Los objetivos de la Transición
ALBERTO OLIART 03/06/2008 (Diario El País)
Fue preciso que los entonces llamados "continuistas" y "rupturistas" llegaran a un consenso básico sobre el proceso a seguir, la estructura y forma de las instituciones y la Constitución.
Aceptaron tratar como ciudadanos libres e iguales tanto a los partidarios y colaboradores del régimen anterior como a sus contrarios políticos, en el exilio, la cárcel o la clandestinidad, incluidos los nacionalistas democráticos catalanes, gallegos y vascos. Se trataba de superar, que no olvidar, la trágica y profunda división entre españoles causada por la Guerra Civil. Y así se consiguió lo que parecía imposible a muchos de dentro y a casi todos los de fuera: que la Transición en España se hiciera sin más violencias que las del terrorismo y fuera aceptada por la inmensa mayoría de españoles.
La Transición fue la obra tanto de políticos que procedían del Movimiento Nacional como de otros que eran antifranquistas, muchos de los cuales estaban exiliados o en la cárcel. La habilidad y el coraje de Adolfo Suárez, nombrado por el Rey presidente del Gobierno, le convirtieron en el protagonista de la Transición. Pero también lo fueron los políticos de la oposición al régimen franquista: Felipe González, Alfonso Guerra, Santiago Carrillo, Marcelino Camacho, Nicolás Sartorius, los catalanes Joan Raventós, Carner, Jordi Pujol, Antón Cañellas, los nacionalistas vascos Ajuriaguerra, Xabier Arzalluz...
Como lo fue el presidente de la Conferencia Episcopal española, el cardenal Tarancón, al proclamar la necesidad de que acabara la división entre españoles causada por la Guerra Civil y de una separación, porque era lo mejor para los dos, entre la Iglesia católica y el Estado; una Iglesia que, a juicio de muchos, todavía estaba marcada por su apoyo al régimen anterior.
Todos los que la vivimos conocimos el esencial papel de Torcuato Fernández Miranda en las Cortes franquistas y el del general Manuel Gutiérrez Mellado en las Fuerzas Armadas. Leopoldo Calvo-Sotelo puso en pie la estructura de lo que fue la UCD. Con él estuvieron políticos azules -Rodolfo Martín Villa, Fernando Abril, Pío Cabanillas-, demócratas cristianos -Landelino Lavilla, Marcelino Oreja, Íñigo Cavero-, liberales -Joaquín Garrigues, Muñoz Peirats, Satrústegui-, socialdemócratas -Fernández Ordóñez, García Díez, Carlos Bustelo-, por citar algunos de los más importantes.
Ese consenso básico, institucionalizado en los Pactos de La Moncloa (esencial fue la autoridad doctrinal de Enrique Fuentes Quintana), permitió pactar la Constitución de 1978 y crear un espacio político democrático de convivencia y diálogo. Y ello a pesar de la profunda crisis económica, del brutal y sangriento terrorismo etarra y del fracasado golpe de Estado del 23-F de 1981. La Transición terminó con el traspaso ordenado, leal y pacífico del Gobierno presidido por Calvo-Sotelo al Gobierno socialista de Felipe González, al ganar éste por aplastante mayoría las elecciones de 1982. Triunfo que, a mi juicio, supuso la consolidación de la democracia y de la monarquía constitucional y parlamentaria.
No me parece cierto que fueran una nueva transición ese triunfo electoral del PSOE de Felipe González o el del PP de José María Aznar en 1996; ni tampoco el del PSOE de Zapatero en 2004.
Sí hubo, en la última etapa de Felipe González, en la segunda de Aznar y en la primera de Zapatero, una lucha parlamentaria más violenta, dura y descalificadora para ganar, conservar o recuperar el poder perdido. Pero esto no nos diferencia mucho de las demás democracias europeas y occidentales. En ellas, como en España, las elecciones, más que ganarlas la oposición, las pierde el partido que gobierna. O las gana el Gobierno porque la oposición se divide o deja de ser una alternativa creíble.
