Rosa Díez, ex diputada europea, ex militante socialista, actual diputada por el partido Unión, Progreso y Democracia (UPyD), corre el riesgo de convertirse en diana preferente de la maledicencia política llamada “progre”. Por denunciar en el Congreso de los Diputados la conversión del castellano o español en lengua de segundo nivel en diversas comunidades autónomas con lengua propia, cuando, según la Constitución, el castellano es la lengua española oficial del Estado de obligatorio conocimiento nacional y derecho indiscutible de uso, Rosa Díez va camino de la flagelación dialéctica permanente. A estas alturas es suficientemente conocido el uso, mas que bilingüe exclusivista, que de las lenguas autóctonas se hace en Cataluña, País Vasco, Baleares, Galicia… El ciudadano español que utiliza el idioma común en esos territorios va pasando a ser ciudadano de segunda. Es decir, deja de ser él mismo común para transformarse en una especie de inmigrante de la España discutida, con dificultades para equipararse a los demás habitantes, sean aborígenes o residentes aclimatados, charnegos o maketos, aparte de otras posibles denominaciones según los territorios o demarcaciones geográficas.
Todo esto es tan sabido que no necesita comentario aclaratorio. Pero cuando la ministra de Administraciones Públicas, Elena Salgado, argumenta contra las quejas de Rosa Díez diciendo que los poderes públicos carecen de competencia para “restaurar” ningún significado constitucional en materia de lenguas, que para eso está el Tribunal de tal nombre, el observador, cualquiera que sea, tiene que llegar a la conclusión de que su derecho a expresarse en castellano sin riesgo en determinados territorios es pura quimera.
El verbo restaurar utilizado por la ministra parece un lapsus traicionero, porque sólo se restaura lo que está estropeado. Según el Diccionario de la Lengua significa reparar, y se propone como ejemplo el caso de la paz quebrantada o del orden público pervertido. Normalmente cuando se restaura un cuadro es porque se ha deteriorado la pintura.
¡Ah los estatutos! Y no sólo los que están todavía vigentes, sino los que van a venir. Por ejemplo el Estatut, el de Cataluña, ya se sabe. A temblar quienes aspiren “en español” a algo en Cataluña, o en autonomías lingüísticamente afines, relacionado con el idioma autóctono. Lo que va resultando patente es que el bilingüismo es puro “flatus vocis”, algo que constitucionalmente se reconoce sobre el papel, pero ha perdido consistencia en la realidad y tiende a desaparecer. Un castellano o español deteriorado por el mal o nulo aprendizaje, una lengua que tendría que ser “lengua franca”, pasará a ser con el tiempo, una jerga de emergencia para entenderse callejeramente al margen de los “asuntos serios”, que ya exigirán su expresión “ortodoxa”. Lo comentado otras veces: adiós Cervantes, viva Verdaguer.
Cuando Rosa Díez interviene o habla en un foro público, y para ellos nada más apropiado que el Parlamento, lo cómodo es, desde la enemistad política o personal, tildarla de oportunista, ambiciosa, incluso desertora. El otro día, en el Congreso, le increparon sus antiguos correligionarios socialistas. Y el presidente de la Cámara, el otrora españolísimo Bono, procuró ser severamente restrictivo en la administración del tiempo que la diputada tenía disponible.
La Acción Cultural Miguel de Cervantes, en un suplemento de su habitual boletín, se permitía este rótulo general: “El español en Cataluña: una lengua en fase de extinción”. Rosa Díez habla moderadamente de “discriminación”. Pero ¿qué queda en el Estatut de aquel artículo 3.3 del Estatuto de 1979, según el cual la Generalidad garantizará el uso normal y oficial de los idiomas”? Pues nada. ¡Qué ingenuidad!
Todo esto es tan sabido que no necesita comentario aclaratorio. Pero cuando la ministra de Administraciones Públicas, Elena Salgado, argumenta contra las quejas de Rosa Díez diciendo que los poderes públicos carecen de competencia para “restaurar” ningún significado constitucional en materia de lenguas, que para eso está el Tribunal de tal nombre, el observador, cualquiera que sea, tiene que llegar a la conclusión de que su derecho a expresarse en castellano sin riesgo en determinados territorios es pura quimera.
El verbo restaurar utilizado por la ministra parece un lapsus traicionero, porque sólo se restaura lo que está estropeado. Según el Diccionario de la Lengua significa reparar, y se propone como ejemplo el caso de la paz quebrantada o del orden público pervertido. Normalmente cuando se restaura un cuadro es porque se ha deteriorado la pintura.
¡Ah los estatutos! Y no sólo los que están todavía vigentes, sino los que van a venir. Por ejemplo el Estatut, el de Cataluña, ya se sabe. A temblar quienes aspiren “en español” a algo en Cataluña, o en autonomías lingüísticamente afines, relacionado con el idioma autóctono. Lo que va resultando patente es que el bilingüismo es puro “flatus vocis”, algo que constitucionalmente se reconoce sobre el papel, pero ha perdido consistencia en la realidad y tiende a desaparecer. Un castellano o español deteriorado por el mal o nulo aprendizaje, una lengua que tendría que ser “lengua franca”, pasará a ser con el tiempo, una jerga de emergencia para entenderse callejeramente al margen de los “asuntos serios”, que ya exigirán su expresión “ortodoxa”. Lo comentado otras veces: adiós Cervantes, viva Verdaguer.
Cuando Rosa Díez interviene o habla en un foro público, y para ellos nada más apropiado que el Parlamento, lo cómodo es, desde la enemistad política o personal, tildarla de oportunista, ambiciosa, incluso desertora. El otro día, en el Congreso, le increparon sus antiguos correligionarios socialistas. Y el presidente de la Cámara, el otrora españolísimo Bono, procuró ser severamente restrictivo en la administración del tiempo que la diputada tenía disponible.
La Acción Cultural Miguel de Cervantes, en un suplemento de su habitual boletín, se permitía este rótulo general: “El español en Cataluña: una lengua en fase de extinción”. Rosa Díez habla moderadamente de “discriminación”. Pero ¿qué queda en el Estatut de aquel artículo 3.3 del Estatuto de 1979, según el cual la Generalidad garantizará el uso normal y oficial de los idiomas”? Pues nada. ¡Qué ingenuidad!
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