miércoles, 26 de noviembre de 2008

El despilfarro autonómico



HACE algunas semanas que la opinión pública de nuestro país ha comenzado a tener noticias de algunos abusos o corrupciones por parte de dirigentes de entes autonómicos.
Y digo «comenzado» y «algunos» porque, en primer lugar, es vieja la afirmación de que el poder anda muy cerca de la corrupción (parcial o absolutamente) y, en segundo término, la total honestidad política únicamente sería concebible si está asentada en algo previo: una consolidada moral cívica.
Y no nos engañemos, ni en autoritarismo ni en democracia, esto último anda del todo ausente. El engaño al Estado, de una forma u otra y siempre con repercusión en la ciudadanía, ha llegado incluso a estar bien visto o, al menos, socialmente tolerado: el engaño fiscal, el estraperlo, el manejo de dietas, el dinero negro, etc., etc.
Pues bien, debo confesar que estos abusos ni me sorprenden y lo que es peor, tampoco me preocupan como gran problema nacional.
Tengo que clarificar, naturalmente. El condicionamiento en virtud «de las circunstancias» que sentenciara Ortega, no se puede limitar a presiones o menesteres de un momento dado. Muy por el contrario y en la moderna terminología, la socialización política del individuo comienza en su misma infancia. Y me parece innegable que, hasta nuestros días, está ahí una gran generación cultivada en la creencia en un Estado fuerte. Incluso varios partidos políticos de la oposición a Franco, eran partidos claramente jacobinos, profundamente partidarios de una creencia en el poder de ese Estado, centralista o con concesiones a la descentralización. Pero de ahí no se pasaba. Incluso en la izquierda: socialista o comunista, como ejemplos. Lo otro, el autonomismo, se calificaba como apetencia burguesa. Convenía este recuerdo.
Como igualmente conviene el del acontecer desde la transición. Sin entrar en el fondo del problema, tengo para mí que durante los últimos años del franquismo, las demandas contra el régimen estaban diseñadas, con mayor o menor precisión, en la conquista de libertades hasta entonces prohibidas o limitadas y en el establecimiento de un sistema político democrático que apuntaba claramente hacia el modelo de democracia liberal asentado en casi toda Europa tras el final de la Segunda Guerra Mundial. En lo demás, incluida la misma Monarquía, las opiniones y posturas ya no eran tan uniformes. Se fueron concretando y aunando durante la larga gestación de la actual Constitución. Y a ello, de manera excepcional, el nuevo régimen no tenía más remedio que sumar la secular herencia de un problema regional, no resuelto ni por la Segunda República. Ortega lo vio desde el principio y Azaña lo confesó durante la guerra.
Pues bien, lo cierto es que durante el largo transitar, a lo antes señalado se unió, casi repentinamente y con no mucho fondo explicativo, la nueva demanda de la autonomía. Escritos y pancartas lo unieron a la petición de democracia, dos términos que no están unidos ni en la teoría ni en la práctica. Quizá Francia sea el ejemplo que más cercano tenemos de un régimen democrático sin autonomías. Como es sabido, la Constitución optó por «generalizar» el tema y la solución con el llamado Estado de las Autonomías, en expresión fuera del texto, con base a supuestos «hechos diferenciales», con la vía abierta a la generosa concesión de Estatutos y hasta con la no menos generosa cesión de competencias, algo que, incluso, se quiso dejar abierto, sin cesar. Y así comenzó la andadura hasta nuestros días.
Ahora estamos en un «treinta años después» que ya no oculta ciertas apetencias de reforma y después el hecho, siempre sin final cuando lo que se quiere valorar es «lo diferente», de proyectos de reformas estatutarias que van mucho más allá de lo constitucionalmente establecido. Y es ahora, igualmente, cuando, a mi entender y sin entrar en los abusos inicialmente citados, creo que los ciudadanos tenemos el pleno derecho de medir y valorar nuestro ensayo autonómico. Sin olvidar lo apuntado sobre la herencia jacobina del Estado fuerte en cuya línea, sin reparo alguno, me incluyo en la firme creencia de que con ello no daño a la democracia.
Y las preguntas se amontonan. Ante todo, el recuerdo de que la función esencial de una Constitución está en la conquista de la integración social. ¿Se ha conseguido en todo el territorio nacional? Obviamente, no. Las autonomías citadas siguen y seguirán siempre aspirando a más. Un «más» que barrunta Nación soberana independiente se confiese o se disfrace en el discurso político. Cataluña y el actual presidente del Gobierno Vasco no tienen el menor reparo en pregonarlo. Galicia, en algunas de sus fuerzas políticas, se ha unido al carro.
Pero es que, ocurra lo que ocurra (y en la misma Constitución se explicita quién y cómo puede impedirlo), el panorama está ahí. En todas partes han aparecido o se han inventado «razones» propias y «hechos diferenciales»: autores del ayer, lenguas casi muertas que se han resucitado, manipulaciones históricas, supuestas «deudas históricas», etc. ¡Todo vale cuando lo único que vale es lo diferente y no lo común, entre otras razones porque todo es diferente desde que se nace! Y como había que «estructurar» lo diferente y lo autonómico, viene la hemorragia de órganos y de todo lo demás: banderas, diferentes lenguas en la enseñanza, himnos que ya existían o que se crean (mucho dinero y nadie que sepa la letra), cambios en denominaciones de calles y ciudades (más dinero y poco sentido), etc., etc.
En plena crisis y sin rechistar ante ello, lo que, a título de ejemplo únicamente citamos, Administración local, administración comarcal (¿con qué sentido?), administración provincial (todo se crea pero nada se suprime, naturalmente), administración autonómica (¡infinita en su alcance!) y administración hasta ahora llamada nacional. Diecisiete parlamentos con lo que ello supone: diputados con sueldos y dietas, presidencias con lo que quieran, Gobiernos Autonómicos con Presidencia, Vice-Presidencia, Consejeros, Vice-Consejeros, Directores Generales, Secretarios Generales Técnicos, Oficiales, instalaciones y, sobre todo, pléyade de «asesores y expertos» bien pagados por hacer o por no hacer. Defensores del pueblo de ámbito regional. Subdelegaciones aquí o allá. Increíble cantidad de Consejos Consultivos con licencias en sus profesiones y buenos sueldos (¿cómo es posible que con tantos consejos luego se hagan las cosas tan mal?). Coches oficiales y escoltas sin límites. Y así en una cita sin fin.
¿Puede nuestro país costear todo esto? ¿Lo puede nuestra endeble economía? Y, sobre todo, ¿a cambio de qué? ¿Realmente se han conseguido las ventajas en su día anunciadas para el modesto ciudadano? Como no sé mucho más de economía que la que le leo o le oigo en la Academia al maestro Juan Velarde, no me atrevo al veredicto final. Lo único que pretendía en estos párrafos es reclamar el derecho del ciudadano pagante de cien impuestos de rogar a quienes corresponda alguna respuesta sobre este panorama. Y, eso sí y como algo sabedor de la materia, dolerme, cuando también se celebra un Bicentenario de su esplendor popular, de que el sentimiento de «lo nacional» esté siendo suplido, con descaro, por «lo regional» o por «lo autonómico». Sabemos por nuestra reciente historia el final de esta pendiente.
Manuel Ramírez, catedrático de Derecho Político. Leído en ABC, 26-XI-2008

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