lunes, 5 de enero de 2009

La máquina de gastar


IGNACIO CAMACHO.- ABC
HAY un mantra perverso instalado a izquierda y derecha de la política española -más a la izquierda que a la derecha, en honor a la verdad- que acepta como un axioma la necesidad perpetua de dar más dinero a las autonomías sin controlar ni cuestionar en qué lo gastan ni cómo lo administran. El statu quo del sistema ha consolidado a las comunidades como encargadas de repartir recursos y proporcionar servicios públicos, y por ello parece darse por hecho que han de convertirse en un agujero sin fondo ajeno al déficit, a la austeridad y a la contención. El modelo autonómico tuvo la virtud de equilibrar la estructura territorial del Estado y cohesionar el reparto de la riqueza nacional, pero su crecimiento hipertrofiado va camino de deslizarlo hacia el extremo opuesto: una simple suma de partes fragmentarias e inconexas que funcionan cada vez más por separado en un proceso de desvertebración progresiva.
El quinquenio zapaterista ha acelerado este impulso centrífugo hasta propiciar en algunos territorios, como Cataluña, la licuación material de la Administración del Estado. Falto de una idea de nación, el Gobierno se dispone a dar un salto cualitativo en la reforma subrepticia del modelo constitucional, consolidando a través de la financiación un proyecto de dispersión absoluta que transforma a las autonomías en miniestados taifales y abre la puerta a un disparatado mapa de desigualdades en el que cada región administrará los servicios a su manera. Los presidentes de algunas comunidades -Montilla, Ibarretxe, Aguirre, Chaves, Camps- tienen en su zona de influencia más poder real que el propio Zapatero, y por supuesto que la práctica totalidad de sus ministros, y ese enorme respaldo clientelar les asegura por ende una posición de dominio en sus propios partidos, al punto de que ni el PSOE ni el PP son ahora mismo organizaciones capaces de sobreponerse al peso de sus baronías virreinales. El discurso nacional está desapareciendo en medio de un magma de intereses transversales que comparten los líderes territoriales de uno y otro signo, con los que el presidente del Gobierno se entiende de forma bilateral escamoteándose a sí mismo su responsabilidad unificadora.
El resultado de esta falta de liderazgo y de compromiso es la absoluta ausencia de control del dinero público en las autonomías, convertidas en máquinas de gastar que no sólo generan un descomunal despilfarro, sino que demandan más y más recursos en una espiral imparable ante la que se vuelve papel mojado toda política de coherencia financiera. Los barones dilapidan sin freno, crean estructuras de poder paralelo, incrementan sin cesar el número de funcionarios, despliegan un enorme aparato simbólico, se dotan de cuerpos de policía, desarrollan empresas públicas de ámbito regional y hasta crean sus televisiones de cabecera. Funcionan como estados de la señorita Pepis y sus dirigentes extienden la mano para que el país sufrague su dispendio sin tasa, amenazando con el colapso de los servicios primarios. Han encontrado para ello el socio más inesperado: un presidente de ideas líquidas que considera la nación que dirige como un simple puzle de piezas yuxtapuestas.

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