DUELE tener que decirlo, pero la crisis de la enseñanza pública española se asemeja cada vez más a una tragedia. Ya no se trata únicamente de nuestro lugar en el mundo, de este 31 por ciento de alumnos que abandonan la escuela al término de la etapa obligatoria -lo que nos sitúa en el penúltimo puesto entre los Estados miembros de la Unión Europea-, o de este 34 por ciento de alumnos que ni siquiera terminan dicha etapa -lo que nos coloca los cuartos por la cola en la clasificación de los países desarrollados-. No, aun cuando tales guarismos son de vergüenza, de vergüenza patria, ya no se trata sólo de esto. Ahora, además, los centros docentes españoles se están convirtiendo a marchas forzadas en verdaderos campos de batalla. No pasa día sin que tengamos noticia de algún caso de violencia escolar o de sus secuelas. Y esa violencia, tal como prueban un par de estudios dados a conocer recientemente y realizados sobre bases muestrales exhaustivas, afecta tanto a alumnos como a profesores. Los datos producen escalofríos: por un lado, uno de cada cuatro alumnos españoles de edades comprendidas entre los 7 y los 17 años es víctima, en un grado mayor o menor, de algún acto violento, ya físico, ya psicológico; por otro, un 13 por ciento de nuestros profesores reconoce haber sido agredido alguna vez, y un 3 por ciento asegura que lo es a diario.
Por supuesto, ante semejantes porcentajes, ni siquiera los más tercos valedores de las reformas educativas inspiradas por el pedagogismo moderno se atreven ya a negar que la enseñanza en España necesite de algún tipo de revulsivo. El problema consiste en saber cuál. Porque esos mismos valedores, aparte de minimizar la magnitud del desastre, suelen echar la culpa del aumento de la violencia escolar a la falta de mediadores y de planes de convivencia, cuando no a la desestructuración de las familias. Y se quedan tan panchos. A ninguno se le ocurre pensar, pongamos por caso, que el problema pueda ser el sistema que ellos mismos han implantado. A los docentes, sí. A ellos sí les ha pasado por la cabeza tal posibilidad. Otra cosa es que dispongan de medios para hacerse oír y de poder suficiente como para que su queja alcance a modificar, en lo sustancial, el modelo educativo vigente.
El único problema de la enseñanza en España, el que explica ese aumento de la violencia en las aulas, es la falta de autoridad. Sin autoridad, no hay educación posible. El pasado verano, en la última Tercera que escribió para este diario, Cándido daba ya las claves del drama que están viviendo hoy en día maestros y profesores, aunque no hablara propiamente de autoridad y sí de jerarquía, y aunque no aludiera a la enseñanza, sino a la progresiva desaparición de los tratamientos protocolarios. A su juicio, la jerarquía es absolutamente necesaria en una sociedad, entre otras razones porque, en contra de lo que muchos creen, la alternativa a la jerarquía no es la igualdad; es la tiranía, la fuerza bruta. Dicho de otro modo: quienes confían en que la abolición de la autoridad o de la jerarquía va a traer la igualdad a la tierra, están completamente confundidos; lo único que va a traer es más desigualdad, más violencia y más injusticia.
Pues bien, poco más o menos eso ha ocurrido en el mundo de la educación. En tres o cuatro lustros, hemos perdido la distancia. El igualitarismo se ha impuesto. Ya no hay niveles. El maestro y el profesor se han convertido en un compañero más, en un colega. Pero no sólo en la escuela se ha producido ese vuelco. También en casa, también en la familia. En muchos hogares son los propios padres quienes han inculcado a sus hijos ese odio a la jerarquía, esa veneración por el igualitarismo. De ahí que a nadie deba sorprender que semejante igualación haya traído aparejada tanta violencia. Al profesor no se le agrede por ser el profesor. Se le agrede porque de vez en cuando trata de imponer una autoridad, una jerarquía, de las que carece.
Pero la autoridad también es tradición. A la persona mayor se la respeta, se la trata con deferencia, porque es depositaria de un conocimiento que los más jóvenes no tienen ni podrán tener nunca por sí solos. La edad es sinónima de conocimiento. Y, sobre todo, de posibilidad de transmitirlo, de enseñar. Ahora bien, este conocimiento no es sólo el que la persona mayor ha podido adquirir mediante la experiencia, sino también el que le ha sido dado en sus años mozos a través de la educación y de la enseñanza, y que es a su vez el fruto de muchos siglos de civilización. La relación entre padre e hijo, o entre maestro y alumno, se ha estructurado siempre a partir de este principio: la autoridad -el padre, el maestro- tiene algo que transmitir. Si no tuviera nada que transmitir, su figura difícilmente sería reconocida como autoridad. En realidad, cuando un chaval maltrata a su profesor, o cuando un hijo hace lo propio con su padre o con su madre, lo que está haciendo es negarle cualquier autoridad, proclamar que aquel adulto nada tiene que enseñarle.
