de la lucha para la libertad es la creación de l'Assemblea de Cataluña el año 1971, previa a la recuperación de la Generalitat, con carácter provisional, con el retorno el 1977 de su presidente en el exilio. En la transición democrática, y en el contexto del nuevo sistema autonomista definido por la Constitución española de 1978, el pueblo de Cataluña aprobó mediante referéndum el Estatuto de Autonomía de Cataluña el 1979, y celebró las primeras elecciones al Parlamento de Cataluña en 1980.

En los últimos años, en la vía de la profundización democrática, una mayoría de las fuerzas políticas y sociales catalanas han impulsado medidas de transformación del marco político y jurídico. La más reciente, concretada en el proceso de reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña iniciado por el Parlamento el año 2005. Las dificultades y negativas por parte de las instituciones del Estado Español, entre las que es necesario destacar la Sentencia del Tribunal Constitucional 31/2010, conllevan una negativa radical a la evolución democrática de las voluntades colectivas del pueblo catalán dentro del Estado Español y crea las bases para una involución en el autogobierno, que hoy se expresa con total claridad en los aspectos políticos, competenciales, financieros, sociales, culturales y lingüísticos.
De varias formas, el pueblo de Cataluña ha expresado la voluntad de superar la actual situación de bloqueo en el seno del Estado Español. Las manifestaciones masivas del 10 de julio de 2010 bajo el lema 'Som una Nació, nosaltres decidim' y la del 11 de septiembre de 2012 bajo el lema 'Catalunya nou Estat d'Europa' son expresión del rechazo de la ciudadanía hacia la falta de respeto a las decisiones del pueblo de Cataluña.

Con fecha 27 de septiembre de 2012, mediante la resolución 742/IX, el Parlamento de Cataluña constató la necesidad de que el pueblo de Cataluña pudiera determinar libremente y democráticamente su futuro colectivo mediante una consulta. Las últimas elecciones al Parlamento de Cataluña del 25 de noviembre de 2012 han expresado y confirmado esta voluntad de forma clara e inequívoca.

Con el objetivo de llevar a cabo este proceso, el Parlamento de Cataluña, reunido en la primera sesión de la X legislatura, y en representación de la voluntad de la ciudadanía de Cataluña expresada democráticamente en las últimas elecciones, formula la siguiente:

DECLARACIÓN DE SOBERANÍA Y EL DERECHO A DECIDIR DEL PUEBLO DE CATALUÑA

De acuerdo con la voluntad mayoritaria expresada democráticamente por parte del pueblo de Cataluña, el Parlamento de Cataluña acuerda iniciar el proceso para hacer efectivo el ejercicio del derecho a decidir para que los ciudadanos y las ciudadanas de Cataluña puedan decidir su futuro político colectivo, de acuerdo con los principios siguientes:

 -Soberanía. El pueblo de Cataluña tiene, por razones de legitimidad democrática, carácter de sujeto político y jurídico soberano.

-Legitimidad democrática. El proceso del ejercicio del derecho a decidir será escrupulosamente democrático, garantizando especialmente la pluralidad de opciones y el respeto a todas ellas, a través de la deliberación y diálogo en el seno de la sociedad catalana, con el objetivo de que el pronunciamiento resultante sea la expresión mayoritaria de la voluntad popular, que será el garante fundamental del derecho a decidir.

-Transparencia. Se facilitarán todas las herramientas necesarias para que el conjunto de la población y la sociedad civil catalana tenga toda la información y el conocimiento preciso para el ejercicio del derecho a decidir y se promueva su participación en el proceso.

-Diálogo. Se dialogará y se negociará con el Estado español, las instituciones europeas y el conjunto de la comunidad internacional.

-Cohesión social. Se garantizará la cohesión social y territorial del país y la voluntad expresada en múltiples ocasiones por la sociedad catalana de mantener Cataluña como un solo pueblo.

-Europeismo. Se defenderán y promoverán los principios fundacionales de la Unión Europea, particularmente los derechos fundamentales de los ciudadanos, la democracia, el compromiso con el estado del bienestar, la solidaridad entre los diferentes pueblos de Europa y la apuesta por el progreso económico, social y cultural.

