Recuperando un artículo antiguo.
Por CARLOS SECO SERRANO, de la Real Academia de la Historia.
HACE pocos días, y en el coloquio que un grupo de académicos sostuvimos con los medios de comunicación, a propósito del ciclo de conferencias que la Real Academia de la Historia dedica a los veinticinco años de vigencia de la actual Constitución española, señalé que en el desafío lanzado por Arzalluz al afirmar que ni la Guardia Civil podría impedir el referéndum en que debe culminar el «plan Ibarretxe», se transparentaba, aunque parezca contradictorio, un claro anhelo: ¡qué más querría Arzalluz que poder denunciar a los cuatro vientos la imagen de una nación -Euzkadi- «ocupada» por la fuerzas armadas de un «Estado ajeno e imperialista»! El presidente Aznar se resiste a caer en esa trampa: apela siempre a las vías jurídicas y constitucionales para replicar a las locas iniciativas, a todas luces ilegales, adoptadas por el nacionalismo vasco -apoyado siempre por la violencia etarra.
Pero es el hecho que las vías jurídicas y constitucionales vienen siendo sistemáticamente ignoradas -y burladas- por el señor Ibarretxe. Batasuna, puesta fuera de la ley tanto por el Tribunal Supremo español como por el Parlamento europeo, sigue teniendo voz y voto en el Parlamento de Vitoria. Y no me cabe duda de que, con idéntica desfachatez e insolencia, se llegará al famoso «referéndum». ¿A qué medios constitucionales habrá de acudir fatalmente, algún día, el Gobierno del Estado para conseguir que la Ley se respete en Euskadi? Constitucionales son, al fin y al cabo, puesto que figuran en el texto de la Constitución, sus artículos 8 y 155. No digo más.
De una forma u otra, el «plan Ibarretxe» está condenado a fracasar. Lo afirmó, en el coloquio mencionado, el profesor Artola -vasco él, por cierto-: «Todo el mundo está convencido de que no tiene ninguna posibilidad de prosperar. Supongo que entre éstos también se encuentra el propio autor» (Ibarretxe). Pero he de añadir -como lo hice ante los medios de comunicación- que, estimulados por las desmesuras de la comunidad vasca, otras comunidades autónomas apuntan, con más o menos rotundidad, a un horizonte «federalista» -en el caso catalán, en todo caso, a una «federación asimétrica», lo cual ya de por sí se despegaría de una ortodoxia federal. Apelar a ello supone una nueva forma de destruir la Constitución actual: la Constitución que ha permitido que por primera vez en toda su historia los españoles vivamos pacíficamente en una legalidad democrática garante de todas las libertades deseables -los dos ensayos anteriores (1869, 1931) naufragaron en poco tiempo, porque no se basaron en el consenso, sino en la ruptura.
Hace muchos años -en uno de los debates más interesantes de las Constituyentes republicanas-, Ortega y Gasset precisó, con nítida claridad, la diferencia que separa los conceptos «federación» y «descentralización autonómica». «El autonomismo -decía Ortega- reconoce la soberanía del Estado y reclama poderes autónomos secundarios para descentralizar lo más posible funciones políticas y administrativas. En cambio, el federalismo no supone el Estado, sino que a veces aspira a crear un nuevo Estado con otros Estados preexistentes, y lo específico de su idea se reduce exclusivamente al problema de la soberanía. Un Estado unitario que se federaliza es un organismo de pueblos que se retrograda y camina hacia su dispersión».
Hay una coyuntura histórica -siempre hay que acudir a la Historia para entender el presente: a la Historia real, por supuesto, y no fantaseada al estilo de Sabino Arana- que algunos han pretendido presentar como el «modelo federal» en que se basó la unidad nacional operada por los Reyes Católicos. Si tenemos en cuenta la definición orteguiana, esa versión dista mucho de la realidad. Los Reyes Católicos no fundaron su Estado mediante la reunión de otros Estados preexistentes, es decir, de otras entidades históricas que siempre fueron ajenas entre sí. Lo que hicieron fue integrar en lo que ya había sido una previa unidad, lo que determinados acontecimientos históricos mantuvieron disperso durante siglos, sin que jamás desapareciese en esos núcleos dispersos la clara conciencia de la realidad unitaria de la que procedían y a la que deseaban volver.
Lo expresó magistralmente Nebrija, en la dedicatoria de su Gramática a la Reina Católica, refiriéndose a «la fortuna y buena dicha» con que la Soberana había logrado que «los miembros y pedazos de España que estaban por muchas partes derramados», volvieran a juntarse «en un cuerpo y unidad de Reino, la forma y trabazón del cual así está ordenada, que muchos siglos, injuria y tiempos no la podrán romper y desatar».
Según el ilustre humanista, lo que los Reyes Católicos hicieron fue, pues, integrar -o reintegrar- en un solo cuerpo lo que anómalamente había permanecido disperso y derramado durante mucho tiempo; no se trató, pues, de juntar Estados sin conexión alguna, lo que hubiera significado una federación impuesta. Ahora bien, esa integración -o reintegración- de los Reyes Católicos se hizo, desde luego, con expresa voluntad descentralizadora.
Acudir ahora a falsear la historia volviendo los ojos a un supuesto antecedente federalizador, es inadmisible. Intentar convertir a España en una federación supondría, como dijo Ortega, una retrogradación: ir contra la Historia.
Y es que, como alguna vez señaló el inolvidable don Emilio García Gómez, el problema de los españoles es que no han sabido digerir su historia. Me pregunto yo: ¿digerir o conocer?.
miércoles, 22 de abril de 2009
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