domingo, 7 de diciembre de 2008

Suerte, Constitución


BENIGNO PENDÁS, en ABC.
SÍNTOMA de tristeza cívica. Nos hacemos viejos, y seguimos hablando de lo mismo... En fin, ánimo y perseverancia para decir la verdad una y mil veces.
España es una gran nación.
La Constitución de 1978 es la mejor de nuestra agitada historia: hermoso título, aunque -excepto Cádiz- la competencia sea discreta.
La Transición fue un éxito de largo alcance y no un expediente provisional para salir del paso.
El sujeto constituyente es intangible: soberanía del pueblo español y no yuxtaposición de poderes originarios. Luego España es más que sus partes integrantes, se llamen nacionalidades, regiones o incluso «naciones» sedicentes, a efectos de preámbulos estatutarios.
Nuestra democracia es igual de buena y de mala que el resto de las europeas: a todos nos dan envidia los Estados Unidos.
Tenemos un enemigo: ETA y sus secuaces, asesinos infames.
Un drama: casi tres millones de parados.
Un hándicap: hay que convivir con unos cuantos desleales y un buen puñado de oportunistas. Activos: muchos siglos de historia; talento suficiente, aunque disperso; ganas de disfrutar de la vida.
Defectos: sectarismo a flor de piel; déficit de paciencia; poco ánimo para trabajar duro. Los españoles hacemos bien lo imposible, pero somos incapaces de gestionar la rutina.
Estado general del paciente: a pesar de todo, aprobado.
Trigésimo aniversario. ¿Hay que reformar la Constitución? Me refiero, claro, a la revisión del núcleo y no a propuestas cosméticas o anecdóticas. Todos de acuerdo, cuando llegue su momento, en adaptar al espíritu de la época la sucesión a la Corona. Las otras reformas que propuso el Gobierno (lista de comunidades autónomas; mención de la Unión Europea; eterna disputa sobre el Senado) duermen el sueño de la indiferencia, archivadas junto con el dictamen del Consejo de Estado.
El PP guarda bajo llave un documento bien orientado en espera de tiempos más propicios a la genuina vocación constituyente. Sin consenso no cabe reforma, por supuesto, pero sí debate.
¿Es deseable abrir el proceso? Vamos por partes.
Los enemigos de la España constitucional procuran eludir cualquier decisión formal que, salvo rapto de locura colectiva, nunca podrá satisfacer su pretensión radical. El objetivo es degradar la ley de leyes al terreno de la retórica inútil para volver al pasado en busca de los derechos que surgen en la fragua tenebrosa de su comunidad imaginaria. Habla el filósofo griego acusado de ser un extraño en la «polis»: vosotros sois de aquí, es cierto, pero también los caracoles pueden presumir de ser autóctonos.
Lo esencial es que la gran mayoría de los españoles queremos mantener nuestras señas de identidad constitucional:
Estado social y democrático de Derecho;
Monarquía parlamentaria;
unidad, autonomía y solidaridad.
Más allá de aventuras indeseables, no existe otra opción para una sociedad desarrollada en pleno siglo XXI.
He aquí la encrucijada: renovar la confianza en el texto vigente o tomar un camino incierto sin final previsible. Me apunto a la primera opción. No nos engañemos: el único problema de fondo es el desbarajuste territorial.
Según los exaltados y los impacientes, la Constitución es culpable por ambigua y permisiva. No es verdad, y conste que sólo discuto con los que obran de buena fe. Cuando hay voluntad firme de aplicar los principios elementales, el resultado es concluyente. Basta leer la sentencia sobre el referéndum -ilegal e ilegítimo- en el País Vasco. Hay rumores fundados sobre el destino que aguarda al estatuto catalán, con su blindaje competencial, relación bilateral y financiación privilegiada. No hace falta indagar sobre los motivos, sino atenerse a la lógica de las consecuencias. No falla la norma, que decía lo mismo antes y ahora. Fallan los actores políticos con más frecuencia de la deseable. Para acabar con el chantaje real o imaginario de los grupos nacionalistas, basta con un pacto estable entre los partidos nacionales y no hace falta tocar ni una coma de la Constitución o de la ley electoral. Lo saben los juristas, y también los líderes políticos. Nada de «gran coalición» para repartir ministerios inexistentes en situación de agonía. Gobierne quien gobierne, habría que renunciar al desgaste del adversario a costa del Estado y de la nación. ¿Imposible? Hasta ahora, sí. En el futuro, ya veremos.
Lo importante no es reformar la Constitución, sino conseguir que se cumpla. Parece sencillo, pero es ajeno a las virtudes hispánicas. Sobra buena intención, supongo, y falta sentido de la medida. Acaso un sector de la derecha sociológica practica sin querer el juego sucio. Error absoluto: si «nosotros» despreciamos la Constitución, «ellos» encantados... Es triste que una parte de la izquierda prefiera golpear en el flanco débil a costa de romper el pacto que a todos nos obliga.
Falsa memoria histórica; laicismo radical; amenazas más que latentes... El presidente del Gobierno tiene la última palabra: el «giro» españolista y socialdemócrata solo será creíble si ordena -en sentido literal- que se detenga el acoso implacable que responde a razones partidistas. Pagamos muy cara la atonía de nuestra sociedad civil. Sabemos que el criterio para seleccionar a la clase política es tal vez el peor de los posibles. Sin embargo, con todos sus defectos, España sigue ahí, por encima de los tópicos estúpidos o interesados. Como todas las demás, la nuestra es una historia feliz y desgraciada, cuajada de éxitos y fracasos, audaz y valiente pero también repleta de errores y de rencores. A la altura de cualquiera y, por cierto, mejor que la mayoría. Una sociedad dispersa, pero forjada en el sacrificio de las clases medias y en un patriotismo natural, lejos de pasiones telúricas y retóricas patrioteras. Bastante tenemos con la crisis económica, el terrorismo (global y local) y el rumbo incierto de los absurdos valores posmodernos. Por eso es intolerable sumar problemas ficticios: abrir fosas prescritas, ofender a la religión mayoritaria y sembrar la discordia en contra de la convivencia.
Una Constitución, dicen los manuales, es obra del poder constituyente. Aquí y ahora, «la Nación española, en uso de su soberanía». La democracia es la única forma legítima de gobierno a estas alturas del tiempo histórico. Es imprescindible aplicar la letra y el espíritu de la norma fundamental, de manera que la libertad y la igualdad de todos los españoles sean el eje del discurso político. Coherencia, por supuesto: el elogio formal de la carta magna es contradictorio con el impulso de textos legislativos que conllevan su ruptura material. Recluidos en su pequeño mundo, los políticos entienden mal a la gente. Aquí criticamos todo, pero nadie rompe la baraja. El proyecto sugestivo que nació en 1978 sigue vivo y operante por mucho que moleste a unos cuantos.
Claro que los españoles de hoy prefieren el ocio familiar antes que la fiesta oficial y transmiten una sensación aparente de indiferencia. No hay tal cosa. La calle está llena de personas decentes, con muchas ganas de aplaudir. Bien lo saben los ídolos deportivos. El problema, dice la voz popular, es que los líderes políticos nunca nos dan una alegría. Al margen del sentimiento general, los excesos partidistas y soberanistas derivan del interés particular de ciertas élites y sus clientes beneficiados. Por eso arraiga la tristeza cívica y disminuye el número de ciudadanos sensatos. Algunos, me temo, no son recuperables. Otros muchos, en cambio, están deseando el retorno de la concordia. Después de treinta años, y a pesar de tus defectos: suerte, Constitución.

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