miércoles, 17 de diciembre de 2008

La reconciliación treinta años después


Si pudiéramos preguntar a todos los españoles que votaron en las elecciones de junio de 1977 sobre los ingredientes esenciales de aquella transición, es probable que una amplia mayoría destacara el valor de la reconciliación.

Ya en 1970 el Informe sociológico sobre la situación social en España había revelado que, pese a una fuerte presencia de actitudes políticas extremas, la mayoría de la sociedad miraba al pasado con un deseo indudable de archivar sus recuerdos, que no de olvidarlos; así, un porcentaje superior al 70% en todos los grupos de edad y categorías profesionales opinaba que era mejor que la juventud no hubiera vivido la guerra.

«Acaso -señalaban los autores del informe- lo más positivo que se pueda decir después de un siglo y medio de guerras civiles es que las actitudes de los españoles parecen querer concluir definitivamente con este trauma colectivo que entre nosotros ha hecho historia».
Puede ser que algunos militares no compartieran esa afirmación.
Y es verdad que algunos datos, como ciertas intervenciones en los debates congresuales del Partido Socialista, las manifestaciones de los grupos de extrema izquierda o los editoriales de la prensa de extrema derecha, nos advierten de que todavía era muy poderoso el afán de revancha y que no todos deseaban una Constitución que garantizara la alternancia.
Además, a la derecha de UCD, donde se confundía el conservadurismo moderado y el autoritarismo tecnocrático, el elogio de la dictadura pesaba como una losa. Pero la mayoría de los españoles no dudaron demasiado: primero apoyaron una ley que proponía llegar a la democracia desde la propia legalidad de la dictadura; y después eligieron unas Cortes Constituyentes que no tenían nada que ver con las de 1931, es decir, que representaban medianamente bien la pluralidad ideológica de la sociedad española.
Treinta años después, pocos discuten la importancia de la reconciliación nacional para el éxito relativo de la Transición.
Sin embargo, parece estar consolidándose una preocupante fractura sobre el alcance práctico de esa fórmula; mucho tiene que ver con todo ello la contumacia de quienes exigen que una vez desaparecidos los miedos de aquel período, especialmente el temor a un golpe de Estado, se haga justicia.
Ya en aquel contexto fueron importantes, aunque minoritarias, las voces que exigieron que no se confundieran «reconciliar» con «pasar página».
Unos, desde la derecha, seguían pensando en la dictadura como garantía frente al comunismo y el separatismo; no querían que ese legado se perdiera.
Otros, desde la izquierda de las oposiciones, denunciaban que la participación de los exfranquistas y la presión militar impedirían la constitución de una democracia verdadera, es decir, no contaminada por las instituciones franquistas y deudora de la experiencia republicana. Es probable que simpatizantes de los dos grandes partidos de las Constituyentes, UCD y PSOE, también meditaran en su fuero interno algo de todo eso. Al fin y al cabo, algunas heridas permanecían abiertas y mucha gente pensaba todavía en quienes habían sufrido la justicia popular del antifascismo o la despiadada paz de Franco.
Pero muchos otros, incluyendo a actores colectivos antaño enemistados como la iglesia y los sindicatos, habían comprendido algo que sí estaba claro en el discurso de gran parte de la élite política, lo mismo que reflejaba el mencionado informe sociológico: para reconciliarse no había que renunciar a las señas de identidad propias; la reconciliación significaba nada más, pero tampoco nada menos, que lo que recogía el diccionario: «atraer y acordar los ánimos desunidos».
Una democracia fallida, una Guerra Civil y una larga dictadura habían sido una experiencia suficientemente aleccionadora.
El pasado no podía ser una excusa para formular reproches sino una fuente de lecciones.
Ahora había llegado el momento de construir un espacio jurídico y político que amparara la pluralidad; y para hacerlo con garantías de futuro, sólo cabía unir, aunque fuera simbólicamente, lo que estaba desunido. Por eso tuvo tanta o más importancia que los acuerdos concretos, la escenificación de la reconciliación. Y por eso, también, pudo ser injusta para quienes habían sufrido recientemente la represión de la dictadura o también, no lo olvidemos, para las víctimas del terrorismo y el pistolerismo. Pero estaba en juego una conciencia histórica como fundamento de una nueva democracia.
Hoy algo se está quebrando en esa conciencia enormemente frágil, forjada con esmero durante las décadas posteriores a la guerra por gentes empeñadas en entender la complejidad del pasado.
Se está quebrando porque las dos patas de nuestro sistema bipartidista han tomado caminos divergentes en algo tan delicado como la relación entre historia y política.
