jueves, 19 de junio de 2008

¿Los prejuicios nos hacen libres?


Los prejuicios nos hacen libres
Theodore Dalrymple (el sonoro seudónimo de Anthony Daniels) es un testigo privilegiado del fruto amargo de la ideología progre. Como médico y psiquiatra, practicó la medicina en países pobres y oprimidos de África y América. Creía haberlo visto todo, hasta que, antes de jubilarse, trabajó durante 14 años en la prisión y el hospital público de Birmingham: al tratar con los presos y sus víctimas comprendió que la destrucción de los valores occidentales estaba causando un gravísimo problema social que afectaba especialmente a los más desfavorecidos.

Dalrymple publicó en 2005 una deliciosa recopilación de artículos: Our Culture, What’s Left of It: The Mandarins and the Masses (Qué ha quedado de nuestra cultura: los mandarines y las masas), en cuya introducción se afirma: "La fragilidad de la civilización es una de las grandes lecciones del siglo XX". La línea que separa civilización y barbarie es muy delgada, y debe ser protegida. Pero las élites intelectuales y políticas, consciente o inconscientemente, llevan décadas intentando borrarla. Para ello han recurrido al desprecio de los valores y tradiciones de la cultura occidental, al relativismo moral y a la minimización de la responsabilidad individual. El resultado ha sido la dilución de la civilización, reflejada en la aparición de una bárbara underclass dependiente de los beneficios sociales y azotada por patologías como la criminalidad, la promiscuidad sexual, la droga y la violencia endémica. Esta underclass existe ya en todo Occidente, y es particularmente visible en Gran Bretaña.

El doctor Dalrymple atribuye un papel fundamental en esta espiral decadente a la desaparición de las prohibiciones e inhibiciones morales tradicionales: los prejuicios. Pero ¿quién en su sano juicio se atrevería hoy a defender la utilidad de los prejuicios, esas terribles ideas preconcebidas que nos impiden pensar por nosotros mismos y nos convierten, así, en fanáticos o débiles mentales? Bueno, Dalrymple, ¡bendito sea!, lo hace, y dedica todo un ensayo a desmontar el prejuicio contra los prejuicios.

La idea de que los prejuicios son nocivos para el progreso es vieja. Ya en 1851 Stuart Mill afirmaba, en Sobre la libertad, que el contraste entre diferentes opiniones era lo que permitía el progreso. De ello se seguía que la opinión recibida, al impedir la diversidad de pareceres, era el enemigo de la Humanidad, y "el despotismo de la costumbre" el principal obstáculo para el progreso y los logros humanos. Las costumbres son inútiles porque son costumbres, simplemente, mientras que todas las opiniones, aun las erróneas, son útiles y ninguna debe ser suprimida, pues todas valen igual… mientras sean propias. Lo más importante de un acto u opinión no es que sea cierto, sino que sea propio de quien lo acomete o expone. Así las cosas, la destrucción de las convenciones o prejuicios se convierte en un requisito del progreso. Hay que pulverizar toda autoridad moral: la Historia (un cúmulo de hechos vergonzosos, de crímenes y locuras de los que debemos liberarnos), la Familia (formas de unión escogidas libremente, sin condicionar el afecto, buscando sólo la autenticidad) y la Religión (si Dios existe, es cada uno de nosotros).

Pero un prejuicio siempre es reemplazado por otro, de modo que, una vez eliminados los viejos y feos, hay que llenar el vacío con otros de nuevo cuño. De ello se encarga ahora el Gobierno, que no encuentra obstáculos para introducirse en todos los aspectos de la vida diaria, y quienes redactan las leyes –o el currículo escolar– se convierten en los árbitros morales de la sociedad. Al final, la consecuencia de la destrucción de las autoridades intermedias entre el individuo y el Gobierno es que se nos acostumbra –advierte Dalrymple– a esperar y aceptar la dirección centralizada de nuestras vidas, lo que redunda en la pérdida del sentido de la responsabilidad y lleva, paradójicamente, al autoritarismo.

En su práctica profesional, el Dr. Dalrymple se dio cuenta de que el rechazo a la autoridad, a los prejuicios, tradiciones, valores y conocimientos heredados, es también una manifestación de egoísmo. El deseo de originalidad, de juzgar todo simplemente bajo la luz de la propia opinión, no persigue hallar la verdad, sino satisfacer el ego. En el fondo, "quien está contra toda autoridad está sólo contra alguna autoridad, la que no le gusta. La única autoridad que respeta, por supuesto, es la suya":

Experimenté una sorprendente prueba de ello en un vuelo a Dublín desde Inglaterra. Junto a mí se sentaba una joven asistenta social irlandesa (…) Me dijo que, habiendo crecido en Irlanda bajo el férreo tutelaje de la Iglesia Católica, estaba contra toda forma de autoridad. "¿Todas las formas?", le pregunté. "Todas", contestó (…) "¿No le importa entonces –repliqué– si voy ahora a la cabina del avión y me hago cargo de los mandos?

Con una prosa limpia, ágil y punzante, Dalrymple desmonta el mecanismo de una de las armas de destrucción masiva utilizadas por la arrogante intelligentsia progre en la batalla cultural: hay que cuestionarlo todo; si no lo haces no eres un ser racional, sino una víctima del prejuicio y la superstición. Pero abandonar ciertos prejuicios destruye el saber acumulado de la Humanidad y tiene graves efectos sociales, que han devastado ya la vida de millones de personas, condenadas a vivir sin otro referente que sus caprichos.

Lo que nos permite progresar es basarnos en los conocimientos y el saber previos. No podemos vivir sin prejuicios.

1 comentario:

Míhí-tao dijo...

No se pueden prescindir de los prejuicios, somos así, pero de ahí a afirmar que son necesarios para la cultura occidental.
Si no nos hubiesemos cuestionado nuestros prejuicios a lo largo de la historia, no habrían avances sociales. El relativismo moral no mata a la sociedad a no ser que sea visto desde el dogmatismo moral, entonces no cabe duda que es malo.

¿Y qué prejuicios aceptar? Dice que los valores occidentales se pierden, qué pasa ¿que si soy de oriente tengo que preservar los de oriente por haber nacido allí?

Vivir sin cuestionarse los prejuicios es muy cómodo, sin lugar a dudas, como cómoda se puede hacer vivir en una casa sin salir a la calle. Cuando se vive un largo tiempo entre prejuicios invariables está claro que se desarrollará una agorafobia.