sábado, 28 de marzo de 2009

De aquellos polvos... ¡Éstos lodos!.


BASTARÍA leer un poco a Aristóteles para entender las razones de la crisis arrasadora -auténtica plaga bíblica- que estamos padeciendo. Aristóteles define la economía como «la administración razonable de los bienes que se necesitan para la propia vida», es decir, administración de los bienes naturalmente necesarios. Y, frente a la ciencia de la economía, sitúa la «crematística», que es el «arte de enriquecerse sin límites». La crematística es perversión de la economía, mediante la conversión de la riqueza en «ídolo de iniquidad»; consiste en sustituir la naturaleza económica del dinero (instrumento de cambio que nos permite comprar bienes y producirlos) por una naturaleza crematística, en la que el dinero puede producir frutos que aumenten nuestras riquezas, como las vacas producen leche. Pero frutos sólo pueden producir las cosas que no se consumen con el uso; y el dinero es, por naturaleza, consumible: se consume cuando lo gastamos; y se consume también cuando lo prestamos. La conversión del dinero en «ídolo de iniquidad» consiste, precisamente, en hacer creer a la pobre gente engañada que el dinero se puede ordeñar como si fuese una vaca; fantasmagoría que en el Occidente cristiano fue introducida por el calvinismo, y que el liberalismo incorporó como dogma de la nueva idolatría. Ahora asistimos acojonaditos al derrumbamiento de esta idolatría.
Para que la economía degenerase en crematística hacía falta que la idolatría del dinero adquiriera rango de culto universal. Y para ello hubo que excitar en la pobre gente engañada el deseo -concupiscencia-de bienes innecesarios para la propia vida; hubo, en fin, que aumentar sus vicios, aumentando sus riquezas. Y como los vicios generan esclavitud y dependencia, las pobres gentes engañadas dieron en consumir ilimitadamente, para poder subvenir sus vicios de forma ilimitada. La producción de bienes, que debe ser controlada en consideración del bien común, se descontroló en beneficio de la idolatría, a la vez que se satisfacían las ansias de consumo de la pobre gente engañada. Los bancos empezaron a «fabricar» dinero que no existía, un dinero cuyo propósito ya no era subvenir las necesidades naturales, sino avivar la concupiscencia de la pobre gente engañada, exacerbando los vicios existentes y creando vicios nuevos. Y para que dicha exacerbación fuese descontrolada -sin límites- se idearon nuevos instrumentos de «fabricación» del dinero -tarjetas de crédito- y mecanismos publicitarios de incitación al consumo.
Dicen con involuntario cinismo los «expertos en economía» -lastimosos medioletrados que jamás leyeron a Aristóteles- que esta es, sobre todo, una «crisis de confianza». Y, en efecto, ha bastado que por un segundo fallase la «confianza» en la fantasmagoría para que la ilusión se desmoronase y la plaga se desatara. Pero no les basta con habernos mantenido engañados mientras duraba la idolatría; ahora que la idolatría se derrumba y el dinero ya no se puede ordeñar, pretenden ordeñar nuestra credulidad... y nuestro bolsillo. Y nos ocultan que los bancos están quebrados, nos ocultan que la fantasmagoría se ha disipado, en la creencia de que nuestra dependencia de los vicios que artificialmente provocaron en nosotros nos obligará a asumir las privaciones más ímprobas, con tal de poder disfrutarlos de nuevo en el futuro. Se disponen a saquear nuestros ahorros, a apedrearnos de impuestos y exacciones, a privarnos de los bienes naturalmente necesarios, a cambio de mantener en pie la idolatría. Todavía tienen que perpetrar el sacrificio último; todavía tienen que ordeñarnos hasta la consunción. Y confían en que, de la mano de su falso mesías negro, caminemos dóciles, como corderos al matadero, hacia el altar del sacrificio.

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