No todos los que denunciamos la situación que atraviesa la lengua española enfocamos la cuestión de la misma manera. A mi partido, Unión, Progreso y Democracia (UPyD), lo mismo que a quienes impulsaron el Manifiesto por la Lengua Común, no le preocupa la situación del castellano ni su futuro.
No nos preocupa el futuro de la lengua española porque sabemos que el nuestro es un idioma poderoso, rico y culto, que hablan más de 400 millones de ciudadanos en todo el mundo y cuyo conocimiento y estudio se expande de forma acelerada en países tan importantes como Brasil o Estados Unidos.
La utilización rigurosa del lenguaje se convierte en este caso en algo mucho más importante que una cuestión de forma; es el fondo lo que hay que definir con exactitud para librar la batalla contra el verdadero adversario y para defender a quien verdaderamente está siendo atacado.
No es el idioma el que está siendo atacado por los partidos políticos que llaman normalización lingüística a la exclusión de la lengua castellana del espacio público.
El idioma es el instrumento que utilizan esos partidos políticos para discriminar a los ciudadanos que se niegan a normalizarse y a asumir las consignas de los nacionalistas o de sus asimilados en los gobiernos autonómicos o en el Gobierno de la Nación.
Hablar de los ataques al español es caer en la trampa de quienes plantean la cuestión como una batalla entre idiomas y nos quieren convencer de que tratan de proteger al más débil de ellos. Los idiomas no tienen derechos; por tanto, no deben ser protegidos por nadie.
Los idiomas son instrumentos de comunicación y expresiones culturales y sociales de un tiempo. A lo largo de la historia de la humanidad han aparecido y desaparecido centenares de ellos, sin que nadie haya osado calificar de genocidio lingüístico la sustitución de ninguna de esas lenguas por otras asumidas por los ciudadanos como parte de la evolución de la sociedad.
Esto que afirmo no es incompatible con que las instituciones -y los particulares- decidan impulsar medidas para conservar una lengua minoritaria en el conjunto del Estado y/o en una comunidad autónoma en la que es lengua cooficial.
Pero una cosa es movilizar recursos públicos para mantener un idioma y otra muy distinta tratar de imponer el uso exclusivo del mismo en el espacio público.
Una cosa es garantizar la enseñanza de la lengua cooficial y otra bien distinta salir a la calle a buscar hablantes de la misma.
Lo que está ocurriendo en nuestro país es que los nacionalistas han impuesto una dictadura lingüística en las comunidades que gobiernan o en las que se han convertido en clave para que gobierne el PSOE o el PP.
Esta dictadura lingüística sólo genera discriminación de los derechos individuales de los ciudadanos y empobrecimiento colectivo de la propia comunidad.
Podríamos decir que esta política no favorece a nadie; lo que sería cierto, si no tomáramos en consideración que ya ha cumplido su objetivo: que se sepa quién manda. Y que, para estar a bien con el cacique, todo el mundo termine transigiendo ante lo que son verdaderos abusos contra los derechos ciudadanos y la inteligencia colectiva de la sociedad.
La Constitución Española establece en su artículo 3.1: «El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla».
Este es un derecho de los ciudadanos -que no de la lengua- que está siendo vulnerado permanentemente en Cataluña, País Vasco, Galicia, Comunidad Autónoma Valenciana y en las Islas Baleares, con el impulso de las instituciones autonómicas y con el consentimiento y apoyo del Gobierno de la Nación.
Nuestra Constitución establece también, en su artículo 14: «Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social».
La experiencia demuestra que una lengua materna distinta a la dominante en una comunidad autónoma bilingüe, y sobre todo el dominio o el desconocimiento de alguna lengua cooficial en éstas, son algunas de esas circunstancias personales o sociales que están dando origen a la discriminación que la Constitución prohíbe.
