miércoles, 3 de diciembre de 2008

El Juez, el Historiador y la Memoria Histórica (lugares y metáforas).


"Un buen especialista en cualesquiera de las disciplinas del mundo del derecho debe sentir preocupación por la historia y, de forma especial, por la historia de su nación.

«Somos lo que somos gracias a quienes nos antecedieron en nuestros afanes y quehaceres», suele afirmarse sin réplica alguna.

El profesor Enrique Gómez Arboleya, maestro grande, inolvidable, nos decía algo que en un primer momento nos sorprendía a los alumnos: «Si Aristóteles no hubiese existido, nosotros no seríamos nosotros». Ahora, transcurridos más de sesenta años de aquellas lecciones magistrales, me doy plena cuenta de que llevaba razón.
El ciudadano, se dedique al oficio o profesión que fuere, tiene derecho a conocer lo que un día ocurrió, o pudo ocurrir, en los lugares de sus circunstancias vitales. Y la investigación de cada uno puede ampliarse hasta hechos lejanos, si con ello adquiere para él un determinado sentido su trayectoria en la vida.
A los andaluces, por ejemplo, nos anima saber que en el siglo XI se disfrutaba en nuestra tierra de una alta calidad de vida. Quizás por eso el profesor Jaime Vicens Vives, el mejor historiador catalán que conocí durante mis años de catedrático en Barcelona, me pasó amistosamente unas páginas de uno de sus libros. El texto se encabeza con este título: «Córdoba, capital del mundo». Y Vicens Vives afirmaba: «Córdoba, la capital de este mundo, irradiaba prosperidad y elegancia. Circulaba el oro con profusión, y las monedas musulmanas, saltando las fronteras del mundo cristiano, señalaban hasta dónde llegaba la influencia exacta del islam español (...) Al Andalus fue, sin disputa, el Estado más poderoso de Europa. Sus destellos deslumbraban a las bárbaras cortes europeas».
De forma sorprendente, el mismo periódico que me imputó unas ofensas a Cataluña por haber recordado yo en una conferencia «las fuentes de Granada», inexistentes durante el siglo XI en otras regiones de peor calidad de vida, publica el 24 de julio de 2005 una fotografía del Patio de los Arrayanes con el siguiente texto: «Patio de los Arrayanes, el placer del agua. En el reino nazarí de Granada, la cultura hispanomusulmana alcanza su punto de mayor refinamiento. El agua, que era para los hispanomusulmanes un elemento sabiamente administrado en la agricultura, se convierte además, en el reino de Granada y muy especialmente en la Alhambra, en motivo de belleza y placer».
Dos años antes, siendo presidente del TC, tuve que comparecer ante el Tribunal Supremo por unas supuestas infravaloraciones de Cataluña por carecer en la Edad Media de «surtidores de agua». El Supremo se pronunció por unanimidad a mi favor.
Los españoles tenemos derecho a conocer nuestra historia, tanto la de hechos recientes como la de sucesos lejanos. Y los poderes públicos han de prestar su ayuda en esa labor esclarecedora.
Sin embargo, la investigación histórica es algo radicalmente distinto de la investigación judicial. Esta última tiene una serie de principios y normas que en un Estado de Derecho hay que respetar y cumplir. El juez no puede convertirse en historiador, igual que el historiador, por muchas pruebas que obtenga en su labor, no está legitimado para dictar sentencias.
Las instrucciones judiciales no pueden ser causas generales. El descubrimiento de la «verdad real» no ha de conseguirse a cualquier precio. Las leyes procesales marcan al juez el camino que debe seguir. Sin ellas, las solemnes proclamaciones constitucionales perderían eficacia, quedándose en preceptos meramente nominales. Desde la perspectiva constitucional, el denominado «garantismo», o doctrina favorable a anteponer las garantías de derechos y libertades, ha de tener plena observancia en el ámbito jurídico-penal.
Y es que la lucha por un proceso penal público, acusatorio, contradictorio y con todas las garantías, iniciada en la Europa continental durante la segunda mitad del siglo XVIII frente al viejo proceso inquisitivo del antiguo régimen, se prolonga hasta nuestros días.
No podemos olvidar que nos encontramos en el siglo XXI. Administrar Justicia es una tarea tan difícil, tan delicada, que sólo con mano temblorosa puede el ser humano acercarse a valorar lo que los jueces deciden.
(...) Una investigación judicial actual que se olvida de los principios y normas que la regulan se convierte en una tramitación de características «cuasi demoníacas», en el sentido que el demonio tiene en el pensamiento griego clásico, como violador de las reglas de la razón en nombre de una luz trascendente que es no sólo del orden del conocimiento, sino también del orden del destino; ámbito universal de la investigación, una causa general que se convierte en el cauce de cualquier denuncia de hechos sin la más mínima relación con el objeto del proceso penal.
Debemos animar -y ayudar en lo posible- a los historiadores que nos iluminan el pasado, pero hay que cerrar la puerta a cualquier juez o magistrado que se crea en una época lejanísima, en los días del Antiguo Testamento, menospreciando los principios y normas de su oficio en un Estado de Derecho contemporáneo.
La polémica sobre las fosas comunes y la posibilidad de perseguir penalmente al franquismo ha rehabilitado una legión de metáforas que, como la de abrir o cerrar heridas del pasado, o la de pasar páginas antes o después de haberlas leído, no serán recordadas por su originalidad ni por su capacidad para mostrar una realidad subterránea, como las que revela la auténtica poesía.

