Uno de los mayores errores que hemos cometido las mujeres ha sido el aceptar la idea de que para combatir la discriminación hay que discriminar.
Es como si se propusiese, para combatir la esclavitud, esclavizar a los amos
Este error, que se ve más claramente cuando se cambia el contexto, es defendido especialmente en un día como hoy, señalado en el calendario como Día Internacional de la Mujer.
Detrás de la ingenuidad de creer que por conceder un día especial a las mujeres la sociedad va a recapacitar acerca de lo importante que es la población femenina hay un oscuro intento de controlarlo todo, empezando por la mujer.
Es verdad que en determinadas empresas hay diferencias salariales en función del sexo, y que hay mujeres maltratadas y mujeres que mueren a manos de sus (ex) parejas.
Es verdad que hemos pasado de no tener alma, eso pensaban en la antigua Grecia, a necesitar la firma de un familiar varón para abrir una cuenta corriente, en la España franquista.
Pero en la actualidad, y gracias al sacrificio y esfuerzo de muchas mujeres que nos precedieron –unas de cara al público, como feministas militantes, y otras simplemente exigiendo igualdad ante la ley–, las cosas no son así.
Probablemente esas mujeres luchadoras sentirían espanto al contemplar en qué han quedado sus reivindicaciones.
Hemos pasado de las manos del padre a las del marido, y de ahí, directas, a las del Estado.
Y lo que es aún peor: quienes pretenden esclavizar de nuevo a la mujer son otras mujeres. No dudo de que tengan muy buenas intenciones, pero los resultados cantan.
El problema de fondo es el mismo que se planteaba en la antigüedad.
¿Quiénes eran los hombres para decidir si las mujeres tienen o no alma? La cuestión, hoy en día, es la igualdad entre hombres y mujeres.
¿Quién son esas feministas colectivistas para decirnos a las demás mujeres si somos o no iguales a los hombres? Mientras las leyes se apliquen por igual a ambos sexos, lo de menos es que venga una indocumentada a repartir certificados de garantía igualitaria.
A pesar de lo obvio que parecen estos argumentos, la mayoría de las mujeres sonríen encantadas cuando les felicitan en su día y se entretienen recordando lo mala que es la llamada violencia de género, lo maravillosas que somos las mujeres, las diferencias salariales y que no hay mujeres en puestos directivos.
Juegos infantiles.
La violencia es mala cuando no es en defensa propia, tanto si el agredido es un hombre como si es una mujer. Y si hay más violencia contra las mujeres es, entre otras cosas, porque nuestras madres y nuestros padres no nos enseñan a defendernos y nuestros gobernantes se aseguran de que no lo hagamos.
Si tu pareja te pega, denuncia. ¿A quién? ¿A una justicia que desde hace años nos da miles de razones para dudar de su eficiencia?. No, primero, defiéndete, si sabes y ves la oportunidad. Y eso implica aprender a nivelar la diferencia física entre hombres y mujeres, lo que sería posible con la libertad de armas.
No hay mujeres en puestos directivos. ¿Y qué? ¿Hay una confabulación de hombres para que no asciendan las mujeres? ¿Y la solución es crear leyes que obliguen a los hombres a ceder puestos directivos? Los datos dicen que es al revés, las cuotas aseguran que las minorías sigan siéndolo. Los estudiantes afroamericanos que estudiaron en grandes universidades americanas por cuota salieron peor preparados porque se era condescendiente con ellos, y al graduarse engrosaban las filas del paro.
¿Por qué no hay más mujeres empresarias? Porque hay que arriesgar. Pues a lo mejor el problema (si es que es un problema) es que la mujer es más conservadora, dedica su tiempo a cosas diferentes que las que ocupan al hombre y tiene otra escala de valores. ¿Ser jefe es lo más importante? Pues la que quiera serlo, que arriesgue y monte su empresa. La solución de dar ayudas a empresarias por el mero hecho de ser mujeres perpetúa la diferencia, la cristaliza, y deja a la mujer a merced del expendedor de las ayudas, sea hombre o mujer.
Los enemigos de las mujeres no son los hombres, tampoco lo son otras mujeres.
Unos y otras funcionamos según los incentivos que se nos presentan. Y esos incentivos dependen de los legisladores, los gestores políticos, los jueces... Pero también de quienes votan y de quienes se abstienen/nos abstenemos.
En el siglo XXI, en un continente que pertenece a lo que se llama "Primer Mundo", con pleno acceso a la universidad y a las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, ¿vamos a seguir las mujeres comprando el cuento del falso feminismo que nos vende el Estado?.
La machacona insistencia en la igualdad no hace sino abrir la brecha de la diferencia; pero es que además es una excusa perfecta para que el Estado compre nuestra libertad a base de subvenciones, privilegios, cargos...
El día que la mujer se rebelde de verdad contra el verdadero negrero empezaremos a caminar en la buena dirección. María Blanco.
viernes, 11 de marzo de 2011
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