lunes, 21 de febrero de 2011

Humillados en la habitación del pánico

No había teléfonos móviles, ni Facebook, tampoco Twitter. Lo que sobraba era miedo
Han pasado treinta años y es imposible olvidar.
Los periodistas seguíamos la votación nominal para la investidura de Calvo Sotelo como presidente del Gobierno en sustitución de Adolfo Suárez cuando en medio de la letanía de nombres nos sorprendieron extraños ruidos y voces en los pasillos.
El secretario de la Cámara, Víctor Carrascal, enmudeció tras citar al diputado Manuel Núñez Encabo.
Eran las seis y veintitrés de la tarde.
Una mezcla de perplejidad y angustia nos sacudió al ver la entrada de Tejero con su inconfundible bigote y un pistolón que agitaba bravucón y altanero: "¡Quieto todo el mundo!"
El obstinado golpista había conseguido superar todas las barreras para llegar con un grupo de fanáticos hasta el hemiciclo; un recinto que debería ser infranqueable, una especie de habitación del pánico a salvo de cualquier agresión, sobre todo en una jornada en la que se elige al presidente del Gobierno.
Una cadena de errores y la contundencia de las armas permitieron a Tejero adueñarse del lugar.
Madrid eran paradas de autobuses llenas de gente que quería irse a casa y comercios echando el cierre antes de la hora.
La sensación de impotencia y abatimiento se incrustó en todos los que nos amontonábamos en la zona de informadores. Nos miramos sin cruzar palabra, sin escribir una línea, atónitos ante lo que estábamos presenciando. Instantes después escuchamos esa frase imperativa que ha hecho historia: "¡Al suelo, al suelo todo el mundo!".
El general Gutiérrez Mellado intentó hacer valer sus galones para detener aquella locura y fue zarandeado por Tejero y su gente.
Los guardias empezaron a disparar hacia el techo obsesionados en convencernos a todos de que no presenciábamos una comedia bufa y que la intentona iba en serio.
Solo tres personas mantuvieron el tipo y no se arrastraron ante metralletas y pistolas: Suárez, Carrillo y, por supuesto, Gutiérrez Mellado.
Varios balazos impactaron a pocos centímetros de la tribuna de prensa. Apretujados y estrujados bajo las sillas, nadie soltó un grito. Lo peor podía llegar en cualquier momento. La tensión era máxima.
Un inquietante silencio lo dominaba todo. Desde allí, al lado de la cámara que más tiempo permaneció enfocando aquel patético escenario -hasta que un golpista la giró hacia la pared-, podíamos ver a las taquígrafas bajo su mesa de trabajo, el ir y venir de guardias civiles, las espaldas dobladas de diputados. Poco a poco, los ministros se deciden a emerger y sentarse.
Víctor Carrascal opta por encender un cigarrillo, muchos le siguen en un intento de controlar el nerviosismo. Aparece un oficial -posteriormente identificado como el capitán Muñecas- que con tono pausado quiere sosegar los ánimos: "No va a ocurrir nada, pero vamos a esperar unos momentos a que venga la autoridad militar competente para disponer lo que tenga que ser... y lo que el mismo diga".
Unas palabras que disparan infinidad de interrogantes entre los presentes y que todavía hoy siguen estimulando las disecciones de los historiadores.
A las siete y media, los asaltantes nos mandaron salir a los periodistas.
Camino del periódico para contar lo ocurrido, pudimos comprobar que el pánico también estaba fuera. Paradas de autobuses repletas de gente que quería volver a casa, todos los taxis ocupados, los comercios bajando sus persianas antes de la hora...
Era como si los gases paralizantes del franquismo -que sostuvieron la dictadura hasta la muerte de su creador- volvieran a surgir de las alcantarillas. Al echar la vista atrás en estas fechas, cuando los egipcios acaban de liquidar con sus movilizaciones una larga etapa de opresión, resulta un tanto vergonzante la escasa reacción popular ante aquel secuestro de la democracia española que, como diría el poeta Celso Emilio Ferreiro, estuvo a punto de devolvernos a una larga noche de piedra. No había móviles, no había Facebook y tampoco Twitter. Sobraba miedo.

Un país con pérdida de renta, paro y una inflación del 15%
EL AÑO 1981 HABÍA ARRANCADO con la imagen de una España muy debilitada. El mundo sufría el impacto de una brusca subida de los precios del petróleo y se tambaleaba en una crisis de dimensiones parecidas a la actual; pero para España existía la diferencia importante de que no estaba dentro del paraguas comunitario y, menos, de una moneda única. Las razones eran palpables: la producción nacional solo cubría el 31% del consumo de energía, por lo que la dependencia del petróleo era inevitable. Y esa dependencia afectaba a la demanda interna, la balanza de pagos, la inflación y el empleo. Hace 30 años, como ratificaría posteriormente el Banco de España, la economía española se había empobrecido tres veces más que la del resto de países de la OCDE en el periodo 1979-1981. La pérdida real de renta había sido de tres puntos porcentuales para esos países y de seis para España.
El panorama, por tanto, no era nada halagüeño en materia económica como para calmar las revueltas aguas políticas. No hay más que mirar los datos. No obstante, los salarios, que partían de una base muy baja, habían aumentado un 50%, exceptuando el sector agrícola, entre 1973 -anterior crisis del petróleo- y 1980, cuando en los países industrializados el crecimiento había sido del 11%. Eso explicaba en parte el aumento imparable de la inflación, que cerró 1980 con un 15,3%, y, según el Banco de España, que se generara más paro como resultado de la compresión de los márgenes de excedentes empresariales y la rentabilidad y la consecuente reducción de la inversión productiva del sector privado. La política económica concedió prioridad a la lucha contra la inflación, seguramente porque tres años antes, cuando se firmaron los Pactos de la Moncloa, había superado los 25 puntos.
Pero eso no arreglaba los otros problemas. De hecho, provocó más paro. El empleo no agrario cayó un 2,3% en 1980 dejando la tasa de desempleo en el 12,43%, es decir, 1,674 millones de personas sobre una población activa de 13,4 millones.
En resumen, 1980 había sido un año de lento crecimiento (el PIB, no obstante, creció el 1,4%, gracias al sector primario), bajos niveles de actividad y fuertes desequilibrios; el consumo privado avanzó el 1%, y el público, un 3,5%; la actividad productiva recibió el mayor impulso de la demanda interior, pero apenas de la exterior; la formación bruta de capital (inversión) se elevó, en términos reales, un 2,3%. Y el encarecimiento de las importaciones y la caída del comercio mundial empujaron la balanza de pagos a un déficit de más de 3.000 millones de dólares.
Asimismo, por entonces se estaba todavía digiriendo una reestructuración bancaria de calado, con la desaparición de cerca de un centenar de entidades bancarias. En 1980, el Fondo de Garantía de Depósitos procedió al saneamiento de una docena de bancos. Por primera vez, el dinero dedicado a sanear créditos y valores superó a los beneficios, que fueron de 128.840 millones de pesetas (aumento del 11,8% sobre el año anterior y del 21,1% en las cajas).
JUAN FRANCISCO JANEIRO.

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