-Legalidad. Se utilizarán todos los marcos legales existentes para hacer efectivo el fortalecimiento democrático y el ejercicio del derecho a decidir.

-Papel principal del Parlamento. El Parlamento en tanto que la institución que representa al pueblo de Cataluña tiene un papel principal en este proceso y por tanto deberán acordarse y concretar los mecanismos y las dinámicas de trabajo que garanticen este principio.

-Participación. El Parlamento de Cataluña y el Gobierno de la Generalitat deben hacer partícipes activos en todo este proceso al mundo local, y al máximo de fuerzas políticas, agentes económicos y sociales, y entidades culturales y cívicas de nuestro país, y concretar los mecanismos que garanticen este principio.

El Parlamento de Cataluña anima al conjunto de ciudadanos y ciudadanas a ser activos y protagonistas de este proceso democrático del ejercicio del derecho a decidir del pueblo de Cataluña.


Rivera tumba los mitos nacionalistas
Albert Rivera ha comenzado su intervención recitando el artículo 1 de la Constitución, que recoge que la soberanía reside en el pueblo español. "Aquí podríamos acabar nuestra explicación", ha dicho el presidente de Ciudadanos entre protestas, antes de recordar que con la declaración pasan "por encima de la legalidad democrática". Rivera ha recordado que un estado de Derecho supone el respeto a las leyes "y el primer artículo es el que primero hay que leerse".
Rivera ha acusado a ERC y CiU de "menospreciar" y "romper" el artículo constitucional y ha recordado "que son los españoles, no los territorios, los que tienen derechos". "No pueden declararse insumisos de salón. El señor Mas no es presidente por gracia divina. Yo hablo de la democracia y ustedes que han traído este debate aquí lo desafían", ha indicado. "Marco legal hay uno, y ese único marco legal es lo que nos permite estar aquí, que Mas sea presidente de una comunidad autónoma española, no de una región milenaria", ha añadido.
Además, se preguntó cómo los nacionalistas pueden decir que Cataluña está oprimida y es una colonia. "¿Van a decir a la ONU que están oprimidos o que Duran vive en el Palace? ¿Tiene pinta de ser una persona colonizada y oprimida?".
En este sentido, agregó que "el preámbulo como ciencia ficción es entretenido" y calificó de "teatro" empezar así la legislatura en Cataluña. Por ello, anunció que "vamos a votar sí a la democracia, a la Constitución, al Estatuto y a la regeneración de España. Y esto hoy aquí se traduce en un no".



martes, 22 de enero de 2013

Razones y sinrazones de la autodeterminación



ene 13 17
Razones y sinrazones de la autodeterminación
El País | Andrés de Blas Guerrero
El incremento de las tensiones secesionistas en Cataluña obliga a plantearse con un mínimo de reposo la naturaleza del principio de autodeterminación. En la vida política hay conceptos e ideas que vienen acompañados de una presunción de legitimidad. Sucede esto con la idea de autodeterminación, más todavía con el derecho a decidir, muy por encima en la estima ciudadana de conceptos similares como el derecho de secesión o la misma llamada a la independencia nacional. No parece por ello fuera de lugar una breve reflexión sobre un principio de autodeterminación que tiene dos claras dimensiones no siempre congruentes: la interna, equivalente al derecho de autogobierno, entendiendo por tal el derecho de todo ciudadano a participar en la formación y control de su gobierno, y, con un pequeño toque de ilusionismo (decía R. Emerson), la externa, el derecho de un colectivo de personas a formar su propia organización política si así lo decide la voluntad mayoritaria de sus integrantes.

La desmesura de una concepción lata de la autodeterminación externa hace indispensable una especificación acerca de cuáles serían los colectivos en condiciones de ejercer el supuesto derecho a la creación de su propio orden político. En definitiva, de fijar el autos y el alcance del proceso determinante. Es el momento en que el derecho a la autodeterminación externa da paso a la recuperación del viejo principio de las nacionalidades. Serían los pueblos, entendidos como realidades étnico-culturales, que han trascendido a la condición de naciones a través de un proceso de toma de conciencia política, los que podrían aspirar al máximo de realización política en la forma de un Estado soberano.

