TODAS las opciones para luchar contra la crisis económica tienen en común la convergencia de los gobiernos en políticas globales básicas, simultánea al desarrollo de estrategias nacionales. Sin embargo, el problema al que se enfrenta el Gobierno español es que la evolución del Estado autonómico no facilita -y en algún caso hasta la excluye- la aplicación de una estrategia digna de llamarse nacional. No se trata de que haya más intervención del Estado en la economía, sino de que haya Estado suficiente para dirigir la política económica. A veces está resultando más fácil ponerse de acuerdo en Bruselas con veintiséis gobiernos europeos que en Madrid con las comunidades autónomas. El debate sobre la distribución de competencias y el proceso de federalización del Estado se ha encontrado con un nuevo planteamiento, forzado por la crisis y menos dúctil a las alegrías descentralizadoras que están adelgazando las instituciones centrales.
El Estado autonómico no tiene culpa de la crisis, pero un cierto papanatismo sobre sus beneficios ha satanizado herramientas que ahora serían muy necesarias para combatirla, como las que permiten a los Estados federales recuperar competencias o imponer planes comunes, porque el federalismo, en contra de lo que aparentan los nacionalismos, se basa en la fortaleza de las instituciones centrales para asegurar el interés nacional. El camino tomado por el Gobierno socialista con el Estatuto de Autonomía de Cataluña es el contrario al que conviene para dar al Estado esa fuerza de cohesión que tanto reclama el PSOE. El Estado de las autonomías no lo han reventado los centralistas reaccionarios, sino la izquierda nacionalista, como el PSC, y sus pactos con el nacionalismo separatista. Ahora es cuando, a la vista de la pobreza política del Estado, se pueden valorar los daños de la aventura confederal de Rodríguez Zapatero.
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