La llamada normalización lingüística pretende convertir en normal la supresión de derechos constitucionales, con la consecuencia de instaurar una sociedad dividida en dos colectivos desiguales en derechos: el de quienes sí tienen los conocimientos lingüísticos exigidos ilegítimamente -puesto que el conocimiento de una lengua cooficial no es un deber constitucional- y el de aquéllos que, aun siendo ciudadanos de pleno derecho a efectos legales, en la práctica son convertidos en ciudadanos de segunda, privados del derecho a ser atendidos en su lengua habitual si ésta es la oficial del Estado; privados de acceder a determinados puestos de la función pública e incluso de ámbitos de la actividad económica normal; privados de poder educar a sus hijos en la lengua castellana.
Esta práctica política ha vuelto a recrear las situaciones de discriminación por la lengua que quiso eliminar la Constitución.Los nacionalistas y los partidos que se someten a su chantaje para gobernar -ya sea aprobar Presupuestos o mantener la Presidencia autonómica en los lugares en los que no han conseguido ganar las elecciones- pretenden sustituir el bilingüismo de hecho por una nueva dominación monolingüística en la que toca discriminar y disminuir los derechos constitucionales de quienes incumplan los modelos de conducta lingüística que el nuevo régimen ha diseñado.
Por si todo esto fuera poco, estas políticas de discriminación representan un factor negativo para la recuperación económica y, sobre todo, para sustituir el actual modelo productivo por uno más desarrollado, innovador y emprendedor.
La discriminación de empresas y profesionales que no certifiquen el nivel de conocimiento de la lengua cooficial exigido por algunas administraciones autonómicas -tales como la exigencia del uso de esa lengua en las comunicaciones internas, con los clientes, en el etiquetado...- se ha convertido en una barrera artificial y arbitraria opuesta al libre flujo de capitales financieros y humanos, contraria a la libertad económica y profundamente negativa para nuestro desarrollo como país.
La democracia progresa haciendo retroceder, mediante leyes y acciones de gobierno, las causas de discriminación opuestas a la libertad e igualdad de los ciudadanos ante la Ley.
Al Estado no sólo le compete la regulación del contenido esencial de los derechos de los ciudadanos, sino que tiene la competencia material para regular las condiciones básicas que garanticen la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de los derechos y en el cumplimiento de los deberes constitucionales.
El Estado tiene la competencia para regular aquellas condiciones que hagan posible el igual ejercicio del derecho a la libre circulación de ciudadanos, el acceso a la función y cargos públicos, al trabajo, a la educación, etcétera, en todo el territorio español.Es por eso que Unión, Progreso y Democracia presentó el 27 de junio de 2008 una proposición de Ley Orgánica para Prevenir y Erradicar la Discriminación Lingüística y Asegurar la Libertad de Elección de Lengua.
Tiene siete artículos, una disposición derogatoria, tres disposiciones finales, y se cita un antecedente en nuestra democracia: la Ley Orgánica 3/2007, de 22 de marzo, para la Igualdad Efectiva de Mujeres y Hombres.La discriminación que sufren centenares de miles de ciudadanos en nuestro país por razones lingüísticas, el atraso a que estamos condenando a las comunidades autónomas en las que se ha implantado esta anomalía democrática; el deterioro de las relaciones humanas entre ciudadanos que nunca tuvieron ningún problema en relación con el idioma que hablaban en su casa y aquél en el que querían que fueran educados sus hijos hace que sea necesario y urgente que podamos analizar en sede parlamentaria todos estos aspectos.
Ya no es suficiente con que algunos partidos hagan proclamas sentimentales de defensa de la lengua: hay que legislar. UPyD tiene sólo una diputada en el Parlamento nacional, pero estamos defendiendo una política de interés general.
Veremos si, cuando llegue esta proposición a debate, los diputados que forman parte del partido que ha abandonado la defensa del Estado y los que forman parte del que está cargado de complejos e hipotecas se acuerdan de una vez que están en las Cortes para servir a los ciudadanos y no para conseguir mantenerse en el poder.
Rosa Díez González es diputada y portavoz de Unión, Progreso y Democracia. (El Mundo, 27/10/2008)
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