Al cabo, la vieja Europa surgida de la Segunda Guerra Mundial y reunificada tras el hundimiento del socialismo real y la caída del Muro de Berlín ya atisbó mucho tiempo atrás el paradigma que había de regir estos desarrollos: el congreso de Bad Godesberg de 1959, en que la socialdemocracia alemana se desembarazó del marxismo y abrazó sin reservas la democracia liberal, proclamó este lema oportunísimo: mercado, hasta donde sea posible; Estado, hasta donde sea necesario. Hoy, con los matices progresistas o conservadores que se quiera, el criterio sigue estando plenamente en vigor.
La del 78. César Alonso de los Ríos, ABC.
A estas alturas de la farsa, nadie que se respete intelectual y moralmente puede sentir la más mínima emoción al hablar de la Constitución de 1978. ¿Quién no supo desde el comienzo que la aceptación del concepto de «nacionalidades» lo era tácitamente del reconocimiento de las otras «naciones», sus lenguas «propias», sus futuros aparatos estatales y el fin de la concepción unitaria de España?
La clase política partió hace treinta años de una inmensa reserva mental que ha ido administrando, a lo largo de estas tres décadas, en función de los más bastardos intereses partidarios. Se sabía que la lista de competencias estatales a las comunidades tendría un límite, y que estaríamos necesariamente abocados a la definición de un nuevo modelo de Estado. Un paso que, por cierto, terminó dando Zapatero y siendo aceptado por Rajoy. Con reticencias, pero encantado por lo que podía favorecerle al PP en comunidades como la valenciana. Y ahí estamos: en el cumplimiento de esta nueva e inmensa farsa. La aprobación del Estatuto catalán dejó reducida la Constitución a una carrera de obstáculos. De trampas, en realidad. De violencias institucionales. ¿Quién desconocía el hecho de que el Partido Socialista y sus socios carecieran del quórum que les exige la Constitución a la hora de introducir modificaciones en ésta? ¿Quién no es consciente de la violencia institucional que ha sido utilizada hasta la fecha a la hora de manejar la composición del Tribunal Constitucional del que depende todo el proceso? ¿Quién no sabe que lo que se juega tras cada una de las posibles modificaciones de los miembros del Tribunal es sencillamente la aceptación de la inconstitucionales del Estatuto que, por si acaso, había sido sometido al referéndum popular?
Al llegar a este punto los padres de la Constitución tendrían que haber sido muy torpes si no hubieran comprendido que la solución del 78 fue tan consoladora a corto plazo como comprometedora para el futuro de la Nación. Al dejar abierto el modelo de Estado a merced de las rapaces fuerzas partidarias el resultado no podía ser menos siniestro de lo que hemos podido vivir.
A estas alturas de la farsa, nadie que se respete intelectual y moralmente puede sentir la más mínima emoción al hablar de la Constitución de 1978. ¿Quién no supo desde el comienzo que la aceptación del concepto de «nacionalidades» lo era tácitamente del reconocimiento de las otras «naciones», sus lenguas «propias», sus futuros aparatos estatales y el fin de la concepción unitaria de España?
La clase política partió hace treinta años de una inmensa reserva mental que ha ido administrando, a lo largo de estas tres décadas, en función de los más bastardos intereses partidarios. Se sabía que la lista de competencias estatales a las comunidades tendría un límite, y que estaríamos necesariamente abocados a la definición de un nuevo modelo de Estado. Un paso que, por cierto, terminó dando Zapatero y siendo aceptado por Rajoy. Con reticencias, pero encantado por lo que podía favorecerle al PP en comunidades como la valenciana. Y ahí estamos: en el cumplimiento de esta nueva e inmensa farsa. La aprobación del Estatuto catalán dejó reducida la Constitución a una carrera de obstáculos. De trampas, en realidad. De violencias institucionales. ¿Quién desconocía el hecho de que el Partido Socialista y sus socios carecieran del quórum que les exige la Constitución a la hora de introducir modificaciones en ésta? ¿Quién no es consciente de la violencia institucional que ha sido utilizada hasta la fecha a la hora de manejar la composición del Tribunal Constitucional del que depende todo el proceso? ¿Quién no sabe que lo que se juega tras cada una de las posibles modificaciones de los miembros del Tribunal es sencillamente la aceptación de la inconstitucionales del Estatuto que, por si acaso, había sido sometido al referéndum popular?
Al llegar a este punto los padres de la Constitución tendrían que haber sido muy torpes si no hubieran comprendido que la solución del 78 fue tan consoladora a corto plazo como comprometedora para el futuro de la Nación. Al dejar abierto el modelo de Estado a merced de las rapaces fuerzas partidarias el resultado no podía ser menos siniestro de lo que hemos podido vivir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario