lunes, 26 de enero de 2009

La memoria histórica del otro bando


LA IGLESIA HA EMPRENDIDO la mayor y más compleja operación de búsqueda de víctimas de la represión republicana.

Durante dos años, miles de cuerpos fueron arrojados a una mina toledana.

Ésta es su historia. Setenta y tres años después, Jesús, «el cangrena», lo cuenta como si hubiera ocurrido ayer mismo. Como si, en lugar de estar sentado en el salón de su casa, al abrigo de sus 84 delicados años, de sus problemas de huesos y de este ventoso viernes de enero, siguiera aún atrapado en aquel sofocante día de agosto del 36, en la carretera que lleva a Manzanares, ayudando a los hombres del pueblo a bachear el camino.
-¿Esta vereda va a la carretera general que lleva a Madrid?, preguntó uno de los milicianos cuando bajó del vehículo.«Y yo, mire usted, tenía 11 años, y tenía mi curiosidad. Mientras los hombres le indicaban el camino me engarabité a la rueda del camión. Alcé la lona y vi a mucha gente "matáda". Lleno, lleno. Habría 40 o 50 cadáveres, qué se yo. Bajé al suelo y en cuanto se fue el camión me puse a llorar».
Lo vuelve a hacer ahora, como un niño. 72 años después. «¿"Ustéd cree que hay derecho a que un chico de 11 años vea eso"? -pregunta al periodista-. Y así no lo hubiera visto. No "me se" olvida. Lo tengo metido aquí». El dedo índice apunta su sien.
Por desgracia, es muy probable que el miliciano que conducía la camioneta y sus dos acompañantes encontraran la vereda. Y el camino a Madrid. Y llegaran poco después a su destino, la mina romana de Las Cabezuelas, en el pueblo toledano de Camuñas.
Lo que allí ocurrió lo saben todos en la comarca. Uno a uno, los cuerpos que llevaba la camioneta fueron arrojados al pozo. Después de veinte metros de caída libre, clack, el ruido de los huesos al chocar. Y vuelta a empezar. La historia que cuenta Jesús es de sobra conocida en Herencia, su pueblo, como lo es en el vecino Camuñas y en toda esta comarca manchega a medio camino entre Toledo y Ciudad Real.
Durante dos años y medio, entre julio del 36 y principios del 39, la mina de Las Cabezuelas se convirtió en un gigantesco cementerio para el bando nacional.
¿Cuántos fueron arrojados allí?.
Los más conservadores dicen que hay evidencias de varios centenares. Otros aventuran que podrían ser más de 10.000. Pero la versión más extendida habla de entre 5.000 y 6.000 desaparecidos, procedentes de los pueblos de alrededor y de, al menos, dos checas de Madrid, la del socialista Agapito García Atadell y la de Fomento o de Bellas Artes, la más aterradora de todas. «Esto es como Paracuellos, pero bajo tierra», susurran a media voz.
Todas las víctimas, menos una, eran del bando nacional. La mayoría habían sido fusiladas antes, pero otras eran empujadas con vida. Había pocos políticos, algunos religiosos y muchos seglares, gente de campo y pequeños comerciantes, que sólo tenían en común ser creyentes. «Todas las víctimas, menos una».
La una es un miliciano. Según la leyenda, su acto de valentía en la boca del pozo era empujar al sacerdote Don Antonio Cobos. En el último momento, el religioso se zafó y se agarró a él. Los dos, víctima y verdugo, cayeron juntos. Ahora, el secreto a voces está a punto de desvelarse.
El Arzobispado de Toledo ha emprendido la mayor operación de memoria histórica del bando nacional, no sólo por la dimensión de lo que allí se puede encontrar, sino por la complejidad que entraña.
Nunca antes un equipo de espeleólogos había bajado hasta un pozo de estas características en busca de cadáveres de la Guerra Civil.
Nunca antes se había utilizado un georadar de gran alcance para inspeccionar un terreno así.
Y nunca antes había tantos hijos, nietos y sobrinos del bando ganador de la guerra pendientes de lo que allí se encuentre.