Desde la Transición, las circunstancias, sociales, económicas y políticas, han cambiado mucho en España y en el mundo globalizado en el que vivimos. En España, los traspasos de competencias importantes a las autonomías -educación, sanidad...- han producido en todas un aumento de su poder social y político y, además, la inadecuación de su sistema de financiación actual. Se ha radicalizado el soberanismo nacionalista en Cataluña, y asimismo en el País Vasco con el plan Ibarretxe. Pero no es menos cierto que en las últimas elecciones generales el PSC ha quedado en Cataluña por delante en votos de CiU, y que Esquerra Republicana ha perdido todo lo que ganó en noviembre de 2003. Y que en el País Vasco el PSE ha quedado como el primer partido en Álava y Guipúzcoa y, por primera vez en estos 31 años de democracia, en Vizcaya.
España no se rompe, aunque con tonos apocalípticos lo proclama la extrema derecha y algún destacado miembro del PP. Como testigo o ciudadano, he oído lo mismo desde que se aprobó la Constitución y los Estatutos vasco y catalán. En cambio, expertos europeos y españoles sostienen que el dinamismo español en lo social y económico se debe en gran parte a la descentralización autonómica. Ahora bien, lo que nunca oí en las negociaciones con ETA, como miembro de los Gobiernos de Suárez y de Calvo-Sotelo y como ciudadano en tiempos de Felipe González y de Aznar, es que se traicionaba a nuestras víctimas del terrorismo o se entregaba el País Vasco a ETA.
Tampoco son una segunda transición negativa los dos triunfos electorales del Partido Socialista de Zapatero. Las leyes de su primera etapa estaban anunciadas en un programa electoral votado por la mayoría de los españoles. Y en el caso del Estatuto de Cataluña, recurrido ante el Tribunal Constitucional, el Gobierno tripartito formado en 2003 declaró prioritaria, como también CiU, la reforma del anterior Estatuto; y ello cuando se creía que el PP ganaría las elecciones generales de 2004.
Ahora hay, sin embargo, una novedad importante en lo que respecta a la Iglesia católica: su cambio de actitud respecto al Estado laico, que es lo que significa "no confesional" (artº 16, 3 C. E. Diccionario de la RAE, 2). Tres apartados de la nota de la Comisión Ejecutiva de la Conferencia Episcopal del pasado diciembre -el consejo sobre el voto de los católicos, su juicio sobre la unidad de España y el juicio sobre el terrorismo- son de carácter político. Como lo son las declaraciones de algunos cardenales y obispos. Tienen constitucionalmente derecho a hacerlo, como cualquier otro agente político o ciudadano. Pero deben admitir que, al hacerlo, pueden recibir las mismas críticas y descalificaciones que los demás sujetos políticos o ciudadanos, sin que eso suponga un ataque a la Iglesia. Y también que la opinión política pública de un obispo o cardenal tiene el mismo valor que la de cualquier ciudadano. La nuestra es una democracia constitucional de ciudadanos libres e iguales.
A mi juicio, ciertas expresiones de condena frente al desarrollo de leyes aprobadas por mayoría en las Cortes debieran ser más medidas. Primero porque católicos creyentes, que también son Iglesia, las han criticado públicamente, y aún son más los que lo hacen entre amigos o conocidos. Segundo, porque dada la categoría eclesial de los que emiten esas opiniones, pueden dificultar o dañar la necesaria convivencia y el consenso político básico de la democracia constitucional.
Si queremos conservar y hasta recuperar consenso entre ciudadanos libres e iguales, cualesquiera que sean sus ideologías, convicciones morales o creencias religiosas, ese consenso nada tiene que ver con relativismos filosóficos o morales, sino con dejar de percibir al adversario político como un enemigo. Se trata de seguir viviendo en libertad y democracia; de dialogar para combatir el terrorismo y enfrentar nuestros problemas nacionales en estos tiempos difíciles, de cambios continuos; de ayudar, en lo que podamos, a la lucha contra el hambre, la enfermedad y la ignorancia en el mundo. Que el pasado irrepetible, con sus aciertos y errores, nos sirva de lección.
Alberto Oliart, ex ministro de Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo-Sotelo.