Así acotado, este derecho sigue siendo un principio político de casi imposible aplicación. Si en el mundo pueden existir de 4.000 a 5.000 potenciales naciones culturales, atendiendo a la existencia de una lengua específica, ningún político responsable podrá admitir un principio que puede conducir a una voladura del mapa del mundo para dar paso a la plena realización política de las eventuales demandas de unas naciones así entendidas. El filósofo político todavía podría añadir otra razón a este límite impuesto por una elemental prudencia política. Se trataría de constatar la razón por la cual algunas singularidades culturales y no otras, las religiosas por ejemplo, podrían optar por un supuesto derecho a la autodeterminación externa.

El absurdo de un principio que en su desarrollo amenaza con desbordar los efectos potencialmente destructivos de un presunto derecho a la revolución, obliga a fijar los límites en que el mismo puede ejercerse. Hasta la II Guerra Mundial no hubo otros límites que los de la fuerza de los procesos de independencia, el aprovechamiento de las crisis de los imperios o la voluntad de las grandes potencias. Con la práctica de Naciones Unidas, el principio de la autodeterminación externa se pone al servicio de los procesos de descolonización. Las regulaciones complementarias del derecho internacional permiten ampliarlo a supuestos de opresión cultural o política, pero más allá de este marco, la autodeterminación externa constituye un principio sin fuerza normativa que lo respalde y, puede añadirse, sin justificación moral o política que lo avale. Entender este principio como el mero fruto de una voluntad política no justificada en alguno de los argumentos recogidos en el derecho internacional, además de un acto irreflexivo, chocaría con el principio de conservación y mantenimiento de las realidades estatales reconocido en ese marco jurídico.

En el caso español, los límites del derecho internacional y del sentido común a la práctica del principio de autodeterminación externa se ven complementados por un orden constitucional que en su artículo 2 reconoce la indisoluble unidad de la nación española y hace al pueblo español en su conjunto depositario de la soberanía. Quiere ello decir que la apelación a este principio por una parte del territorio español solamente puede abrirse paso, desde el punto de vista del derecho, mediante un proceso de reforma constitucional. Y desde el punto de vista de una sociedad democrática y desarrollada, mediante la explicación de las razones que llevan al cuestionamiento de un Estado y una nación seculares, presumiendo la inviabilidad de otros expedientes políticos de carácter liberal-democrático para solventar los hipotéticos problemas que aspiran a solucionarse mediante la voladura del Estado. Lo que a menudo se olvida en un planteamiento de pretensiones secesionistas aplicado al caso español es que el Estado de los españoles descansa en una legitimidad histórica, democrática y nacional que cuando menos es equiparable a la que puede amparar las pretensiones de separación. Lo que hace obligado el proceso de diálogo y negociación como vía de solución de cualquier contencioso de esta naturaleza.

La insistencia del nacionalismo catalán en la traumática vía de la autodeterminación externa hace que de modo comprensible surjan voces en Cataluña y en el resto de España que se manifiestan a favor de una consulta. Resultan muy convincentes las razones de los que piensan que esa consulta pondría de manifiesto la falta de apoyo mayoritario a las opciones secesionistas. El problema es que nuestro orden constitucional no deja hueco para la misma. El artículo 94 de la Constitución prevé un referéndum consultivo para “todos los ciudadanos”. Salvo que se pretenda conocer la voluntad del conjunto de los españoles sobre una eventual separación de Cataluña, parece evidente que el único cauce jurídico para la misma habría de ser la reforma de la Constitución. Pero más allá de la autoridad que se desprende de la observancia del Estado de derecho, creo que conviene insistir en la necesidad de una justificación de la demanda de secesión que haga inviables los expedientes a favor del pluralismo cultural y político previstos en el ordenamiento constitucional. Sin esta justificación y su posterior discusión, el conjunto de los españoles no podrá tomarse en serio las pretensiones de una parte de la sociedad catalana y no podrá, en consecuencia, pensar en las posibles soluciones a las mismas.
Andrés de Blas Guerrero es catedrático de Teoría del Estado en la UNED