Metáforas asociadas a otra metáfora como la de la "memoria histórica", concebida sobre el mismo molde antropomórfico que el "alma de los pueblos", quizá hayan de ser evocadas algún día por el prodigioso poder hipnótico que han demostrado, capaz de ocultar y de emborronar, hasta hacerlos ininteligibles, los asuntos sobre los que de verdad se está discutiendo.
Manuel Jiménez de Parga. Abc.

La memoria histórica y sus metáforas. José María Ridao. El País.
Las metáforas sobre la memoria ocultan el asunto sobre el que se discute.
No se puede sostener, como se ha hecho estos días, que la democracia española está suficientemente consolidada para cumplir con el deber de memoria hacia la Guerra Civil y, por otro lado, afirmar que no lo está, que no puede ser una democracia completa, mientras no cumpla con ese deber. O una cosa, o la otra.Pero es necesario recordar, además, que se hace un flaco servicio a la democracia en España, a las tres décadas de convivencia constitucional, cada vez que un grupo de ciudadanos se arroga el monopolio de poner o no poner el marchamo de democrático al régimen político en el que viven. Sobre todo cuando ese régimen político ni prohíbe ni persigue la causa que defienden. A estos efectos, poco importa que la causa sea justa, como sucede con algunas reivindicaciones colocadas bajo la metáfora de la "memoria histórica";
lo que está en juego es la manera en la que pretenden hacer valer su justicia.
La Audiencia Nacional ha cerrado el paso a la persecución penal del franquismo y, de inmediato, se ha propagado la especie de que los magistrados que han adoptado esta decisión han actuado por miedo o, peor aún, por una inconfesable connivencia retrospectiva con la dictadura.
Otro tanto se ha dicho de historiadores, escritores o periodistas que, antifranquistas cuando había que serlo, se han pronunciado en favor de la resolución de la Audiencia y, consecuentemente, del recurso interpuesto por el fiscal Zaragoza. Tal vez seducidos por las metáforas, quienes han lanzado estas acusaciones parecen no haber advertido que el principal problema de la iniciativa del juez Garzón tenía que ver con los límites del uso que puede hacerse del Derecho Penal; esto es, de ese derecho que permite al Estado privar de libertad a los ciudadanos y que, por eso, exige el respeto escrupuloso de las garantías. Incluso para perseguir al más execrable de los terroristas o, también, al general Franco, por más que sus crímenes hagan de él un miembro destacado de la nómina negra del siglo XX, junto a Hitler, Stalin, Mussolini, Pinochet, Videla o tantos otros.
Imagínese por un momento una Audiencia Nacional en la que, convertidos en razonamientos jurídicos habituales los contenidos en los últimos autos del juez Garzón, se pudiera abrir procesos penales simbólicos contra cualquier ciudadano, como pretendía aquel magistrado prevaricador que, dando curso a sus antipatías políticas, se complacía en hacer subir y bajar las escalinatas del edificio a personas honorables.
Imagínese, además, que a partir de ahora un juez pudiera, según ha hecho Garzón, reclamar su competencia para juzgar un delito en virtud de un artículo contenido en un Código Penal que no está vigente, ya sea el de la República, el de la dictadura o cualquier otro. Imagínese, en fin, una sentencia en la que la determinación del tipo penal sea resultado de un ejercicio de corta y pega entre tratados internacionales, sentencias de tribunales diversos y resoluciones de Naciones Unidas, además de algunos libros de historia, y del que se obtiene algo parecido al "delito continuado de detención ilegal en el contexto de un crimen contra la Humanidad", por el que Garzón quería imputar al general Franco y a 44 de sus cómplices.
Es difícil saber si una Audiencia Nacional de estas características abriría o cerraría heridas, si pasaría las páginas leyéndolas o sin leerlas. Sólo una cosa sería segura: un tribunal así resultaría incompatible con el Estado de derecho, por más que pareciera conforme a la legión de metáforas que ha rehabilitado este debate.

