El vandalismo anticatólico se beneficia de la comprensión de cierta prensa sedicentemente democrática
JON JUARISTI.
ME he acordado mucho estos días de mi amigo Alfonso Botti, hispanista italiano especializado en la historia de la Iglesia en la España contemporánea. Alfonso es un historiador brillante y un hombre de izquierdas al que exaspera la debilidad mental de los medios progresistas españoles cuando se enfrentan con el hecho religioso.
Podría haberme acordado de sensatos críticos conservadores, al observar el tratamiento mediático del asalto a la capilla universitaria de Somosaguas perpetrado el pasado día 10, pero lo que verdaderamente he echado en falta es una figura como Botti, alguien que, desde la izquierda, pusiera a los periodistas de izquierda ante la evidencia de su estupidez colectiva. Sin embargo, lo último que tuvimos de ese género en España fue el Unamuno socialista, cuyas denuncias de la necedad anticlerical de los publicistas vascos del primer PSOE son comparables a la famosa definición que Bebel hizo del antisemitismo de su tiempo: «El socialismo de los imbéciles». Ya hace un siglo largo que la izquierda española no alumbra a nadie de su talla.
El problema, en efecto, no reside en el puñado de histéricas que montó el numerito satánico en la mencionada capilla, porque la coprolalia, el exhibicionismo y las logorreas blasfematorias, con o sin megáfono, son sólo síntomas, bien de neurosis o de posesión diabólica.
Las familias de las implicadas no deben desesperar, porque ambas disfunciones tienen cura.
La terapia psicoanalítica es larga y costosa, pero hay otros métodos para calmarlas —al menos, durante una temporada— que ya probaron su eficacia en los días del eximio Charcot.
Si fallaran, queda un par de ermitas galaicas a las que recurrir antes de pensar en Lourdes.
Lo preocupante, digo, no está tanto en estas pobres piradas como en sus hermeneutas de la prensa progre. Los hay que hablan de un regreso del mayo del 68, cuando es evidente que a aquéllas no las ha enloquecido un 68 del que ni han oído hablar, sino acaso un abuso del 69.
Y, desde luego, la lectura de ciertos periódicos desde los que se ha tratado de cabestros a los obispos, se han prodigado chistecillos ingeniosos sobre las violaciones de monjas y ahora se circunscribe la indignación por los hechos de Somosaguas a «sectores católicos y conservadores».
¿Qué habría dicho Unamuno al respecto?.
La fantochada de Somosaguas es equivalente a las alegres profanaciones de cementerios judíos franceses como el de Carpentras, que preludiaron ataques terroristas a sinagogas y derivaron finalmente en una situación de acorralamiento de los judíos por la izquierda antirracista.
Tales hechos no se produjeron bajo un régimen pronazi, sino en una democracia, y si no han llegado más allá es porque en Francia este tipo de delitos preocupan por igual a todos los demócratas, judíos y gentiles, conservadores y progresistas, y la prensa, aun la más progre, se cuida mucho de reírles las gracias a los nuevos antisemitas y negacionistas de la extrema izquierda.
El anticatolicismo español, por el contrario, ha encontrado comprensión maternal en un periodismo teóricamente democrático y un cómodo terreno de pruebas en determinados campus universitarios beneficiados por la impunidad, al amparo de una autonomía manipulada.
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