IGNACIO CAMACHO.- "EN el profundo sectarismo de la escena pública española, cada vez más dividida en dos mitades hemipléjicas ancladas en prejuicios irreconciliables, contrastan de manera vivísima los mensajes que la política americana envía respecto al entendimiento democrático de conceptos tan esenciales como el respeto al interés general, la dimensión institucional del bipartidismo, la independencia de criterio y el sentido del Estado.
Esos son los valores que respaldan gestos como el de Obama al decidir la continuidad del jefe del Pentágono nombrado por Bush, en la convicción de que un cambio de Gobierno significa tan sólo una modificación de las prioridades políticas de la Administración, al servicio de una causa común para toda la nación cuya importancia primordial no deja lugar a actitudes vindicativas ni permite impulsos banderizos, sino que requiere la colaboración de todos quienes desde su competencia estén dispuestos a trabajar por su país. Una nueva lección de patriotismo democrático que sólo cabe admirar sin provincianismo aunque con no poca envidia.
Por supuesto que la decisión de Obama sobre Robert Gates, al igual que la incorporación a su futuro gabinete de destacados miembros del equipo de Clinton -empezando por la propia Hillary-, ha despertado la decepcionada contrariedad de sus seguidores más rupturistas, porque en todas partes habitan espíritus sectarios.
Por supuesto que la decisión de Obama sobre Robert Gates, al igual que la incorporación a su futuro gabinete de destacados miembros del equipo de Clinton -empezando por la propia Hillary-, ha despertado la decepcionada contrariedad de sus seguidores más rupturistas, porque en todas partes habitan espíritus sectarios.
Pero el presidente electo ha optado por comunicar desde el principio su nítida intención de gobernar con la mano tendida a quienes estén dispuestos a suscribir su proyecto sin distinciones partidistas, al tiempo que envía a los enemigos externos de su nación el anuncio perfectamente descifrable de que van a seguir siendo -pero sólo ellos- considerados como tales. Es obvio que, en cumplimiento de su promesa electoral, Obama dará a Gates la orden de gestionar un repliegue escalonado de Irak, misión que el afectado abordará con la mayor entrega por la cuenta que le trae; lo que otorga una enorme relevancia a la designación es el significativo mensaje de que la nueva Administración está abierta al consenso y no desea convertir el ejercicio del poder en una confrontación de exterminio interno. Cualquier comparación con nuestro tribalismo cainita resulta tanto más odiosa cuanto más encarnizado es el encono que en España se gasta contra el adversario ideológico.
Son contados los casos -Fernández Ordóñez, Eduardo Serra y quizás alguno más- de políticos españoles que hayan servido a alto nivel a dos administraciones de distinto sesgo partidario, e impensable la posibilidad actual de que la hipótesis pudiera darse en un futuro medio o cercano. Ya nos conformaríamos con la eliminación paulatina del rencor como herramienta cotidiana de la acción pública, con el respeto siquiera formal a las posiciones opuestas o con la aceptación más o menos razonable de que la discrepancia no es sino una imprescindible manifestación democrática. Bastaría con que a uno y otro lado de la escena se amortiguase el instinto de aniquilación del contrario para que nuestra atmósfera civil se volviese mucho más respirable; entender de verdad que el que piensa distinto también puede amar a su país y trabajar por él parece, hoy por hoy, un objetivo demasiado ambicioso para esta política envilecida por el estigma del odio.
Son contados los casos -Fernández Ordóñez, Eduardo Serra y quizás alguno más- de políticos españoles que hayan servido a alto nivel a dos administraciones de distinto sesgo partidario, e impensable la posibilidad actual de que la hipótesis pudiera darse en un futuro medio o cercano. Ya nos conformaríamos con la eliminación paulatina del rencor como herramienta cotidiana de la acción pública, con el respeto siquiera formal a las posiciones opuestas o con la aceptación más o menos razonable de que la discrepancia no es sino una imprescindible manifestación democrática. Bastaría con que a uno y otro lado de la escena se amortiguase el instinto de aniquilación del contrario para que nuestra atmósfera civil se volviese mucho más respirable; entender de verdad que el que piensa distinto también puede amar a su país y trabajar por él parece, hoy por hoy, un objetivo demasiado ambicioso para esta política envilecida por el estigma del odio.
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