Llegados aquí, bueno será preguntarse de dónde vienen nuestros males. A mi modo de ver, el germen cabe fecharlo, sin duda, en mayo de 1968, en el llamado «mayo francés». Fue allí donde se acuñó el antiautoritarismo. Pero los estragos causados por el nuevo modelo pedagógico en España, infinitamente superiores a los producidos en cualquier otro país vecino, sólo se explican si uno tiene en cuenta, a su vez, otro factor. Este factor es la vigencia del antifranquismo. O, lo que es lo mismo, la convicción de que el franquismo constituye la misma encarnación del mal y de que todo lo que provenga de aquel régimen, o lo recuerde siquiera, debe ser rechazado sin contemplaciones. No seré yo quien niegue, por supuesto, que una dictadura es la máxima expresión de la autoridad. Ahora bien, precisamente porque la autoridad, en una dictadura, es una autoridad cautiva -tan cautiva, al cabo, como la libertad-, tampoco seré yo quien confunda la autoridad que puede ejercerse en una democracia con la que ejerce una dictadura. Es decir, quien confunda la autoridad con el abuso de autoridad, con el autoritarismo. Gran parte de la izquierda de este país, surgida en primera instancia del antifranquismo, lo ha confundido siempre. Y en la medida en que la izquierda ha percibido en todo momento la enseñanza tradicional como una pura emanación del franquismo -ignorando, entre sus muchas ignorancias, cuánto debía esta enseñanza al pasado y, dentro de este pasado, al liberalismo de la Segunda República-, el modelo que esta enseñanza llevaba asociado no podía ser, para ella, sino un modelo autoritario, incompatible con la democracia. De ahí que nada más alcanzar el poder, en 1982, la izquierda sustituyera el viejo modelo por uno de nuevo cuño, basado en la igualdad. Pero no en la igualdad como punto de partida, sino en la igualdad como imperativo. Es decir, en su abuso, en el igualitarismo. Toda la reforma puesta en práctica por el Partido Socialista y concretada en la tristemente famosa Logse, descansa, en último término, en esa doble confusión -entre autoridad y autoritarismo, y entre igualdad e igualitarismo-, donde lo que ha prevalecido, como es notorio, han sido los ismos.
De ahí que no quede más remedio que darle la vuelta al calcetín. Hay que recuperar la autoridad. Hoy en día, se mire por donde se mire, al calcetín se le ven las costuras. Lo cual indica, sin lugar a dudas, que hace ya bastantes años que lo llevamos puesto del revés.
XAVIER PERICAY
Por supuesto, ante semejantes porcentajes, ni siquiera los más tercos valedores de las reformas educativas inspiradas por el pedagogismo moderno se atreven ya a negar que la enseñanza en España necesite de algún tipo de revulsivo. El problema consiste en saber cuál. Porque esos mismos valedores, aparte de minimizar la magnitud del desastre, suelen echar la culpa del aumento de la violencia escolar a la falta de mediadores y de planes de convivencia, cuando no a la desestructuración de las familias. Y se quedan tan panchos. A ninguno se le ocurre pensar, pongamos por caso, que el problema pueda ser el sistema que ellos mismos han implantado. A los docentes, sí. A ellos sí les ha pasado por la cabeza tal posibilidad. Otra cosa es que dispongan de medios para hacerse oír y de poder suficiente como para que su queja alcance a modificar, en lo sustancial, el modelo educativo vigente.
El único problema de la enseñanza en España, el que explica ese aumento de la violencia en las aulas, es la falta de autoridad. Sin autoridad, no hay educación posible. El pasado verano, en la última Tercera que escribió para este diario, Cándido daba ya las claves del drama que están viviendo hoy en día maestros y profesores, aunque no hablara propiamente de autoridad y sí de jerarquía, y aunque no aludiera a la enseñanza, sino a la progresiva desaparición de los tratamientos protocolarios. A su juicio, la jerarquía es absolutamente necesaria en una sociedad, entre otras razones porque, en contra de lo que muchos creen, la alternativa a la jerarquía no es la igualdad; es la tiranía, la fuerza bruta. Dicho de otro modo: quienes confían en que la abolición de la autoridad o de la jerarquía va a traer la igualdad a la tierra, están completamente confundidos; lo único que va a traer es más desigualdad, más violencia y más injusticia.
