Isabel San Sebastian escribe en El Mundo
Vienen a mi memoria los rostros anónimos de esos cientos de guardias civiles, policías y militares vilmente asesinados por cumplir con su deber de defender la legalidad y servir a la patria. Las fotografías amarillentas de esos pioneros que, desde las filas de UCD, intentaron llevar la democracia también al País Vasco y fueron exterminados por los pistoleros etarras o bien condenados al hielo del exilio, ante la indiferencia cómplice de la mayoría de sus conciudadanos. Los interminables listados de «víctimas colaterales del conflicto» -según la siniestra terminología terrorista- aniquiladas en el altar de ese delirio identitario alimentado de cadáveres. Los nombres y apellidos de los héroes políticos de un tiempo en que la política carece por completo de heroicidad y de gloria: Isaías Carrasco, Enrique Casas, Gregorio Ordóñez, Fernando Múgica, Miguel Angel Blanco, José Luis Caso, José Ignacio Iruretagoyena, Alberto y Ascen Jiménez Becerril, Tomás Caballero, Manuel Zamarreño, Jesús Maria Pedrosa, José María Martín Carpena, Manuel Indiano, José Luis Casado, Francisco Cano, Fernando Buesa, Juan María Jaúregui, Erenest Lluch, Froilan Elespe, Manuel Giménez Abad, José Javier Múgica, Juan Priede, Joseba Pagazaurtundúa y tantos otros que sobrevivieron pero extraviaron la sonrisa.
Estamos en deuda con ellos. Lo están, más que nadie, quienes van a alcanzar el poder. Por eso hay dos tareas que deben llevar a cabo inexcusablemente en su nombre: derrotar a sus verdugos y conquistar la libertad pagada con tanta sangre.
Estamos en deuda con ellos. Lo están, más que nadie, quienes van a alcanzar el poder. Por eso hay dos tareas que deben llevar a cabo inexcusablemente en su nombre: derrotar a sus verdugos y conquistar la libertad pagada con tanta sangre.
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