domingo, 23 de noviembre de 2008

«El fracaso de Azaña fue la Iglesia»

Santos Juliá publica una nueva biografía del presidente de la Segunda República
«El fracaso de Azaña fue la Iglesia»
22 Noviembre 08 - Manuel Calderón
MADRID-
Leído en La Razón.es.
No ha habido personaje en la historia política de España del siglo XX que esté envuelto en tan espeso halo de misterio (la propaganda franquista lo trató, literalmente, de monstruo), algunas veces desvelado con admiración porque su ideario no fue otro que reformar un país atrasado; otras, desde la animadversión, porque su reforma quiso llevarse por delante instituciones tan fundamentales en la sociedad española como la Iglesia católica.
Además, fue el presidente de la Segunda República durante la Guerra Civil, lo que deja su biografía tintada de un dramatismo que no coincide con un político más racional que impulsivo.La tentación de la psicología.
El profesor Santos Juliá, que lleva años trabajando sobre la obra de este intelectual derivado a la política, ha terminado su biografía, «Vida y tiempo de Manuel Azaña (1880-1940)» (Taurus), pero se aleja de una tentación muy común, la de explicar su tarea política desde el psicologismo: «Siempre se ha dicho que si era rencoroso, un fracasado, ¡que era un escritor fracasado sin lectores!, y se lo decían en su tiempo, pero cuando uno profundiza en ello, no lo encuentra».
Cuando a las dos y media del 14 de julio de 1931 van a su casa, mientras él estaba enfrascado en una novela, para avisarle de que el Gobierno Provisional le espera para proclamar la Segunda República, no es que esté alejado de todo, sino que está escondido, como el resto. «Era un hombre tímido, pero no solitario», asegura Juliá.
Cuando en 1932 lo entrevista el periodista norteamericano John Gunther y se define como «un intelectual, un demócrata y un burgués» (en contra del conocido «un intelectual, un español y un burgués», rectifica Juliá) estaba diciendo mucho, aunque sus formas se mantenían en la moderación y la distancia.
«Él es consciente de que al decir burgués rompía con una tradición española» a la que le gusta la hidalguía y los viejos linajes, además de que era miembro de una familia de propietarios y «él mismo tenía gustos burgueses».
Cuando dice que es un intelectual está diciendo, según Juliá, que «el problema central de España es el del Estado» y no el de la educación, como sostendría Ortega desde su elitismo y Costa desde el regeneracionismo.
«Él preguntaba: ¿Quién es el que nombra a los maestros?, porque para resolver el problema de la educación había que construir un Estado».
Y algo más, «siendo presidente del Consejo no se define como republicano cuando le pregunta el periodista, sino como demócrata». «En el fondo –añade Juliá–, Azaña, como buen conocedor de la política francesa, quería ver a una clase social, la burguesía, llevando a cabo las reformas que en España no puedo poner en marcha durante la Monarquía».

Aprendices extraviados.
Si hay un político que representa la idea de República éste es Azaña. «La derecha de la República soy yo», le espeta a un diputado, «ustedes son unos aprendices extraviados».
Porque se da cuenta de que el peligro más grande que tiene la República no viene por la derecha: «El gran cáncer son los anarquistas, dijo el 10 de julio del 36, y esto sólo lo puede decir un burgués como él».

Pero fue la cuestión religiosa el gran fracaso de su política, dice Juliá, más que la reforma militar (que acabó con la política de ascensos y con las regiones militares).
Concretada en el artículo 26 de la Constitución de 1931, supuso que las confesiones religiosas estarían sometidas a una ley especial; la disolución de las órdenes que obligen a mantener fidelidad distinta a la del Estado; prohibición de ejercer el comercio; de ejercer la enseñanza; rendir cuenta de sus actividades económicas...
«Su laicismo estaba en la base de la República, pero no prestó atención a que podría aparecer un partido católico de masas que pudiera reformar esa constitución republicana. Él sólo quiere cumplir la constitución, pase lo que pase, y no atendía a negociaciones con el Vaticano. Al final, la Iglesia fue el fracaso de Azaña», afirma Juliá. Para Azaña, no era un problema religioso, sino político.
«Cuando hablaba de que España había dejado de ser católica estaba diciendo que se trataba de organizar el Estado para una sociedad que ya vivía de espaldas a la religión».
Azaña no supo ver que la realidad española era otra, pero incluso la historiografía, reconoce Juliá, no supo ver, hasta tendencias recientes, que las «identidades como la religión son movilizadoras».
En definitiva, «a partir de 1932, lo que se estaba dilucidando tiene que ver con identidades colectivas, algo que, por supuesto, no supo ver Manuel Azaña y que se podría formular en la pregunta ¿qué lugar ocupa la Iglesia en el Estado?».

Con amargura.
Al final de Manuel Azaña, nacido en Alcalá de Henares en 1880, fue dramático. Él lo relató con precisión y estilo en sus diarios. Murió en Montauban (Francia), un año después de acabar la guerra que le había conducido al exilio.
Y vivió con amargura cómo Juan Negrín le acusó de haber desmoralizado la resistencia. «Es cierto que Azaña vivió con desconcierto los primeros meses de la guerra, se queda paralizado, pero a partir de 1937 fue muy activo. Su plan buscaba parar la guerra porque creía que de suceder no se reemprendería. Él se basaba en un idea: la República puede no ganar la guerra, pero no perderla», explica Santos Juliá. Manuel Azaña estaba dispuesto a que, incluso, hubiese un plebiscito para elegir la forma de Estado: «Lo importante ya no era si Monarquía o República»

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