Lugares de la memoria histórica.- SANTOS JULIÁ 30/11/2008. El País.
No hay duda, desenterrar a los muertos es pasión nacional", escribió Manuel Azaña a propósito de Manuel José Quintana, "en la infausta remoción de sus huesos" (La Pluma, marzo de 1922). No sabía a qué atribuir aquella pasión, si a nuestra vocación de sepultureros, a un realismo abyecto o a la necrofagia. Pero de lo que estaba seguro era de que nadie se vería libre de ella -especialmente los poetas, siempre desvalidos- y avisaba, en consecuencia, a toda persona notoria que procurara "morirse a hurtadillas y enterrarse con nombre supuesto si quiere reposar en paz: de otro modo, irán a cribarle las cenizas cuando menos lo espere".
Hoy, la pasión nacional sopla con más fuerza que nunca, hasta alcanzar a dos de los más grandes y, por decirlo al modo de Azaña, más desvalidos poetas del siglo pasado: Federico García Lorca, enterrado en algún lugar del barranco de Víznar, donde fue asesinado, y Antonio Machado, enterrado en Collioure, donde murió de pena y de tristeza por "estos días azules, este sol de la infancia", perdidos para siempre. Víznar y Collioure son dos lugares de memoria, de lo que metafóricamente llamamos nuestra memoria histórica, y es paradójico que quienes han convertido en una profesión la recuperación de la memoria pretendan, no ya profanar esos lugares, sino eliminarlos, exhumando los cadáveres de los dos poetas, que, en el colmo de su desvalimiento, no pueden defenderse. En Collioure y en Víznar fueron la muerte y el crimen; allí están enterrados, allí permanece, pegada a sus huesos, su memoria: la del crimen cometido en los primeros días de la rebelión militar contra la República, la de la muerte en el destierro unos días después de la caída de Cataluña. Dejarlos reposar en paz, en los lugares que acogen sus restos, es lo más digno que podemos hacer por su memoria.
Como la ráfaga no cesa, le llega el turno al mismo Azaña, que no fue poeta pero que murió también, como Antonio Machado, en el destierro, en una habitación del Hôtel du Midi, en el centro de Montauban. Hasta allí, en una ambulancia, le trasladó su esposa, huyendo de la Gestapo y de sus esbirros de la Falange exterior, que asaltaron la casa de Pyla-sur-Mer donde vivía toda la familia y de donde arrancaron a su cuñado para entregarlo a la policía franquista. Allí, en Montauban, pasó Manuel Azaña las últimas semanas de su vida, enfermo, perdido entre la razón y el delirio, a expensas y bajo la protección de la Legación de México, y allí, en su viejo cementerio, sigue enterrado bajo la misma lápida que para su tumba encargó su viuda, con la sobria inscripción "Manuel Azaña, 1880-1940". Doña Dolores de Rivas Cherif, que lo conocía mejor y le amaba más que nadie, dejó claro testimonio de la voluntad de su marido de que por nada del mundo le levantaran nunca del lugar en que muriera. Azaña murió en el destierro, y no habrá ley de memoria ni juez universal que pueda liberarlo de ese destino.
No es vergonzoso ni denigrante para la actual democracia española que el segundo y último presidente de la República siga allí enterrado. Aunque muy pocos lo sepan o recuerden, el primer Senado de nuestra denostada democracia aprobó, el 19 de octubre de 1977 y por iniciativa de la Agrupación Independiente, una proposición no de ley solicitando al Gobierno que se realizaran las gestiones necesarias, de conformidad con las respectivas familias, para "el traslado a España de los restos de los tres jefes de Estado enterrados en el extranjero: don Alfonso XIII, don Niceto Alcalá-Zamora y don Manuel Azaña". Los restos de los dos primeros fueron repatriados, no así los de Azaña, que permanecen en el cementerio de Montauban, un lugar de memoria que, en vez de eliminar, mejor haríamos en cuidar, colaborando con la Amicale Manuel Azaña y con las autoridades municipales y departamentales en la perpetuación de su recuerdo.
Federico García Lorca en Víznar, Antonio Machado en Collioure, Manuel Azaña en Montauban constituyen, con tantos otros asesinados y desterrados, la imborrable memoria de lo que el mismo Azaña definió como cruel e inmerecido destino de la República española. Exhumar sus cadáveres para trasladarlos a cualquier otro lugar so pretexto de "recuperar" nadie sabe qué equivaldría a destruir parte de esa memoria, la que nos sigue interpelando desde los lugares de sus enterramientos, la memoria que nunca nos podrá servir de consuelo ni de pretexto, porque siempre nos obligará a formular las preguntas más amargas sobre nuestro pasado.

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