A falta de una evaluación fiable de sus daños y consecuencias reales, el accidente de Fukushima ha expandido ya a escala planetaria un severo escape de radiactividad política.
El lobby antinuclear —que existe como existe un lobbyfavorable, y con idéntica o mayor pasión activista— se ha lanzado en tromba a tratar de recuperar con agitación oportunista las posiciones que venía perdiendo en el largo debate sobre la energía atómica. Y ha cosechado triunfos rápidos a lomos del Caballo Pálido —«el infierno le seguía»— y de la estructura emocional de los estados de opinión pública.
Merkel ha aplazado su plan de expansión de centrales y Obama titubea en medio de una fuerte tormenta sociológica; en período preelectoral los gobernantes temen más las fugas de votos que las de partículas y atienden a su propio blindaje más que al de los reactores de plutonio.
Ningún estratega político aconsejaría profundizar en este debate bajo la psicosis de una sacudida emotiva.
Sucede que al Gobierno español le ha pillado el problema a contrapié de sus habituales indefiniciones.
Se puede estar a favor o en contra de la energía nuclear, y ambas posturas son legítimas y respetables aunque a menudo estén contaminadas de prejuicios, pero cuando se tiene responsabilidad de poder conviene atenerse a algún criterio y no dar bandazos retráctiles.
Eso es exactamente lo que han hecho los zapateristas respecto a la vida útil de las instalaciones actuales, cuyo calendario de cierre sometieron primero a sus caprichosos mantras ideológicos —a despecho de juicios e informes técnicos— para acabar forzados a envainarse el órdago.
Ahora quizá se sientan incómodos porque el sensato viraje les haya cogido, ya es mala suerte, con el pie cambiado en plena polémica internacional; son los efectos derivados de la ausencia de una opinión clara.
En medio del viejo debate sobre las energías milenarias aflora el verdadero carácter de los supervivientes
martes, 15 de marzo de 2011
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