Sobre un supuesto derecho



ene 13 16
Sobre un supuesto derecho

La Vanguardia | Francesc de Carreras
Parece que en Catalunya una mayoría parlamentaria, en la que se incluyen al parecer los socialistas, es favorable al llamado derecho a decidir. Es más, lo encuentran como algo natural y evidente, implícito en la misma esencia de la democracia. Incluso se llega a decir que, a pesar de que las leyes no lo permitan, el derecho a decidir es siempre legítimo desde un punto de vista democrático, invocando así una legitimidad democrática al margen de la legalidad vigente. Tales afirmaciones muestran la gran confusión sobre el significado de todos estos términos. En este artículo intentaremos averiguar qué se oculta tras el tan traído y llevado derecho a decidir.

En primer lugar, la función primordial de los poderes públicos –legislativos, ejecutivos y judiciales– es tomar decisiones: para ello están las leyes y reglamentos, los actos administrativos y las resoluciones judiciales. Todas estas normas son decisiones que vinculan obligatoriamente a los ciudadanos y a los demás poderes públicos. Su legitimidad deriva de que se adecuen a la legalidad, es decir, que sean dictadas por el órgano competente, a través de los procedimientos previstos y, de acuerdo con el principio de jerarquía normativa, sin oponerse al contenido de una norma superior. Pero el tan invocado derecho a decidir no creo que se refiera a este tipo de decisiones regulares de los poderes públicos. Supongo que se refiere a otra cosa.

Se me objetará: de lo que se trata es de que sean los ciudadanos, no los poderes públicos, quienes decidan, de eso hablamos cuando reclamamos el derecho a decidir. Pues bien, en la toma de decisiones que hemos descrito son los ciudadanos quienes deciden de forma indirecta a través del ejercicio de diversos derechos políticos: libertad de expresión, reunión, manifestación, asociación y participación. Las cuatro primeras se limitan –y no es poco– a influir en la toma de decisiones por parte de los poderes públicos. La quinta, el derecho de participación política, en su sentido estricto de derecho electoral, hace que el ciudadano decida en un aspecto clave: sobre la composición de las cámaras parlamentarias. Las elecciones son el instrumento que legitima democráticamente a todo el Estado, al conjunto de poderes políticos, administrativos y judiciales.

En todo caso, si bien los ciudadanos están constitucionalmente situados por encima de estos poderes –dado que la soberanía, el poder supremo, reside en el pueblo–, la idea de Estado de derecho presupone que estos mismos ciudadanos estén sometidos, al igual que los poderes públicos, a las normas que estos aprueban, ya que en conocida frase de Rousseau, obedecer a las normas “no es más que obedecerse a sí mismos”, ya que son ellos, los ciudadanos, quienes les han dado su consentimiento. Este es, en definitiva, el orden democrático representativo en el cual sólo aquello que es legal es jurídicamente legítimo, ya que sólo son las leyes quienes determinan los derechos y deberes de las personas y las competencias de los poderes.

Pero además, como excepción a la democracia representativa, también los ciudadanos pueden decidir de forma directa, en especial a través de los referéndums, es decir, del derecho a voto sobre una pregunta a la que debe contestarse de forma positiva o negativa, con un sí o un no. Es a eso, y sobre una materia determinada, la separación de España, que en Catalunya se habla de “derecho a decidir”. Es decir, los ciudadanos deciden ejerciendo derechos, las instituciones públicas dictando normas de todo tipo, pero se intenta dar la apariencia de que los catalanes sólo van a decidir realmente en un referendo sobre la independencia de Catalunya. ¿Por qué? A mi modo de ver porque con el término específico derecho a decidir se oculta otro derecho que está regulado en los tratados internacionales y que no es de aplicación a Catalunya. Se trata del derecho a la autodeterminación, sólo admisible en situaciones coloniales o en aquellas otras en las que un Estado niegue los más elementales derechos a sus ciudadanos. Como es obvio, nada de ello sucede en Catalunya. Por tanto, el derecho a decidir –si por derecho entendemos algo que las leyes vigentes regulan y no un derecho natural o divino propio de épocas premodernas– es un derecho inexistente, un supuesto derecho, sólo inventado como instrumento de lucha ideológica pero sin base jurídica alguna.

