Dicen que cada persona genera más de quinientos kilos de basura al año.
Algún teórico algo guarreras ha escrito que la mejor manera de conocer a alguien es hurgar en sus desechos. Otro debió de inventar el término ´telebasura´ para nombrar despectivamente los programas del corazón, o los realitys con morbo y escandalera.
Aunque nada hay de innoble en la basura, sobre todo si se recicla debidamente, nunca me pareció adecuado el vocablo.
Resulta descalificador para la mayoría que disfruta con esos espacios, y las mayorías merecen un respeto, aunque en ocasiones resulten muy peligrosas, que lo mismo aupan a un imbécil al poder que convierten en estrella a una descerebrada.
Es muy posible que hurgando en la basura de alguien pudiéramos obtener un determinado perfil: una botella vacía de Dom Perignon o unos envases de mostaza de Fauchon no sugieren lo mismo que unas latitas de atún en escabeche estilo dos por el precio de una.
Nuestras bolsas de residuos tienen algo de autobiográfico, y son clasistas como la vida misma. Por el contrario, los consumidores de la llamada telebasura son la pura transversalidad, y proceden de todos los estratos sociales.
O, para ser más exactos, sólo los pobres salen en la tele contando gratis sus miserias, para entretener a todo tipo de espectadores y también a los más acomodados.
La satisfacción de la propia riqueza se crece mucho con la contemplación de las penurias ajenas, y en eso la televisión es mano de santo.
El éxito de la telebasura se fundamenta en un hábito tan viejo como la humanidad: la necesidad de contar historietas y de recrearse escuchándolas.
Ignoro por qué se insiste tanto en asociar la basura con el medio televisivo, y tan poco con otros soportes dónde también abundan los desechos y la pestilencia.
Ninguna de las espantosas películas del cine español ha recibido ese descalificador calificativo, y encima han sido financiadas por la Administración, con el dinero de todos, como dicen los cursis.
Pero el cine español es sagrado. La derecha les teme y la izquierda los usa, de forma que, al final, la subvención sigue estando ahí, mande quien mande, respaldando los engendros.
También hay libros basura, pero nadie suele ocuparse en destriparlos. Cualquiera escribe hoy una novela, y lo que es peor, además se la publican. Nunca hubo tantos lectores, ni nunca se leyeron tan malísimos libros. Por no hablar de los políticos basura, cuyo sumo sacerdote es el señor Berlusconi, propietario de la cadena mas telebasurera de España. Un tipo muy coherente que predica con el ejemplo.
Por lo mismo, hay formatos televisivos que se salvan del anatema, cuando deberían merecerlo tanto o más que los denostados espacios del corazón.
También existe la ínfobasura, y documentales infames que elucubran acerca de los mayores desatinos adoptando el disfraz de un presunto rigor. Sin olvidar espacios de ficción que son un cúmulo de desperdicios. ¿Qué resulta más deleznable, que una petarda relate sus orgasmos, facturando a la productora a tanto por polvo, o que una serie como La República convierta un periodo histórico trascendental en una vulgarísima telenovela?.
Administrada en pequeñas dosis, su banalidad puede resultar incluso muy relajante, como pasa con las drogas blandas, incluyendo el Lexatín. Sería insoportable vivir todo el día con la conciencia en carne viva, buceando sin cesar en lo trascendente. La telebasura establece una tregua en nuestras ajetreadas y, en muchísimos casos, agobiadas vidas, y su efecto distensor cumple también una función social.
Últimamente consumo menos telebasura del corazón, pero sólo porque el nivel de las habladurías ha bajado mucho. Ni siquiera identifico a la mayoría de los personajes que venden sus enredos, y que ya son los primos del cuñado de la tía carnal de algún famoso por lo general ya fallecido. La saturación se está cargando el invento. Entre la basura que cada cuál genera y la que puede llegar a consumir, nuestra vida se parece cada día más a un vertedero.
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