Pues bien, poco más o menos eso ha ocurrido en el mundo de la educación. En tres o cuatro lustros, hemos perdido la distancia. El igualitarismo se ha impuesto. Ya no hay niveles. El maestro y el profesor se han convertido en un compañero más, en un colega. Pero no sólo en la escuela se ha producido ese vuelco. También en casa, también en la familia. En muchos hogares son los propios padres quienes han inculcado a sus hijos ese odio a la jerarquía, esa veneración por el igualitarismo. De ahí que a nadie deba sorprender que semejante igualación haya traído aparejada tanta violencia. Al profesor no se le agrede por ser el profesor. Se le agrede porque de vez en cuando trata de imponer una autoridad, una jerarquía, de las que carece.
Pero la autoridad también es tradición. A la persona mayor se la respeta, se la trata con deferencia, porque es depositaria de un conocimiento que los más jóvenes no tienen ni podrán tener nunca por sí solos. La edad es sinónima de conocimiento. Y, sobre todo, de posibilidad de transmitirlo, de enseñar. Ahora bien, este conocimiento no es sólo el que la persona mayor ha podido adquirir mediante la experiencia, sino también el que le ha sido dado en sus años mozos a través de la educación y de la enseñanza, y que es a su vez el fruto de muchos siglos de civilización. La relación entre padre e hijo, o entre maestro y alumno, se ha estructurado siempre a partir de este principio: la autoridad -el padre, el maestro- tiene algo que transmitir. Si no tuviera nada que transmitir, su figura difícilmente sería reconocida como autoridad. En realidad, cuando un chaval maltrata a su profesor, o cuando un hijo hace lo propio con su padre o con su madre, lo que está haciendo es negarle cualquier autoridad, proclamar que aquel adulto nada tiene que enseñarle.
Llegados aquí, bueno será preguntarse de dónde vienen nuestros males. A mi modo de ver, el germen cabe fecharlo, sin duda, en mayo de 1968, en el llamado «mayo francés». Fue allí donde se acuñó el antiautoritarismo. Pero los estragos causados por el nuevo modelo pedagógico en España, infinitamente superiores a los producidos en cualquier otro país vecino, sólo se explican si uno tiene en cuenta, a su vez, otro factor. Este factor es la vigencia del antifranquismo. O, lo que es lo mismo, la convicción de que el franquismo constituye la misma encarnación del mal y de que todo lo que provenga de aquel régimen, o lo recuerde siquiera, debe ser rechazado sin contemplaciones. No seré yo quien niegue, por supuesto, que una dictadura es la máxima expresión de la autoridad. Ahora bien, precisamente porque la autoridad, en una dictadura, es una autoridad cautiva -tan cautiva, al cabo, como la libertad-, tampoco seré yo quien confunda la autoridad que puede ejercerse en una democracia con la que ejerce una dictadura. Es decir, quien confunda la autoridad con el abuso de autoridad, con el autoritarismo. Gran parte de la izquierda de este país, surgida en primera instancia del antifranquismo, lo ha confundido siempre. Y en la medida en que la izquierda ha percibido en todo momento la enseñanza tradicional como una pura emanación del franquismo -ignorando, entre sus muchas ignorancias, cuánto debía esta enseñanza al pasado y, dentro de este pasado, al liberalismo de la Segunda República-, el modelo que esta enseñanza llevaba asociado no podía ser, para ella, sino un modelo autoritario, incompatible con la democracia. De ahí que nada más alcanzar el poder, en 1982, la izquierda sustituyera el viejo modelo por uno de nuevo cuño, basado en la igualdad. Pero no en la igualdad como punto de partida, sino en la igualdad como imperativo. Es decir, en su abuso, en el igualitarismo. Toda la reforma puesta en práctica por el Partido Socialista y concretada en la tristemente famosa Logse, descansa, en último término, en esa doble confusión -entre autoridad y autoritarismo, y entre igualdad e igualitarismo-, donde lo que ha prevalecido, como es notorio, han sido los ismos.
De ahí que no quede más remedio que darle la vuelta al calcetín. Hay que recuperar la autoridad. Hoy en día, se mire por donde se mire, al calcetín se le ven las costuras. Lo cual indica, sin lugar a dudas, que hace ya bastantes años que lo llevamos puesto del revés.
XAVIER PERICAY
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