Espeluzna pensar qué es lo que ocurriría si, a la postre, en Japón sucede lo peor, lo más inverosímil, lo que nadie plantea.
Imagínense ustedes que, al cabo de unos días, de unas cuantas semanas, de unos pocos meses, un país devastado logra ponerse en pie y se enjuga las lágrimas y mira hacia el futuro en vez de hacer pucheros sobre las ruinas del presente.
Figúrense que, al cabo, las centrales aguantan, que el espantajo nuclear vuelve a su madriguera y que los pregoneros del Apocalipsis-Non Stop, en vivo y en directo, se tienen que embaular las profecías y envainarse la lengua allá donde les quepa.
Pongámonos, pues, en lo peor, aunque a muchos les pese, y concedamos que Fukushima no es Chernóbil, que el holocausto radiactivo brilla por su ausencia y que la técnica no sólo no es letal sino que ayuda a soportar los prontos asesinos de la Naturaleza.
Lo que espeluzna, entonces, es asumir hasta qué extremo la indigencia moral le ha fundido los plomos a los representantes de la sociedad opulenta. Lo que nos avergüenza es haber reaccionado ante el temblor encadenando tembleque tras tembleque. Lo que produce vértigo —por no decir que asquea— es que el conteo de los votos se desarrolle en paralelo a la suma de los muertos.
De entre los escombros sembrados a capricho por un demiurgo aciago emerge una sociedad que emite signos de esperanza acerca de la naturaleza humana, buenas noticias sobre nosotros mismos, pruebas fehacientes de que hay principios y valores que cotizan aún en el parqué de la esperanza.
Una nación barrida por el mayor terremoto de la historia y abismada después por el «terremato» del tsunami está dando un ejemplo de entereza, de determinación y de coraje que, sin embargo, no se amolda a los parámetros del «share» de las catástrofes mediáticas. Ni el más leve asomo de histeria, ni un amago de desesperación, ni un conato de hurto, ni un indicio de ira o de barbarie. El hecho de que la vida continúe conlleva el que se hunda el espectáculo.
Los japoneses se enfrentan a la crudeza de su destino con la misma obstinación, frialdad y dureza con las que superaron un conflicto mundial, dos bombardeos nucleares y un estado de guerra permanente con los pilares de la tierra, con sus propias entrañas.
El carácter de un pueblo se forja en las dificultades.
Caer y levantarse: tiempo habrá, andando el tiempo, de sacar conclusiones y de endosarle la nota a quien deba pagarla. El orden en Japón es la respuesta racional, madura, civilizada a la arbitrariedad pagana de la pachamama; la versión contemporánea de la ataraxia monacal aplicada al vaivén de las catástrofes.
Y de momento, han logrado poner en marcha el Metro, abrir la Bolsa, salvar a los vivos y aplazar el duelo. A la espera de un desenlace atómico en «prime time», los indescifrables héroes de una estirpe indomable recomponen templos de papel y reconstruyen fábricas de acero, trabajan y conspiran contra los elementos, luchan y se adaptan. Europa, por su parte, avizora a distancia el escenario como si fuera un jubilado que regala consejos, batallitas y cábalas a la cuadrilla de peones de las obras del barrio. Ése es el titular que nos escamotean en los telediarios. En medio del viejo debate sobre las energías milenarias aflora el verdadero carácter de los supervivientes, de los empecinados, de una especie en vías de extinción que al parecer no le preocupa a casi nadie. Tomás Cuesta
martes, 15 de marzo de 2011
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