«Mi mayor temor era que el enviarme al frente fuese la forma más sencilla de liquidarme. (...) Era la forma favorita de quitarse de encima a los indeseables». Son palabras del brigadista Tony Hyndman, amante del poeta Stephen Spender, recordando su estancia en el presidio «Camp Lukács» de las Brigadas Internacionales en Albacete, por desertar de su unidad al poco de llegar a España como voluntario. Hyndman, como tantos otros miles de «internacionales», creyó que venía a luchar por la libertad, y lo que hizo fue perder la suya.
En otoño de 1936, las puertas de la España republicana se abrieron a más de 35.000 voluntarios reclutados por las redes de Stalin. A la llamada acudieron idealistas, perseguidos políticos, aventureros, mercenarios e incluso parados a los que se prometía un empleo en retaguardia, pero que al llegar a nuestro país eran enrolados a la fuerza en las Brigadas. Pero las puertas de la zona republicana se iban a cerrar muy pronto para impedir que los voluntarios extranjeros pudieran volver a su país.
Confiscados sus pasaportes para impedir su salida de España, incluso los voluntarios más comprometidos se sintieron engañados al tener que luchar como tropas de choque con el único fin de servir de propaganda a los intereses de Stalin, pese a no haber recibido apenas instrucción militar y bajo el mando de oficiales incapaces cuyo único mérito era su militancia comunista.
Confiscados sus pasaportes para impedir su salida de España, incluso los voluntarios más comprometidos se sintieron engañados al tener que luchar como tropas de choque con el único fin de servir de propaganda a los intereses de Stalin, pese a no haber recibido apenas instrucción militar y bajo el mando de oficiales incapaces cuyo único mérito era su militancia comunista.
En el Ejército Popular.
El comisario general de las Brigadas, el italiano Luigi Gallo, advirtió pronto el problema que planteaban los voluntarios que deseaban regresar a sus países. En una reunión de comisarios, en abril de 1937, Gallo se reafirmó en la negativa a que los voluntarios pudieran salir de España. En septiembre siguiente, el Gobierno republicano encontró la solución al problema: un decreto encuadró las Brigadas Internacionales en el Ejército Popular y las sometió al mismo Código Penal Militar que las unidades españolas. Con ello se declaraba oficialmente como deserción el intento de los «internacionales» por volver a sus países mientras durara la guerra. La España republicana se convertía en una cárcel para los «voluntarios de la libertad».
Las Brigadas Internacionales escribieron páginas de heroísmo, aunque parte de ese heroísmo fue soportar las duras condiciones que les imponía su propio bando. No sólo se vieron sometidos a leyes disciplinarias y castigos brutales, sino también a las cruentas purgas en las que comisarios y mandos liquidaban a los desafectos a la causa estalinista. Todo ello explica que huyeran por centenares de sus unidades hacia los puertos del Mediterráneo para embarcar como polizones o pedir asilo en sus embajadas y consulados. En Barcelona, las fuerzas de seguridad republicanas llegaron a vigilar el consulado norteamericano para atrapar a los brigadistas que querían refugiarse en él.
El reconocimiento de Zapatero a las Brigadas Internacionales, otorgando a sus miembros el pasaporte español sin que renuncien a su nacionalidad, lleva a cancelar las historias que desmienten la propaganda difundida a las órdenes de Stalin. Propaganda de la que muchos en España se declaran aún hoy leales servidores, siendo incapaces de admitir que es insólito homenajear oficialmente a los «internacionales» cuando bajo sus balas morían en las trincheras, en su mayoría, jóvenes españoles de origen humilde, forzados a servir en filas como los del bando republicano.
El comisario general de las Brigadas, el italiano Luigi Gallo, advirtió pronto el problema que planteaban los voluntarios que deseaban regresar a sus países. En una reunión de comisarios, en abril de 1937, Gallo se reafirmó en la negativa a que los voluntarios pudieran salir de España. En septiembre siguiente, el Gobierno republicano encontró la solución al problema: un decreto encuadró las Brigadas Internacionales en el Ejército Popular y las sometió al mismo Código Penal Militar que las unidades españolas. Con ello se declaraba oficialmente como deserción el intento de los «internacionales» por volver a sus países mientras durara la guerra. La España republicana se convertía en una cárcel para los «voluntarios de la libertad».
Las Brigadas Internacionales escribieron páginas de heroísmo, aunque parte de ese heroísmo fue soportar las duras condiciones que les imponía su propio bando. No sólo se vieron sometidos a leyes disciplinarias y castigos brutales, sino también a las cruentas purgas en las que comisarios y mandos liquidaban a los desafectos a la causa estalinista. Todo ello explica que huyeran por centenares de sus unidades hacia los puertos del Mediterráneo para embarcar como polizones o pedir asilo en sus embajadas y consulados. En Barcelona, las fuerzas de seguridad republicanas llegaron a vigilar el consulado norteamericano para atrapar a los brigadistas que querían refugiarse en él.
El reconocimiento de Zapatero a las Brigadas Internacionales, otorgando a sus miembros el pasaporte español sin que renuncien a su nacionalidad, lleva a cancelar las historias que desmienten la propaganda difundida a las órdenes de Stalin. Propaganda de la que muchos en España se declaran aún hoy leales servidores, siendo incapaces de admitir que es insólito homenajear oficialmente a los «internacionales» cuando bajo sus balas morían en las trincheras, en su mayoría, jóvenes españoles de origen humilde, forzados a servir en filas como los del bando republicano.
