Nunca se había visto tan espídico a José Blanco, el gallego tranquilo que suele rubricar con una sonrisa afable (¿o es efecto de la miopía operada?) incluso el exabrupto más tosco, al que es tan aficionado.
Esa mañana, Blanco se mostró inusualmente faltón con los periodistas: yo he sido quien ha decidido apartar a Zapatero de la campaña para el 22-M y no me da la gana explicar por qué.
Que no quiera explicarlo es su problema, porque hasta el más parvo de los observadores ha elaborado su propia exégesis.
Casi todos la misma. Y que subraye con tanta insistencia que se trata de una decisión personal delata más bien lo contrario.
¿Si Zapatero hubiera insistido en implicarse activamente en la campaña, Blanco se lo habría impedido? Pero da igual Pedro que Juan. En realidad, el que ha decidido escamotear al líder ha sido el pánico que se ha apoderado de los candidatos socialistas y de sus cargos electos.
El objetivo declarado de la decisión, seguramente filtrado por el propio Blanco, es no hacer el juego al PP convirtiendo la próxima campaña en un debate general, y el voto del 22-M, en un plebiscito sobre el presidente del Gobierno.
Inútil propósito. Cualquier elección de esa amplitud constituye un test de carácter nacional, lo quieran o no sus candidatos, en especial cuando cunde la percepción de un cambio de ciclo; y se convierte, por eso mismo, en un presagio de lo que ocurrirá en las siguientes generales. Sucedió en 1981 y en 1995.
Se trata, además, de la primera cita electoral importante tras la crisis.
Imposible privar a tanto ciudadano cabreado del placer de castigar a quien considera responsable de sus males, aunque lo hayan escondido detrás del biombo.
La tarea de Blanco, por tanto, no consiste en ejercer de prestidigitador, sino en invertir esas inclinaciones. Difícil, incluso para él.
EDUARDO SAN MARTÍN
domingo, 13 de marzo de 2011
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