miércoles, 26 de noviembre de 2008

Azaña o la República


Santos Juliá: «Vida y tiempo de Manuel Azaña» (Taurus).
Un libro entre cuyas novedades se cuentan -a juicio de su autor- el relato de su juventud, el periodo de formación intelectual y política, su paso por el Ateneo y ya al final, la terrible y patética persecución que sufrió en Francia durante el breve exilio que precedió a su muerte, ocurrida en junio de 1940.
Aunque se le haya podido achacar que su proyecto ideológico no tenía en cuenta las peculiaridades de España, algo que le alejaba de los regeneracionistas del 98, Santos Juliá considera que «Azaña parte de un estudio profundo de la tradición pero entiende que debe ser corregida. Trata de abrir España al mundo, poniéndola, especialmente, frente al espejo de Francia, porque pensaba que se había quedado «a la vera de la Historia» y pretendía eso que hoy llamamos modernización. Este rasgo lo comparte con otros miembros de la generación de 1914, como Ortega, cuyo proyecto era constituir una nueva clase política. Para ello, Ortega ponía énfasis en la educación y confiaba la labor a los pedagogos. Pero Azaña pensaba que era el Estado quien ponía a los maestros, por lo que apostó por su reforma. No podía sustentarse, como el de la Monaquía liberal, sobre una carta medieval, de ahí que a su militancia reformista se sume la republicana».

¿Azaña era un demócrata tal y como hoy lo entendemos.?
«Azaña ya defendía mucho antes, desde el Partido Reformista, el sufragio universal efectivo, la supeditación del gobierno al Parlamento, la limitación de la prerrogativa de la Corona de disolver las Cortes y la separación de la Iglesia del Estado, los cuales eran valores de un programa democrático. En 1918 los problemas eran Cataluña y el poder militar... Azaña ya era demócrata entonces».

«Azaña comienza a hablar de «revolución» al día siguiente de la caída de Primo de Rivera. En realidad, por entonces era intransigente con los intentos de algunos políticos, los «constitucionalistas», de buscarle una salida a la Monarquía.
Cuando ésta sucumbre, la «revolución» para Azaña consiste en la ocupación de un territorio desertado. El pueblo ha hecho una República, es República y de ahí concluye, erróneamente, que la República está asentada. Nadie lo esperaba y menos como una fiesta. Esa era su «revolución»».
Demócrata doctrinario, sin embargo Azaña no hizo gala de capacidad de pacto y negociación a la hora de enfrentar dos de los mayores problemas de la República y que a la postre trajeron su desgracia: la reforma militar y la cuestión religiosa. «Él dirá que el Estado es la Razón y que la Ley tiene que ser cumplida. No buscó complicidades, aunque sí era hombre que hablaba con sus coaligados socialistas (Prieto, Largo Caballero) pero, en la aplicación de lo acordado, él decide, y así se lo dice a los militares, a quienes se les había cortado las vías de ascenso rápido. Le faltan habilidad y astucia para incorporar a los afectados a su reforma y no le importa cómo van a ser recibidas sus decisiones. Actúa por decreto. Y si protestan, es que son unos «díscolos»».
La cuestión religiosa
Esto también quedó claro al enfrentarse a los cardenales y el nuncio Tedeschini. «Era gente dispuesta a negociar una vez que se vio cómo el peligro mayor, la disolución de todas las órdenes religiosas, se ha orillado. No les importa perder a la Compañía de Jesús, porque la cuestión mayor era la enseñanza y ya estaban poniendo en marcha el cambio de titulación de los colegios. Pero Azaña se niega a negociar. Ocurre que la clase media se vio agredida, ni más ni menos, porque la enseñanza media estaba en manos de la Iglesia. Y eso fue así hasta mucho después, cuando yo empecé a estudiar el Bachillerrato en Sevilla, allá por 1949 o 50, sólo había dos institutos, uno masculino y otro femenino», concluye.
Leído en ABC. 26-XI-2008

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