lunes, 12 de enero de 2009

¡Disfrute de la vida como un señor ateo!


LOS señores ateos quieren empapelar los autobuses con anuncios incitadores al disfrute de la vida.
(…) Pues ya se sabe que nada consuela tanto al enfermo como conseguir que su enfermedad se contagie a otros; pero se trata de un consuelo cetrino y miserable.
Dios, según el estrafalario sentido de la realidad de estos señores ateos, es un ser tiránico que abruma y aflige a los hombres.
(...) Pero, si leemos las Escrituras, descubrimos que Dios no hace otra cosa sino invitarnos a un banquete eterno; y, cuando por fin se decide a acompañar a los hombres en su andadura terrenal, ¿qué es lo primero y lo último que hace? Pues lo primero que hace, nada más iniciar su vida pública, es transformar el agua en vino, para que los convidados de una boda puedan cantar y bailar alegremente; y lo último que hace es proponer a sus amigos que, cada vez que quieran rememorarlo, prueben el fruto de la vid. ¡Extraño modo de abrumar y afligir a los hombres!
A simple vista, la vida del creyente parece una muralla erizada de arduas privaciones; pero, salvada esa muralla, encontramos las danzas de los niños y el vino de los hombres. La vida del señor ateo, por el contrario, parece a simple vista encantadora y risueña; pero adentro se retuercen las serpientes de la desesperación.
¿Y qué es la desesperación? «Desesperación -decía Leonardo Castellani- es el sentimiento profundo de que todo esto no vale nada y el vivir no paga el gasto y es un definitivo engaño; y este sentimiento es fatalmente consecuente con la convicción de que no hay otra vida».
La desesperación suele disfrazarse de alegría vocinglera; pero esta poseída de una sorda sed de destrucción y nihilismo. Estos señores ateos afirman, sin embargo, que la suya es la religión del disfrute y la alegría; a la vez que tratan de convencernos de que el cristianismo es la religión del dolor. Lo cierto es que todo ser humano alberga dentro de sí una proporción de dolor y otra de alegría; lo que distingue al ateo del creyente es la distribución de esos dos componentes. El ateo hace depender esa alegría de los pequeños goces superficiales de la vida -el «comamos y bebamos, que mañana moriremos» de Menandro-, pero niega la alegría última de las cosas, porque está enfermo de una desesperación incurable. Al creyente, en cambio, no le están negados los goces superficiales de la vida; pero es capaz de sacrificarlos, o de tomárselos a broma, porque su gozo secreto está puesto en una alegría más fundamental. ¿Quién es más hombre? ¿Quien reserva su alegría para lo fundamental y sus penas para lo superficial o quien hace lo contrario? La alegría del ateo está constreñida al disfrute de unos pocos placeres mundanos y su dolor se expande por la inconcebible eternidad; puede agitar sus miembros en un éxtasis de abracadabra, y hasta entregarse al baile de San Vito, mas no por ello su cabeza dejará de estar hundida en un abismo desalentador, sin esperanzas ni anhelos. El dolor del creyente está, por el contrario, constreñido a unas pocas cosas fútiles, pero su alegría es ancha y venturosa, como una tarde pasada a la sombra de una encina leyendo las Geórgicas de Virgilio.
Decía Chesterton que la alegría, que es la pequeña publicidad del pagano, es el gigantesco secreto del cristiano. Por eso los señores ateos quieren pregonar su alegría pequeñita en los autobuses; porque saben que sus disfrutes no duran más que lo que tarda un autobús en cubrir su itinerario. Lo que viene después -también lo saben- es la desesperación; y como la desesperación engendra desconsuelo, quieren consolarse contagiándosela a los demás. Vanos pataleos de chiquilines emberrinchados.
JUAN MANUEL DE PRADA. Lunes, 12-01-09