«Se hizo lo que se hizo y punto»
Historias reales, con nombres y apellidos, como la de Bernard Abramofsky, judío norteamericano del Batallón Lincoln, aquejado de neurosis de guerra, que desertó en tres ocasiones y cuyos mandos decidieron ejecutarle en el frente de Aragón en vez de devolverle a casa. «Se hizo lo que se hizo y ya está. No podíamos ponerle una niñera», me confesó su jefe de unidad, Milton Wolff, el último comandante del Lincoln, fallecido recientemente, quien pese a todo tuvo el gesto de dedicar a la historia de Abramofsky su novela «Otra colina».
El brigadista Harry Fisher recuerda en sus memorias que un teniente le ordenó asesinar a Abramofsky. «No he venido a España a matar americanos. No lo haré», le respondió. Abramofsky fue conducido por un oficial a las trincheras, con el pretexto de señalarle su puesto de guardia. Allí mismo le descerrajó un tiro en la nuca. Uno de los compañeros de deserción de Abramosfky, Albert Wallach, no corrió mejor suerte: detenido en la prisión de las Brigadas en Castelldefels, fue torturado y ejecutado en el mismo patio de la prisión.
Otro norteamericano del Lincoln, Paul White, cruzó a mediados de 1938 la frontera con Francia, huyendo en una ambulancia que había robado. Pero sintió remordimientos por su deserción y regresó a España para que su hijo pudiera sentirse orgulloso de él. Pero al volver a su unidad, y como castigo ejemplarizante, White fue juzgado y fusilado junto a un soldado español y otro argelino. El mismo final tuvieron los voluntarios finlandeses Oscar Pauvo, Enrich Niembrer y Lindeolm Zrich, de la XV Brigada Internacional, que habían abandonado su unidad: fueron juzgados y ejecutados el 20 de abril de 1938 en una playa de Tarragona por «canallas y traidores», según la arenga leída a la tropa formada en el momento de su fusilamiento.
Historias reales, con nombres y apellidos, como la de Bernard Abramofsky, judío norteamericano del Batallón Lincoln, aquejado de neurosis de guerra, que desertó en tres ocasiones y cuyos mandos decidieron ejecutarle en el frente de Aragón en vez de devolverle a casa. «Se hizo lo que se hizo y ya está. No podíamos ponerle una niñera», me confesó su jefe de unidad, Milton Wolff, el último comandante del Lincoln, fallecido recientemente, quien pese a todo tuvo el gesto de dedicar a la historia de Abramofsky su novela «Otra colina».
El brigadista Harry Fisher recuerda en sus memorias que un teniente le ordenó asesinar a Abramofsky. «No he venido a España a matar americanos. No lo haré», le respondió. Abramofsky fue conducido por un oficial a las trincheras, con el pretexto de señalarle su puesto de guardia. Allí mismo le descerrajó un tiro en la nuca. Uno de los compañeros de deserción de Abramosfky, Albert Wallach, no corrió mejor suerte: detenido en la prisión de las Brigadas en Castelldefels, fue torturado y ejecutado en el mismo patio de la prisión.
Otro norteamericano del Lincoln, Paul White, cruzó a mediados de 1938 la frontera con Francia, huyendo en una ambulancia que había robado. Pero sintió remordimientos por su deserción y regresó a España para que su hijo pudiera sentirse orgulloso de él. Pero al volver a su unidad, y como castigo ejemplarizante, White fue juzgado y fusilado junto a un soldado español y otro argelino. El mismo final tuvieron los voluntarios finlandeses Oscar Pauvo, Enrich Niembrer y Lindeolm Zrich, de la XV Brigada Internacional, que habían abandonado su unidad: fueron juzgados y ejecutados el 20 de abril de 1938 en una playa de Tarragona por «canallas y traidores», según la arenga leída a la tropa formada en el momento de su fusilamiento.
Tristes páginas
Otros no tuvieron juicio alguno. El británico Allen Kemp fue fusilado en Teruel por orden del jefe de la XV Brigada, Vladimir Copic, quien había revocado una orden anterior prohibiendo los fusilamientos en su unidad, dictada a consecuencia de las protestas del Foreign Office contra los asesinatos cometidos contra voluntarios británicos. Según un informe conservado en el Archivo Militar de Ávila, durante la batalla de Segovia, un teniente de la XIV Brigada, apellidado Zimbaluek, asesinó a cinco desertores que huían hacia el puerto de Navacerrada. El jefe de la XIII Brigada, Krieger, le pegó un tiro en Brunete a un soldado por negarse a cumplir una orden de ataque, lo que provocó el motín de 300 hombres de su unidad, que decidieron marchar armados hacia Madrid, siendo reducidos en Torrelodones por fuerzas de asalto...
Otros no tuvieron juicio alguno. El británico Allen Kemp fue fusilado en Teruel por orden del jefe de la XV Brigada, Vladimir Copic, quien había revocado una orden anterior prohibiendo los fusilamientos en su unidad, dictada a consecuencia de las protestas del Foreign Office contra los asesinatos cometidos contra voluntarios británicos. Según un informe conservado en el Archivo Militar de Ávila, durante la batalla de Segovia, un teniente de la XIV Brigada, apellidado Zimbaluek, asesinó a cinco desertores que huían hacia el puerto de Navacerrada. El jefe de la XIII Brigada, Krieger, le pegó un tiro en Brunete a un soldado por negarse a cumplir una orden de ataque, lo que provocó el motín de 300 hombres de su unidad, que decidieron marchar armados hacia Madrid, siendo reducidos en Torrelodones por fuerzas de asalto...
Son sólo algunas de las tristes páginas que salpican la historia de las Brigadas Internacionales. Nadie ha levantado aún la condena que pesa sobre los miles de voluntarios extranjeros asesinados o encarcelados por no querer seguir luchando en las filas de la República o por no comulgar con el credo estalinista que imperaba en ellas. Para ellos nunca habrá pasaporte español. Sólo un pasaporte para el olvido.
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