domingo, 7 de diciembre de 2008

La Transición y la ley


GERMÁN YANKE.- (ABC).
Una de las cuestiones recurrentes de la vida política española, que se acrecienta en jornadas como la de ayer en las que se conmemora la Constitución, es la actitud de unos y otros ante la Transición. La verdad es que la «traición» a lo que pudo suponer aquella se ha convertido en un arma arrojadiza de unos contra otros. A lo largo de la legislatura anterior fueron muchas las acusaciones lanzadas contra el Gobierno en las que se presentaba la «reforma del Estado», y otras reformas consiguientes o concurrentes, sin el consenso que había presidido la Transición como el abandono de su espíritu y su significado. Tampoco faltaban, por reacción, las acusaciones al PP, al que se quiso presentar como un partido que dejaba de lado principios fundamentales del sistema democrático.
«Segunda Transición»
En ciertos sectores de la derecha se habló entonces, y se sigue haciendo ahora, de una «Segunda Transición» como el objetivo, cancelando la anterior, de José Luis Rodríguez Zapatero. El término es confuso ya que, antes de que el actual presidente lo negara, el que se había referido a la necesidad de una «Segunda Transición» fue el entonces candidato José María Aznar. Es decir, se mezclan en la retórica del debate político tanto las acusaciones mutuas de traiciona la primera como la manifestación de la voluntad propia de iniciar una segunda y necesaria para adecuarse a los cambios y asentar de ese modo (y más cerca de las posiciones propias que de las de los adversarios) el sistema político iniciado tras la muerte de Franco.
Aunque sólo sea desde un punto de vista semántico, que es algo que dista mucho de un modo arbitrario de referirse a lo que ocurre, plantear la «transición», es decir, el modo de abordar el camino de una cosa a otra, como algo permanente que debe ser preservado en el tiempo como un principio inmutable, es un asunto paradójico. Ni las cosas pueden ser como fueron entonces, ni los temas que hay que asegurar o cambiar son los mismos, ni los procedimientos son eternos. Nuestra Transición, además, ha demostrado con el tiempo tanto sus virtudes como sus defectos y es sin duda inconveniente encarar el futuro, el inmediato y el que se vislumbra a más largo plazo, sin tenerlo en cuenta. El debate político, por otra parte, sobre todo cuando es descuidado intelectualmente -como es el caso-, tiende a la mistificación y vemos ahora, por ejemplo, como el consenso pierde sus perfiles hasta el punto de significar para unos, el Gobierno, el resorte por el que la Oposición debe plegarse a quien ha ganado las elecciones y, para otros, la Oposición, el mecanismo por el que debe ser todo negociado a pesar de haberlas perdido. Hemos terminado por no tener claro lo que es la memoria, el olvido, el perdón, la reconciliación y otras palabras que, pudiendo ser claras y distintas, se han vuelto interesadas armas arrojadizas.
La insistencia en la perdurabilidad del espíritu de la Transición resulta un poco débil, se use desde el lado ideológico que la use, siempre por motivos distintos. Era una época en la que se juzgó que lo coyunturalmente inevitable lo tenía que ser para siempre y en la que, al mismo tiempo, se quiso subrayar la prevalencia de los partidos y la arboladura de un nuevo sistema, más que sus cimientos, por encima de otras instituciones democráticas y de la separación misma de los poderes. Aferrarse a ello, o querer ampliar el consenso sobre la democracia a todas las cuestiones de la discusión política, no tiene sentido. Lo tiene más, sin duda, la apelación a que, después de pasar de la dictadura a la Transición, es ya el momento de pasar de la Transición a la democracia.
Instrumento válido
Más fuerza tiene detenerse, como puede hacerse en estos días de conmemoración, no en un supuesto «espíritu», sino en su plasmación jurídica como instrumento válido. Es decir, en la Constitución. Y no porque sea un texto inmutable por una falsa perfección o un agotador cansancio, sino porque es el marco y el procedimiento válidos incluso para encarar los cambios. Fuera de ella, y de lo que entonces supuso la Transición, quedan los que no aceptan o se resisten al sistema constitucional. Los que no quieren respetarla como norma pretendiendo que sus reivindicaciones tienes más valor que la ley. También los que, para evitar el sistema que instaura, prefieren acallarla para subvertirla o abandonarla de hecho. Quizá, treinta años después, es mejor abonarse al Derecho concreto que a la vaporosa Transición.

No hay comentarios: