miércoles, 14 de enero de 2009

La materia de la historia


Por Horacio Vázquez-Rial
¿Por qué tanto interés por la historia en el mundo oficial?.
¿Por qué tantos autores dedicados a defender visiones y versiones de la Guerra Civil, del 11-M, del 11-S o de la Segunda Guerra Mundial?.
¿Por qué pretender que la verdad de lo sucedido en una guerra se dilucide en los tribunales?.
Tal vez porque la historia trate del presente tanto como del pasado.
Los que creen que la historia es una ciencia ligan su destino al del documento.
Los que, por el contrario, piensan que no es sino un relato se esfuerzan por delatar los fallos en el constructo generado por los otros. No obstante, todos hemos venido hasta ahora a coincidir en la idea de que la materia de la historia es el pasado. Contado desde el presente, pero siempre el pasado.
Yo empiezo a dudarlo. Y a sospechar que la materia de la historia es también, si no sobre todo, el presente. Y a estar seguro de que si el presente no es la materia de la historia, sí es su objetivo; de que el pasado se recrea constantemente en función de lo que ocurre hoy.
La idea de que la historia no es una sucesión de acontecimientos sino un relato la somete a las leyes de la narrativa.
Un relato requiere un punto de vista, lo cual constituye una primera limitación: el punto de vista es el de un individuo, que las más veces da voz a un colectivo o revela a ese colectivo sus propias ignorancias, supliéndolas a su vez con ideología. Esto es tan aplicable a Cervantes como a Marcial Lafuente Estefanía. Y ese personaje, el narrador, trabaja siempre desde el irremediable presente.
El narrador selecciona los hechos en los que intenta poner un orden, muchas veces de buena fe y tras haber investigado y descubierto documentos, elevados, por el solo hecho de existir, a la categoría de prueba. Sánchez Albornoz y Menéndez Pidal, que mucho polemizaron sobre la importancia de la presencia musulmana en la Península, fueron incapaces de impedir que Américo Castro inventara todo lo que se le ocurriera al respecto, lo que bastó para que Juan Goytisolo y otros elaboraran una teoría arabizante de la historia española, es decir, del pasado español entre 711 y 1492.
Blas Infante necesitó menos alforjas para ese mismo viaje, pero es que era un ideólogo en estado puro, sin disfraz de historiador.

Narrar es, en primera instancia, presentar determinados hechos en un cierto orden. Y ese orden es hijo del presente.
Allá por 1912 los señores Diels y Krantz, filólogos alemanes, publicaron los fragmentos de una serie de filósofos antiguos que habían sobrevivido a las injurias del tiempo, en griego clásico y en alemán. Llamaron "presocráticos" a esos pensadores. Juan David García Bacca hizo más tarde una edición en español de esos mismos fragmentos y conservó la denominación. Ahora bien, como se encarga de señalar Michel Onfray en su Contrahistoria de la filosofía (Anagrama, muy recomendable), resulta que una porción de esos autores de la Antigüedad clásica fueron posteriores a Sócrates. No obstante, por el momento, pese a la enorme obviedad de lo descubierto por Onfray, ninguna universidad conocida ha introducido modificación alguna en sus programas de historia de la filosofía. La inercia es más poderosa que la evidencia, y más poderosa que la inercia es la ideología, el pensamiento vulgar.
Al pensamiento vulgar se le pegan los lugares comunes como los pelos de gato a los pantalones negros. El español medio sabe desde la escuela que el acueducto de Segovia es una construcción romana, y no sólo es probable que lo haya visto decenas o centenares de veces en postales o en la televisión, ya que no en libros, sino que hasta es muy posible que lo haya contemplado en un viaje a la ciudad. Sin embargo, no protesta cuando se le dice –en la prensa, sin ir más lejos– que "los árabes" introdujeron la hidráulica y los sistemas de desagüe en España. Si se detuviera a considerar el asunto, tal vez empezara a sospechar que esa alteración en el orden de los acontecimientos no es un producto de la ciencia histórica que se ocupa del pasado, sino del relato político del presente, que nos quiere aliados a una civilización con la que tenemos tradicionales lazos de enemistad desde hace trece siglos.

El mismo relato político que dice que a esos mismos árabes les debe Occidente nada menos que el número cero; como si las milagrosas construcciones de Pitágoras o Euclides hubiesen podido sostenerse sin ese concepto. Noción falsa, la del legado del cero, que repiten sin ruborizarse unos cuantos intelectuales de nuestra época, algunos de ellos muy leídos.
¿Y para qué sirve decir que "los árabes" crearon el cero y los desagües? Primero, para dejar constancia de que son mucho más inteligentes que esos judíos que sólo se ocupan de vacunas y teorías de la relatividad. Segundo, para justificar a Hamás y a todos aquellos que ejerzan la judeofobia de modo sistemático. Así de sencillo. Porque es mucho más fácil darles la razón a los mejores, a los más bellos, a los más inteligentes. Todas ellas cosas (la superioridad, la belleza, la inteligencia colectivas) que se adquieren mediante currículum.
Los nazis dedicaron un ingente esfuerzo económico a la Anhenerbe, una institución dedicada a la investigación del pasado ario, es decir, a la invención del superhombre por la vía de un pasado que, hasta entonces, no había sido descubierto. Desde luego, Goebbels, Darré y compañía sabían perfectamente que los auténticos arios emigrados de la India eran los gitanos rumanos, pero ello no les impidió montar costosas expediciones científicas a Oriente en busca de los orígenes: pretendían recrear el presente. De igual manera se recreó el pasado judío, porque la inferioridad, la fealdad y la estupidez también se construyen con antecedentes.

¿Y qué decir de la imperiosa necesidad de ratificar una y otra vez que la razón asistía a la República Española y no a Francisco Franco? Ratificar que la República perdió la guerra por la brutalidad de su enemigo y la colaboración de Alemania e Italia, y en modo alguno por sus propios errores ni con la colaboración de la URSS.

Los viajes al pasado son distintos para cada generación intelectual, el paisaje varía de una temporada a otra. Y, como bien sabía Ray Bradbury al escribir "El sonido del trueno" (relato incluido en Las doradas manzanas del sol), la más leve alteración del pasado tiene enormes consecuencias sobre el presente. El batir de alas de una mariposa en la antigua Nínive da lugar a una guerra futura en América: la teoría del caos en lo temporal. El pasado está lleno de acontecimientos, pero más aún lleno de presente.

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