sábado, 21 de marzo de 2009

Campo de minas


El PSE buscó maximizar sus opciones gracias a dos estrategias paralelas.
Con la apelación al cambio, se hurtaba voto al electorado del PP.
Con la invocación de la transversalidad, se intentaba contener en la abstención a los nacionalistas desfallecientes. El factor clave, con todo, era la desactivación del PP.
Un Partido Popular jibarizado habría quedado fuera de toda combinación parlamentaria, tanto en la hipótesis de un triunfo socialista, como en la de un triunfo insuficiente de los nacionalistas. En el primer caso, la caída probable de Ibarreche habría abierto el camino hacia un entendimiento con el PNV desde una posición de dominio socialista.
En el segundo, todo el mundo habría comprendido que los socialistas entrasen en el gobierno como socios menores del PNV, dada la imposibilidad matemática de construir una mayoría distinta. El PSE se habría presentado como un elemento moderador de la hegemonía nacionalista, no como una alternativa a ésta.
Por desgracia para el PSE, las elecciones han dado lugar a un escenario que no estaba previsto en el guión. El PSE ha experimentado un avance considerable. Pero queda ocho puntos por debajo del PNV... y tiene la posibilidad, ¡ay!, de sumar mayoría absoluta en el parlamento con un PP venido a menos, aunque no tanto como se pensaba.
Ello deja al PSE en la situación incómoda de quien se dispone a pronunciar una conferencia sobre la fauna marina, y descubre que su auditorio se compone de ornitólogos. El PSE, en fin, se había preparado para desempeñar un papel muy diferente del que la contingencia política le ha impuesto. Uncirse al PNV, estando en grado de hacer bueno el lema del cambio gracias a una asociación con el PP, le ocasionaría un daño enorme, al menos fuera del País Vasco. Así lo han percibido los socialistas, y parece que, salvo sorpresas, tendremos a López de lendakari y al PNV en la oposición. ¿Cómo se va a gestionar el nuevo reparto de poder?
No son pocos quienes auguran que populares y socialistas firmarán una asociación provisional, recelosa, y más orientada a minimizar costes inmediatos, que a gobernar en serio. El PP, parece claro, no se expondrá al reproche de que ha frustrado el cambio en el País Vasco. Votará, en consecuencia, la investidura de López. Es también preciso que ponga condiciones, acaso concretas, o quizá genéricas.
Pero luego vendría -tal aseguran los que van de realistas- el tío Paco con las rebajas. López no dejaría de observar con el rabillo del ojo al PNV, y por lo mismo, no iniciaría ninguna reforma de calado en materia de política lingüística, educación, u otras materias contenciosas. Una vez que el PNV hubiese puesto la casa en orden, esto es, jubilado a Ibarreche, el PSE volvería al viejo proyecto de partir garbanzos con los nacionalistas. Manteniéndose, claro es, López en la lendakaritza. ¿Todo en orden?
Yo diría que no. Para que el drama se desarrollase según anticipan los realistas, o como queramos llamarlos, tendrían que ocurrir tres cosas a la vez. Uno: que el PNV no se alborotara. Dos: que aceptase ser acólito del PSE a despecho de haberle sacado varias cabezas de ventaja. Tres: que el PP mantuviera su apoyo al PSE por mucho que le constara que le iban a dejar pronto compuesto y sin novia. Estas cosas son dudosas cuando se toman una a una, y su conjunción, muy improbable. No está de más, en consecuencia, detenerse a examinar la gran hipótesis rival. Reza como sigue: la reacción airada del nacionalismo forzaría, ahora sí, una unión firme, franca, de socialistas y populares, y por contigüidad o inercia, una recomposición del frente constitucionalista que fue derrotado en el 2001. Muy bien. La gran pregunta, es qué sucedería en el conjunto de España, y en particular, qué diablos podría hacer Zapatero, el cual ha montado en Cataluña una alianza de signo inverso, esto es, un acuerdo cuyo presupuesto es la superación del marco constitucional.
Quienes sostienen que el presidente no se siente intimidado por el principio de contradicción y es capaz de impulsar, simultáneamente, políticas incompatibles entre sí, subestiman el poder de las ideas, incluso de las ideas que preferiríamos no tener que defender. Hay momentos en que la política se radicaliza, como si obedeciera a una lógica que nadie controla. Éste sería uno de esos momentos. Es dable pactar con partidos opuestos en las distintas regiones, mientras lo que se negocia sea secundario y susceptible de ser dividido y troceado. Por ejemplo, el poder. La interpretación de la Carta Magna no entra, ¡ay!, en esa categoría. En último extremo, no deja de tener razón Urkullu cuando afirma que la unión de los votos del PP y del PSOE en el País Vasco debería responder a un acuerdo sobre «el modelo de Estado». Habría de sellarse, en definitiva, un pacto nacional entre partidos nacionales, que Zapatero no puede suscribir sin exponerse a un conflicto irresoluble con su filial catalana.
Ignoramos si Zapatero ha intentado, inútilmente, persuadir a López para que pacte con el PNV y no le meta en líos. O por el contrario opina, como una mayoría de los militantes y votantes del PSOE, que ha llegado la hora de bajar a la brecha y fajarse. Lo que está claro, es que lo del País Vasco es más que un damero maldito: es un auténtico campo de minas.

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