De momento, ya ha habido una primera incursión en la mina. El pasado 25 de noviembre, los espeleólogos de la Sociedad de Ciencias Aranzadi, puntera en España en esto de desenterrar memorias históricas (de uno y otro bando), bajaron al pozo por la boca auxiliar. Después de cinco horas de trabajo, se toparon con un cono de derrubios al fondo del túnel. No les dio tiempo más que a retirar parte de la arena. Sospechan que se quedaron a apenas unas paladas de los primeros huesos.
Aranzadi ha bajado sólo en seis ocasiones a pozos y cuevas en busca de víctimas de la Guerra Civil: en Badajoz se topó con 15 cuerpos, 13 en León, 10 en Gran Canaria. Y poco más.
En apenas unos días volverán a la mina, esta vez para retirar la lápida que cubre la entrada principal y adentrarse por un túnel de 20 metros en busca de los cuerpos.
Las balas de la evidencia.
La primera tentativa en Camuñas ha servido para confirmar dos de las sospechas.
Primera: que, como decían los vecinos, en el fondo del pozo hay un enorme montón de áridos y cal, que los republicanos llevaron al lugar en tres camiones y arrojaron por la abertura poco antes de que terminara la Guerra, cuando ya la daban por perdida, con el objetivo de destruir pruebas.
Y segunda: que allí se fusiló a gente. La empresa Cóndor Georadar, encargada del primer rastreo, necesitó sólo una hora para hallar las pruebas del delito. «En tan poco tiempo -explica su responsable, Luis Avial- encontramos junto a las bocas de la mina multitud de balas y casquillos de fabricación soviética y mexicana, que hemos confirmado que fueron los que se utilizaron en la Guerra».
Entre ellos, hay proyectiles con las fechas 1935 y 1936 en el culote. También monedas de la época, pendientes, crucifijos y un trozo de tela con un botón. El informe de la empresa es concluyente: «Dado que no hay constancia de enfrentamientos armados en este sitio, cabe relacionar indudablemente estas evidencias localizadas con los asesinatos de vecinos de la zona por parte de las autoridades republicanas o las milicias».
El padre de Miguel Martín-Benito, de Camuñas, es uno de los asesinados.
El 1 de agosto de 1936, cuando volvía a casa de arar en el campo, estaban esperándole unos milicianos. «Cámbiate al menos de ropa», le rogó su esposa. Hasta para encontrarse con su destino había que ir bien vestido. «Qué va, mujer, si en un momento estoy de vuelta», respondió. No regresó. Los primeros días los pasó en el calabozo del pueblo, convertido en improvisada checa. Su esposa le pasaba leche por las rendijas de la ventana. Pero un día no volvieron a verle. «De noche le montaron en un coche y se lo llevaron a la mina, junto a otros de los presos -relata su hijo-.
A mi padre le fusilaron, y con él al cura-párroco.
Pero otro que iba con ellos, Siméon, se salvó. Consiguió desatarse de las cuerdas y en un momento en el que el coche se paró consiguió escapar. Fue huyendo, de olivo en olivo, y no lograron prenderle».
Miguel tenía entonces 11 años. Y como Jesús, «el cangrena», llora cuando lo recuerda.
El alcalde de Herencia También llora Amador Rodríguez de Tembleque, vecino de Herencia. Su tío Victoriano, dueño de la finca donde se encuentra el pozo, es otro a los que arrojaron. Además, otros tres tíos suyos murieron. Pero su padre, Amador como él, se salvó. Era el alcalde de Herencia, y desde el principio supo que estaba en las listas.
«Intentó pasarse al frente nacional para combatir -relata su hijo junto a la lápida que cubre la mina-. Debía pasar a buscarle una camioneta con otros compañeros, pero no llegó nunca. Un chivatazo los había delatado. Todos menos él fueron asesinados». Pronto comprendió que su única escapatoria era huir con toda la familia a Madrid y esperar, agazapados, a que nadie les delatara

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