sábado, 26 de febrero de 2011

Muamar Al-Gadafi

Durante su discurso del pasado día 21, el presidente libio Muamar Gadafi se refirió a los que se habían rebelado contra él como «cucarachas», un término que chocó a muchos defensores de derechos humanos. «Es la primera vez que oigo este término desde el genocidio de Ruanda en 1994», dice Peter Bouckaert, investigador de Human Rights Watch enviado a Libia estos días. «Ciertamente, esto todavía no es un genocidio, pero el potencial de violencia es altísimo», asegura.

Gadafi ordenó a su ejército disparar contra los manifestantes y bombardearles desde el aire.
Ante la negativa de algunos oficiales militares a cumplir sus órdenes, trajo mercenarios de otros países africanos.
«Hemos visto imágenes de miles de prisioneros asesinados, vendados y atados, muchos vestidos con uniformes militares y de policía. Según la fuente que nos las suministró, habían rechazado la orden de disparar contra la población civil, y fueron ejecutados por las propias fuerzas de seguridad», explica Bouckaert a ABC. Este es el último de la larga serie de crímenes del hasta entonces incontestado «líder de la revolución libia».

Cuando el capitán Muamar Al-Gadafi, de apenas veintisiete años, se hizo con el poder en Libia tras un golpe de estado en 1969, nadie se imaginaba su trayectoria posterior. Ni que permanecería en el poder durante los próximos cuarenta y dos años, ni los desmanes que cometería en este tiempo. En un primer momento, su indudable carisma y sus iniciativas anticolonialistas llevaron a muchos a confundirle con una especie de «Che Guevara árabe».
El cierre de las bases militares, la nacionalización de los bancos y las empresas importantes, y la generosa distribución de la recién descubierta riqueza petrolífera le granjeó muchas simpatías entre la izquierda.También, de paso, prohibió el alcohol, y enunció su propia teoría política, una síntesis entre islamismo y socialismo, que plasmaría en 1975 en los tres volúmenes del llamado «Libro Verde».

Abu Nidal o «El Chacal».
Pero Gadafi no tardaría en mostrar su lado salvaje: llevado por la lógica panarabista, empezó a financiar generosamente a las facciones palestinas más sanguinarias, como Abu Nidal, así como a otros grupos terroristas y revolucionarios. Los hombres de Carlos «El Chacal» sabían que siempre podían contar con capital libio para sus proyectos. Durante las tres décadas siguientes también apoyaría al IRA, a las FARC, e incluso a ETA. «Sin duda recurre a actos terroristas, pero sus reivindicaciones de independencia me parecen claras y precisas», declaró en 1981, creando un incidente diplomático con España.
Llegó un momento en el que cualquier grupo armado era capaz de exprimir a Gadafi con tal de declararse «antiimperialista». A cambio, Gadafi exigía favores de vez en cuando, como el asesinato de disidentes libios en suelo europeo o norteamericano. A mediados de los 80, los servicios de inteligencia de medio mundo le consideraban el principal sostén económico del terrorismo mundial. Ronald Reagan le llamaba «El perro loco de Oriente Medio», y bajo su mandato la CIA planeó varios intentos para derrocarle. Finalmente, en 1986, EE.UU. bombardeó Trípoli y Bengasi, matando, entre otros, a su hija adoptiva.

Mientras tanto, dado el fracaso estrepitoso de su panarabismo, Gadafi se volcó en un intervencionismo sostenido en África. En 1973 se anexionó la franja de Auzu, en el norte de Chad, y poco después las tropas libias participaron en la guerra civil de ese país.
Durante los años siguientes, Libia acudió una y otra vez en ayuda de líderes africanos más o menos dudosos, bien con dinero —como en Sierra Leona o Liberia—, bien con paracaidistas, como los que intentaron impedir la caída del tirano ugandés Idi Amín Dadá.
Pero el patrocinio del terrorismo terminaría pasando factura. En 1988, un avión de la Pan Am explotó sobre la localidad escocesa de Lockerbie, un atentado del que se acusó a Libia. Un libio llamado Abdelbaset Al Megrahi fue condenado por estos hechos.
Por este y otros incidentes, Libia fue sometida al bloqueo internacional, lo que a la larga terminaría perjudicando enormemente la economía libia. A finales de los 90, un Gadafi muy debilitado inició una estrategia de acercamiento a Occidente, en un intento de sacudirse la etiqueta de paria: renunció a su programa de armas de destrucción masiva, mostró cooperación total contra las redes del terrorismo mundial, y aceptó la responsabilidad por el atentado de Lockerbie, ofreciéndose a pagar indemnizaciones multimillonarias a las víctimas.

Centro de torturas.
Poco a poco, la comunidad internacional pasó de considerarle un loco peligroso a un payaso extravagante. Pero esto no significó el fin de sus fechorías: la «Guerra contra el Terrorismo» lanzada por la Administración Bush llevó al régimen libio a convertirse en un centro de tortura de militantes islamistas, para obtener información sobre Al Qaida que después Gadafi pasaba alegremente a los servicios secretos occidentales. Además, tras la firma del tratado de cooperación con Italia en 2008, Gadafi se convirtió en el gran centinela contra la inmigración de subsaharianos a Europa.
El régimen sabía tratar con mano dura a los inmigrantes —torturándolos, asesinándolos, abandonándolos en medio del Sáhara—, de modo que el problema se quedaba en la orilla sur del Mediterráneo.
Y no sólo los africanos sufrían la violencia de Gadafi. En 1999, cinco enfermeras búlgaras y un médico palestino fueron encarcelados y condenados a muerte, tras ser acusados de infectar a propósito a más de cuatrocientos niños con el virus del SIDA.
En 2007, tras varios años de cárcel y terribles torturas, todos ellos fueron trasladados a Bulgaria, donde se les conmutó la sentencia. Según el sociólogo británico Anthony Giddens, «las tribus de Bengasi —de donde son los niños infectados con sida— son muy influyentes, y suponen una amenaza para Gaddafi que, además, procede de una tribu pequeña y poco importante», de modo que el presidente tuvo que dar «un castigo ejemplar».
Y han sido estas tribus las primeras en rebelarse contra Gadafi, seguidas por el resto del ejército. Por eso ha tenido que recurrir a mercenarios. «Gadafi tiene una larga historia de apoyar a grupos armados en Chad, en Darfur y a lo largo del Sahel, a los que puede movilizar para intentar mantenerse en el poder. Gente que no es de este país, así que no tiene escrúpulos a la hora de disparar contra libios», explica Peter Bouckaert.
Es más, según ha podido comprobar ABC en el cuartel militar de Shahad, donde los rebeldes retienen a los prisioneros de guerra leales a Gadafi, muchos de estos combatientes son niños soldado del Chad. Adolescentes de apenas quince años a los que se ha reclutado por poco más que un pasaje de avión y la promesa de emigrar a Europa cuando todo esto termine. Un crimen de guerra, uno más, del que culpar a Gadafi.

Libia entrenó a etarras.
El 13 de mayo de 1986 ABC informó del cambio de actitud del gobierno de Felipe González respecto al régimen libio, a pesar de que desde su llegada al poder en 1982 sabía que en los campos de entrenamiento de Gadafi se adiestraban terroristas de ETA. González utilizó varios pretextos de política interna y externa —entre ellos la expulsión de diplomáticos españoles de Trípoli— para justificar ante el electorado de izquierdas el enfrentamiento con Gadafi. DANIEL IRIARTE / TOBRUK (LIBIA).

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