No pueden, pues, los ciudadanos catalanes tomar una decisión sobre su independencia que, inevitablemente, vincularía a terceros, en concreto al resto de España y a la Unión Europea. Una decisión de este tipo, además de ilegal sería irrazonable, ya que tal decisión, al afectar a otros, obviamente debe contar con su acuerdo. Sólo mediante una reforma constitucional, según el procedimiento previsto en la propia Constitución, que implica necesariamente la ratificación del pueblo español, sujeto en el que reside la soberanía, podría en su caso decidir sobre la independencia de Catalunya. En este pueblo español están también incluidos, como se sabe, los ciudadanos catalanes.
Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB

Cataluña sin España



Cataluña sin España
El País | Antonio Elorza
 Cuando en 1927 el joven Pierre Vilar se instala en una residencia para investigadores de Barcelona, no deja de sorprenderle la actitud del conjunto de residentes en relación a España, algo tanto más significativo cuanto que entre ellos encuentran personalidades como Pompeu Fabra y Nicolau d’Olwer. El castellano era para ellos una lengua extranjera, reservada para los iberoamericanos; con otros no catalanes, preferían hablar en francés o inglés. Explicaban puntualmente los rasgos culturales de Cataluña y sus grandes hitos históricos, las derrotas de 1689 y 1714, vinculándolas a la opresión de la Dictadura. Ser de Montpellier, la patria de Jaume el Conqueridor, le valía a Vilar gestos de simpatía. Prohibido entonces El Segadors, escuchaban emocionados el Canto de la Senyera. La rivalidad con Madrid constituía un tema obsesivo. “Desgraciadamente para España”, concluye Pierre Vilar, “el enfrentamiento entre Cataluña y Castilla, visto por un testigo francés, se parece menos a las bromas amistosas entre Norte y Sur que al diálogo de sordos de las tensiones internacionales”.
 Recordé estas notas cuando hace diez años leí algunos de los artículos y discursos con que Pasqual Maragall sentaba las bases doctrinales de su reforma estatutaria. Me sorprendió la fusión de elementos de modernidad, tales como el diseño de una región supranacional en torno al eje mediterráneo, con las referencias apolilladas a la Corona de Aragón, lo cual no era inocuo, pues Murcia quedaba eliminada, por muy mediterránea que fuera, y en cambio estaba ahí la referencia a Montpellier, por lo de don Jaime, como si fuera su estatua la que preside el ingreso en la ciudad, y no la de Luis XIV. Ni más ni menos que “la Corona de Aragón que nos llega del futuro”. Pensemos también en aquel socialista catalán que cuando se dirigía a Toulouse —perdón, Tolosa del Llenguadoc— se emocionaba al iluminar los faros el letrero de Muret, lugar de la batalla que en 1213 frustró un Estado occitano-catalán. Todo propio de conservadores posrománticos.

