viernes, 24 de octubre de 2008

La tercera España


ENTRE las patrañas consagradas por el pensamiento dominante en torno al exilio provocado por la Guerra Civil quizá no sea la más nimia hacernos creer que fue el levantamiento militar y la posterior victoria de Franco la causa única de que miles de españoles pertenecientes a las élites intelectuales y políticas abandonaran el país.

Se nos escamotea que hubo un primer exilio compuesto por no pocos dirigentes políticos de línea centrista, distinguidos oficiales del ejército que habían servido lealmente al gobierno de Madrid durante las primeras semanas de la guerra y cientos de intelectuales que profesaban un ideario republicano moderado.

La razón por la que todas estas personas tan valiosas deciden exiliarse no es el temor a las represalias de los rebeldes, sino por el contrario el horror que les provoca el proceso revolucionario que se desata en la zona controlada por el gobierno republicano, la repulsa que les producía el espectáculo de una España radicalizada donde cada día se perpetraban de forma casi aleatoria los crímenes más abyectos, sin que las autoridades hiciesen nada por evitarlo.
Resulta muy interesante, por ejemplo, analizar la heterogeneidad ideológica existente entre los asilados en las embajadas de Madrid durante la Guerra Civil.

Las colonias de asilados no las componían tan sólo desafectos al Gobierno, sino también militares leales como el general Castelló, primer ministro de la guerra al producirse el levantamiento militar, que sufrió un derrumbamiento cuando supo que su hermano había sido asesinado en Badajoz por elementos frentepopulistas; o como el general Castro Girona, que rechazó por repugnancia moral la Jefatura del Estado Mayor que le ofreció Largo Caballero; o como el capitán Fernández Castañeda, miembro del Estado Mayor del general Miaja.

También se contaron entre los refugiados en las embajadas diputados y ex ministros republicanos como Diego Hidalgo, del partido radical, así como Francisco Morayta, que había sido gobernador civil de Madrid con el gobierno de Martínez Barrio, o Pedro Rico, primer alcalde de Madrid durante la Segunda República.

Ninguno de estos personajes de limpia ejecutoria republicana era partidario de la sublevación militar; abominaban, simplemente, de la orgía de sangre que los elementos revolucionarios habían desatado en el seno de la España republicana.
¿Y qué decir de intelectuales como Gregorio Marañón, Salvador de Madariaga o Ramón Gómez de la Serna, por citar tan sólo a tres entre los muchos cientos que abandonaron España, temerosos de su vida? ¿También habremos de admitir que eran lacayos de Franco? En una emocionante carta que, en enero de 1937 (apenas un mes después de exiliarse en Francia), el doctor Marañón dirige al embajador chileno Agustín Edwards, delegado de la Sociedad de Naciones, leemos: «Yo no puedo darle a usted los nombres de las personas de izquierdas, absolutamente neutras, que han tenido que esconderse por el justificado temor de perder su vida: ya por haber sido directamente perseguidos, ya por haber visto de cerca la persecución de los suyos. (...) Como la tolerancia era el ideal fundamento de muchos de nosotros, ahora nos duele con dolor de tragedia el ver que el negarle se considera como una cosa natural. Por eso están voluntariamente desterrados la casi totalidad de los hombres de izquierda española, cuyo izquierdismo no iba a cruzarse de brazos ante el crimen. (...) Tiene usted dónde escoger entre las docenas y docenas de profesores de la Universidad española, en su mayoría liberales y republicanos, que viven ahora en Francia y en otros países, y más aún, a los ex ministros republicanos; todavía más: a los propios ex ministros del Frente Popular que con distintos pretextos están ausentes de la República democrática y parlamentaria, a la que no quieren volver. (...) Piense usted que no le habla un renegado de sus ideas de siempre, si bien por ser ahora, como siempre, fiel a ellas no puede convertirlas en tapadera de la violencia, de la arbitrariedad y el fanatismo; de todo aquello que he combatido siempre y combatiré mientras viva».
El fanatismo, la arbitrariedad y la violencia que denunciaba Marañón vuelven a triunfar en nuestros días. Por eso nunca se habla de los exiliados de la tercera España.

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