ALBERTO OLIART 03/06/2008 (Diario El País)
Fue preciso que los entonces llamados "continuistas" y "rupturistas" llegaran a un consenso básico sobre el proceso a seguir, la estructura y forma de las instituciones y la Constitución.
Aceptaron tratar como ciudadanos libres e iguales tanto a los partidarios y colaboradores del régimen anterior como a sus contrarios políticos, en el exilio, la cárcel o la clandestinidad, incluidos los nacionalistas democráticos catalanes, gallegos y vascos. Se trataba de superar, que no olvidar, la trágica y profunda división entre españoles causada por la Guerra Civil. Y así se consiguió lo que parecía imposible a muchos de dentro y a casi todos los de fuera: que la Transición en España se hiciera sin más violencias que las del terrorismo y fuera aceptada por la inmensa mayoría de españoles.
La Transición fue la obra tanto de políticos que procedían del Movimiento Nacional como de otros que eran antifranquistas, muchos de los cuales estaban exiliados o en la cárcel. La habilidad y el coraje de Adolfo Suárez, nombrado por el Rey presidente del Gobierno, le convirtieron en el protagonista de la Transición. Pero también lo fueron los políticos de la oposición al régimen franquista: Felipe González, Alfonso Guerra, Santiago Carrillo, Marcelino Camacho, Nicolás Sartorius, los catalanes Joan Raventós, Carner, Jordi Pujol, Antón Cañellas, los nacionalistas vascos Ajuriaguerra, Xabier Arzalluz...
Como lo fue el presidente de la Conferencia Episcopal española, el cardenal Tarancón, al proclamar la necesidad de que acabara la división entre españoles causada por la Guerra Civil y de una separación, porque era lo mejor para los dos, entre la Iglesia católica y el Estado; una Iglesia que, a juicio de muchos, todavía estaba marcada por su apoyo al régimen anterior.
Todos los que la vivimos conocimos el esencial papel de Torcuato Fernández Miranda en las Cortes franquistas y el del general Manuel Gutiérrez Mellado en las Fuerzas Armadas. Leopoldo Calvo-Sotelo puso en pie la estructura de lo que fue la UCD. Con él estuvieron políticos azules -Rodolfo Martín Villa, Fernando Abril, Pío Cabanillas-, demócratas cristianos -Landelino Lavilla, Marcelino Oreja, Íñigo Cavero-, liberales -Joaquín Garrigues, Muñoz Peirats, Satrústegui-, socialdemócratas -Fernández Ordóñez, García Díez, Carlos Bustelo-, por citar algunos de los más importantes.
Ese consenso básico, institucionalizado en los Pactos de La Moncloa (esencial fue la autoridad doctrinal de Enrique Fuentes Quintana), permitió pactar la Constitución de 1978 y crear un espacio político democrático de convivencia y diálogo. Y ello a pesar de la profunda crisis económica, del brutal y sangriento terrorismo etarra y del fracasado golpe de Estado del 23-F de 1981. La Transición terminó con el traspaso ordenado, leal y pacífico del Gobierno presidido por Calvo-Sotelo al Gobierno socialista de Felipe González, al ganar éste por aplastante mayoría las elecciones de 1982. Triunfo que, a mi juicio, supuso la consolidación de la democracia y de la monarquía constitucional y parlamentaria.
No me parece cierto que fueran una nueva transición ese triunfo electoral del PSOE de Felipe González o el del PP de José María Aznar en 1996; ni tampoco el del PSOE de Zapatero en 2004.
Sí hubo, en la última etapa de Felipe González, en la segunda de Aznar y en la primera de Zapatero, una lucha parlamentaria más violenta, dura y descalificadora para ganar, conservar o recuperar el poder perdido. Pero esto no nos diferencia mucho de las demás democracias europeas y occidentales. En ellas, como en España, las elecciones, más que ganarlas la oposición, las pierde el partido que gobierna. O las gana el Gobierno porque la oposición se divide o deja de ser una alternativa creíble.
