Alberto Sotillo
Nos preguntamos en estos días cómo ha sido posible que personas inteligentes, ilustradas, con impecable ejecutoria en el arte de hacer dinero se hayan dejado enredar por el trilero de Madoff. La respuesta es que, una vez más, se demuestra que el hombre del siglo XXI tiene una fe infinita para creer en lo que le interesa creer. Le parecerá casi imposible creer en el misterio de la Santísima Trinidad. Pero, fundamentalmente, porque a la Santísima no le ve rentabilidad inmediata. En cambio, ¡qué sencillo es creer en un misterio con una rentabilidad del 10 por ciento!
La misma credulidad nos asalta cuando la fantasía se ajusta con nuestros prejuicios o intereses. Aún recuerdo cuando Donald Rumsfeld, ex secretario de Defensa de Bush, pronunció aquellas casi místicas palabras que decían: «La ausencia de la prueba no prueba la ausencia». Incluso las escribió en un encerado para que los ministros reflexionaran. Había belleza en aquella sentencia, entre San Juan de la Cruz y Antonio Machado. Pero Rumsfeld no nos estaba diciendo que la ausencia de la prueba probase la ausencia del amor o de la fe. Estaba hablando de las armas de destrucción masiva de Irak. Rumsfeld y Bush creían en aquellas armas con la misma intensidad con que Garcilaso creía en la belleza revelada. Creían, porque las armas de destrucción masiva tenían una probada rentabilidad a corto plazo.
Para los misterios del espíritu exigimos la fehaciente prueba de la presencia. Pero nadie se hacía preguntas ante el enigma de la industria del ladrillo y su milagro de los innumerables pisos sin habitantes. Personas inteligentes e ilustradas de quienes depende la salud de nuestra economía contemplaban cómo crecía y crecía la burbuja diciéndose que, en tanto la construcción fuese el motor de la economía, había que mantener una fe ciega, inquebrantable, en que el castillo de naipes no podía derrumbarse. Otro de esos enigmas inexplicables con una inmejorable rentabilidad. Como decía Chesterton: «Lo malo de que los hombres hayan dejado de creer en Dios no es que ya no crean en nada, sino que están dispuestos a creer en cualquier cosa».
Nos preguntamos en estos días cómo ha sido posible que personas inteligentes, ilustradas, con impecable ejecutoria en el arte de hacer dinero se hayan dejado enredar por el trilero de Madoff. La respuesta es que, una vez más, se demuestra que el hombre del siglo XXI tiene una fe infinita para creer en lo que le interesa creer. Le parecerá casi imposible creer en el misterio de la Santísima Trinidad. Pero, fundamentalmente, porque a la Santísima no le ve rentabilidad inmediata. En cambio, ¡qué sencillo es creer en un misterio con una rentabilidad del 10 por ciento!
La misma credulidad nos asalta cuando la fantasía se ajusta con nuestros prejuicios o intereses. Aún recuerdo cuando Donald Rumsfeld, ex secretario de Defensa de Bush, pronunció aquellas casi místicas palabras que decían: «La ausencia de la prueba no prueba la ausencia». Incluso las escribió en un encerado para que los ministros reflexionaran. Había belleza en aquella sentencia, entre San Juan de la Cruz y Antonio Machado. Pero Rumsfeld no nos estaba diciendo que la ausencia de la prueba probase la ausencia del amor o de la fe. Estaba hablando de las armas de destrucción masiva de Irak. Rumsfeld y Bush creían en aquellas armas con la misma intensidad con que Garcilaso creía en la belleza revelada. Creían, porque las armas de destrucción masiva tenían una probada rentabilidad a corto plazo.
Para los misterios del espíritu exigimos la fehaciente prueba de la presencia. Pero nadie se hacía preguntas ante el enigma de la industria del ladrillo y su milagro de los innumerables pisos sin habitantes. Personas inteligentes e ilustradas de quienes depende la salud de nuestra economía contemplaban cómo crecía y crecía la burbuja diciéndose que, en tanto la construcción fuese el motor de la economía, había que mantener una fe ciega, inquebrantable, en que el castillo de naipes no podía derrumbarse. Otro de esos enigmas inexplicables con una inmejorable rentabilidad. Como decía Chesterton: «Lo malo de que los hombres hayan dejado de creer en Dios no es que ya no crean en nada, sino que están dispuestos a creer en cualquier cosa».
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