La diferencia entre ambas es que la de Maragall se convirtió en lanzadera de un proceso histórico cuyo punto de llegada se aparta claramente de su intención, que parecía consistir en la confluencia de las aspiraciones nacionales de Cataluña con la renovación de España, “la Catalunya gran en la Espanya plural”, en la línea de Prat de la Riba y de Cambó. Solo que el discurso sobre España subía a las nubes de los sentimientos, mientras que para Cataluña se trataba de un salto en el poder, a la federación asimétrica (léase confederación) que si España la acogía con “amor” (sic) produciría óptimos resultados. Probablemente sin enterarse de nada, en medio de la hojarasca maragalliana, Zapatero estaba dispuesto a ofrecer ese amor, solo que luego las cosas no serían tan fáciles.
Detrás de Maragall se encontraba además su amigo Rubert de Ventós, quien sintiéndose forastero como senador socialista en Madrid, se entregó a una predicación aun inconclusa, que tuve ocasión de presenciar asombrado el año 2000 en la Universidad de Columbus, al escuchar cómo Cataluña se manifestaba a través de sus palabras, para mostrar la evidente incompatibilidad entre Cataluña y España. Un verdadero iluminado que, tras ser el primero en recibir a Mas en su regreso de la entrevista con Rajoy, sigue escribiendo cosas tales como que se siente “crucificado por el AVE”, al ser radial, y que las fronteras son fruto de “la sangre de los soldados y del semen de los emperadores”. Pues este hombre, en tiempos lúcido lector de Hegel, fue el autor en 1999 del libro-programa De la identitat a la independència, prologado por Maragall, y anuncio de la lógica política que rige el preámbulo al proyecto de Estatut en 2004, donde hay una nación y media —Cataluña y el valle de Arán— y otra tan inexistente que ni siquiera merece ser mencionada, España. Más allá de los recortes introducidos, semejante lógica dualista presidirá todo el proceso estatutario y pos-estatutario. Las manifestaciones del “Som una naciò” en 2010 o la reciente de la Diada, por no hablar del editorial colectivo de 2009, La dignitat de Catalunya, responden a ese dualismo insuperable. No son el origen de nada.

En La dignitat de Catalunya, una frase perdida da la clave: “No existe la justicia absoluta, sino solo la justicia del caso concreto”. Léase inhabilitación del TC para modificar el Estatut. No importaba el contenido de los recortes, avales sin embargo de lo esencial del texto, al cual introducían “en el marco constitucional”. Por el solo hecho de serlo, la sentencia lo era “contra el Estatut”, según afirmó un constitucionalista en estas páginas, sin molestarse en abordar el menor análisis del contenido de lo reformado. Al modo del soviético Suslov cuando en 1968 los comunistas checos proponían modificaciones a su diktat, la respuesta no requería una lectura previa: “No sirven”. En el orden simbólico, la Constitución ya no existía. Como ahora, en el plano real. Catalunya sin España.

Volviendo la mirada hacia atrás, hay que tener en cuenta las observaciones antes mencionadas de Pierre Vilar, y reconocer en consecuencia el esfuerzo de la izquierda catalana, tanto del PSUC como de los socialistas, para superar un distanciamiento y un menosprecio hacia España muy arraigados en Cataluña, desde los tiempos de Lo catalanisme de Almirall. Además, no era una actitud construida sobre el vacío. Cataluña había sido en el siglo XIX la vanguardia de la modernización ibérica, pero adecuándose al atraso español, no superándolo. El eje Milán-Turín hizo Italia, Barcelona “impuso el proteccionismo en España”, en palabras de Cambó. Con el crecimiento económico y la democracia, y, claro, la autonomía, parecían sentadas las bases de un equilibrio, pero ello no eliminó las raíces intelectuales de la fractura, intensificada por la presión catalanista que tras la euforia de la Transición acabó atrayendo a los intelectuales socialistas y excomunistas.
 Fue así la incapacidad de la izquierda para lograr la cuadratura del círculo, conjugando catalanismo y socialismo, lo que abrió la puerta, sobre el telón de fondo de la crisis, al proceso puesto en marcha por Mas.
Y en el socialismo, a la confusión sucedió el oportunismo, hoy clave para la huida hacia adelante de la independencia. Con la ayuda de sus constitucionalistas anticonstitucionales, Rubalcaba ha encontrado la fórmula perfecta: desde su pasividad, dirá que no a la separación, pero jugando con el a burro muerto cebada al rabo de su indeterminado federalismo y dando luz verde a que el PSC proporcione el apoyo decisivo ante Europa a la “transición nacional” (otra idea de Rubert de Ventós) por parte del PSC. Así, desde unas innegables buenas intenciones, el caos intelectual del PSOE y del PSC hace inevitable la catástrofe.
Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.