Desde la Transición, las circunstancias, sociales, económicas y políticas, han cambiado mucho en España y en el mundo globalizado en el que vivimos. En España, los traspasos de competencias importantes a las autonomías -educación, sanidad...- han producido en todas un aumento de su poder social y político y, además, la inadecuación de su sistema de financiación actual. Se ha radicalizado el soberanismo nacionalista en Cataluña, y asimismo en el País Vasco con el plan Ibarretxe. Pero no es menos cierto que en las últimas elecciones generales el PSC ha quedado en Cataluña por delante en votos de CiU, y que Esquerra Republicana ha perdido todo lo que ganó en noviembre de 2003. Y que en el País Vasco el PSE ha quedado como el primer partido en Álava y Guipúzcoa y, por primera vez en estos 31 años de democracia, en Vizcaya.
España no se rompe, aunque con tonos apocalípticos lo proclama la extrema derecha y algún destacado miembro del PP. Como testigo o ciudadano, he oído lo mismo desde que se aprobó la Constitución y los Estatutos vasco y catalán. En cambio, expertos europeos y españoles sostienen que el dinamismo español en lo social y económico se debe en gran parte a la descentralización autonómica. Ahora bien, lo que nunca oí en las negociaciones con ETA, como miembro de los Gobiernos de Suárez y de Calvo-Sotelo y como ciudadano en tiempos de Felipe González y de Aznar, es que se traicionaba a nuestras víctimas del terrorismo o se entregaba el País Vasco a ETA.
Tampoco son una segunda transición negativa los dos triunfos electorales del Partido Socialista de Zapatero. Las leyes de su primera etapa estaban anunciadas en un programa electoral votado por la mayoría de los españoles. Y en el caso del Estatuto de Cataluña, recurrido ante el Tribunal Constitucional, el Gobierno tripartito formado en 2003 declaró prioritaria, como también CiU, la reforma del anterior Estatuto; y ello cuando se creía que el PP ganaría las elecciones generales de 2004.
Ahora hay, sin embargo, una novedad importante en lo que respecta a la Iglesia católica: su cambio de actitud respecto al Estado laico, que es lo que significa "no confesional" (artº 16, 3 C. E. Diccionario de la RAE, 2). Tres apartados de la nota de la Comisión Ejecutiva de la Conferencia Episcopal del pasado diciembre -el consejo sobre el voto de los católicos, su juicio sobre la unidad de España y el juicio sobre el terrorismo- son de carácter político. Como lo son las declaraciones de algunos cardenales y obispos. Tienen constitucionalmente derecho a hacerlo, como cualquier otro agente político o ciudadano. Pero deben admitir que, al hacerlo, pueden recibir las mismas críticas y descalificaciones que los demás sujetos políticos o ciudadanos, sin que eso suponga un ataque a la Iglesia. Y también que la opinión política pública de un obispo o cardenal tiene el mismo valor que la de cualquier ciudadano. La nuestra es una democracia constitucional de ciudadanos libres e iguales.
A mi juicio, ciertas expresiones de condena frente al desarrollo de leyes aprobadas por mayoría en las Cortes debieran ser más medidas. Primero porque católicos creyentes, que también son Iglesia, las han criticado públicamente, y aún son más los que lo hacen entre amigos o conocidos. Segundo, porque dada la categoría eclesial de los que emiten esas opiniones, pueden dificultar o dañar la necesaria convivencia y el consenso político básico de la democracia constitucional.
Si queremos conservar y hasta recuperar consenso entre ciudadanos libres e iguales, cualesquiera que sean sus ideologías, convicciones morales o creencias religiosas, ese consenso nada tiene que ver con relativismos filosóficos o morales, sino con dejar de percibir al adversario político como un enemigo. Se trata de seguir viviendo en libertad y democracia; de dialogar para combatir el terrorismo y enfrentar nuestros problemas nacionales en estos tiempos difíciles, de cambios continuos; de ayudar, en lo que podamos, a la lucha contra el hambre, la enfermedad y la ignorancia en el mundo. Que el pasado irrepetible, con sus aciertos y errores, nos sirva de lección.
Alberto Oliart, ex ministro de Adolfo Suárez y Leopoldo Calvo-Sotelo.
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