El Gobierno, aunque con algunos matices distintos a la anterior legislatura, sigue empeñado en vincular la legitimidad de la democracia actual con la recuperación de la dignidad de los vencidos.
La oposición ha querido mantenerse fiel al llamado espíritu de la Transición, pero no acaba de construir un discurso que sin abandonar lo anterior le permita proponer alternativas al tratamiento que el Partido Socialista está dando a este asunto.
Sin embargo, ambos están obligados a entenderse para evitar que el pasado pese tanto en la vida política que erosione los espacios comunes en los que se sustentan las reglas del juego y de cuya fortaleza depende, en gran medida, la difícil reordenación del Estado de las autonomías.
El más importante de esos espacios, el que de verdad preocupaba a nuestros padres fundadores, es aquel que permite separar radicalmente la legitimidad democrática del uso partidista de la Historia.
Pese a que algunos historiadores anden empeñados en lo contrario, nuestra historia política es más compleja de lo que sugiere la división entre vencedores y vencidos.
Es una historia en la que los posibilistas fracasaron; una historia en la que muchos de quienes decían defender la democracia no creían en la misma democracia que nosotros admiramos; una historia en la que las buenas voluntades condujeron a tragedias que podían haberse evitado; una historia, en definitiva, en la que pueden ponerse nombres y apellidos a los responsables de la catástrofe, pero nadie espere que todos pertenezcan a un solo bando. Esa historia sólo puede ser tratada por los poderes públicos si estos están dispuestos a admitir su complejidad y a promocionar actos de conmemoración y normas compensatorias que se fundamenten en esa premisa.
Por eso fue un error que la vicepresidenta del Gobierno justificara la existencia de la comisión de recuperación de la memoria histórica, señalando que era necesario «reparar la dignidad y restituir la memoria de aquella personas que sufrieron... por defender unos valores que hoy disfrutamos como sociedad democrática».
Fue un error porque al etiquetar a todos los vencidos como demócratas estaba tomando partido por una simplificación que otros podrían aprovechar para cuestionar la legitimidad de una parte de los fundadores de nuestra democracia, al asociar a estos últimos con los enemigos de la libertad. Pero tampoco el principal partido de la oposición ha sabido transmitir a la opinión una postura de plena disposición a debatir sobre la ampliación del pacto de la Transición: para consolidar la reconciliación y, por tanto, una conciencia más sólida de la dura historia que tenemos que llevar a nuestras espaldas, nada impide que el Estado ampare y financie todas las iniciativas destinadas a desentrañar la complejidad y asumir la falsedad del maniqueísmo.
La apertura de las fosas comunes, cuya mera existencia debería unirnos en la irritación y la repulsa, no pone en peligro la democracia; el peligro está en permitir que quienes recuperen los huesos contaminen la relación entre los dos partidos tachando a uno de enemigo de los demócratas y al otro de garantía de las libertades. Nada, por cierto, satisfaría más a los nacionalistas que esa fractura en la legitimidad de la democracia española. Así pues, Gobierno y oposición están obligados a reunirse en un espacio común que les permita entender que igualmente negativo puede ser la presencia de una estatua de Franco como la de Largo Caballero; y no porque la responsabilidad por los crímenes del pasado sea la misma en ambos casos, que no lo es, sino porque los dos simbolizan lo que no podemos volver a ser.

Una sociedad no puede vivir sin conocer la historia que le ayuda a entender cómo ha llegado a ser y cómo pudo ser posible el éxito y el fracaso, pero eso no implica que los poderes públicos deban patrocinar una «memoria colectiva» que satisfaga a unos y enoje a otros. Esto último es incompatible con la raíz liberal de nuestras democracias.

Los partidos pueden tener un discurso sobre el pasado que alimente la identidad ideológica de una parte de sus votantes, ávidos de atribuir los errores del pasado a los antepasados de sus adversarios, pero su condición de partidos centrales, es decir, constitucionales, les obliga a estar de acuerdo en que esa identidad partidista no debe ocupar los espacios comunes. Su responsabilidad es mirar «a los ojos a la bestia del pasado», como afirmaba el informe de la comisión de reconciliación de Sudáfrica en 1998, pero no para que el pasado los aprisione sino para hacer nuevamente «propósito de enmienda» y conciliar posturas en el momento preciso en que nuestro sistema político requiere de algunas reformas sustantivas.
Manuel Alvarez Tardío es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid.

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