IGNACIO CAMACHO, en ABC
IMAGINEN un bronco partido de fútbol entre el Barcelona y el Real Madrid en el que el árbitro pitase dos penalties a favor del Barça, anulase un gol al Madrid y le expulsara un par de jugadores. Y que al día siguiente la prensa descubriese que el colegiado había compartido en vísperas del encuentro cena y montería con el presidente barcelonés, los dos ayudantes de línea, un importante dirigente federativo y el delegado del campo; todos ellos en alegre y jocunda confraternidad. Imaginen que se arma un escándalo de aquí te espero; los madridistas recusan al trencilla, piden la repetición del partido y rompen relaciones con la Federación, acusándola de conspirar contra sus intereses a favor del adversario.
Sigan imaginando que los personajes cuestionados declaran que sólo hablaron «del hecho cinegético», que en ningún momento se comentó nada del inmediato partido, que es una canallada dudar de su profesionalidad e imparcialidad y que lo que tiene que hacer el Madrid es atender a las causas de su derrota, no cometer penalties y dar menos patadas. En la siguiente jornada, el árbitro es designado para pitar de nuevo al equipo que le ha denunciado, al que vuelve a sancionar con un penalty mientras los organismos de supervisión se toman con máxima calma la denuncia recusatoria y confirman la correspondiente sanción a los futbolistas expulsados.
Sin salir del ámbito de la imaginación, examinen la reacción de la opinión pública. Los aficionados del Madrid cierran filas con el equipo y demandan la retirada de la competición. Los culés y el amplio sector antimadridista nacional deploran el victimismo del club, le acusan de conducta antideportiva y le recuerdan que los penalties fueron claros, las expulsiones justas y el gol anulado ilegal. Para los primeros, la reunión de vísperas fue un contubernio malicioso que invalida la imparcialidad del árbitro, vicia de sospecha sus decisiones y cuestiona de raíz el resultado. Para los segundos, se trata de un asunto por completo marginal al que se aferran los perdedores para tender una cortina de humo. Sólo un pequeño sector no alineado considera que, aunque el marcador fue justo y las infracciones sancionadas evidentes, la reunión previa del árbitro con uno de los bandos y con directivos de la Federación envenena de sospecha su actuación, constituye una manifiesta falta de respeto a las formas y ofrece indicios serios de connivencia que enturbian el espíritu del juego limpio.
Ahora dejen de imaginar, enciendan la televisión y abran los periódicos del día. Si encuentran alguna remota analogía política o judicial con este hipotético caso resultará absolutamente casual. Porque resulta inimaginable que cosas así sucedieran en el ámbito de un Estado de Derecho... ¿no?
IMAGINEN un bronco partido de fútbol entre el Barcelona y el Real Madrid en el que el árbitro pitase dos penalties a favor del Barça, anulase un gol al Madrid y le expulsara un par de jugadores. Y que al día siguiente la prensa descubriese que el colegiado había compartido en vísperas del encuentro cena y montería con el presidente barcelonés, los dos ayudantes de línea, un importante dirigente federativo y el delegado del campo; todos ellos en alegre y jocunda confraternidad. Imaginen que se arma un escándalo de aquí te espero; los madridistas recusan al trencilla, piden la repetición del partido y rompen relaciones con la Federación, acusándola de conspirar contra sus intereses a favor del adversario.
Sigan imaginando que los personajes cuestionados declaran que sólo hablaron «del hecho cinegético», que en ningún momento se comentó nada del inmediato partido, que es una canallada dudar de su profesionalidad e imparcialidad y que lo que tiene que hacer el Madrid es atender a las causas de su derrota, no cometer penalties y dar menos patadas. En la siguiente jornada, el árbitro es designado para pitar de nuevo al equipo que le ha denunciado, al que vuelve a sancionar con un penalty mientras los organismos de supervisión se toman con máxima calma la denuncia recusatoria y confirman la correspondiente sanción a los futbolistas expulsados.
Sin salir del ámbito de la imaginación, examinen la reacción de la opinión pública. Los aficionados del Madrid cierran filas con el equipo y demandan la retirada de la competición. Los culés y el amplio sector antimadridista nacional deploran el victimismo del club, le acusan de conducta antideportiva y le recuerdan que los penalties fueron claros, las expulsiones justas y el gol anulado ilegal. Para los primeros, la reunión de vísperas fue un contubernio malicioso que invalida la imparcialidad del árbitro, vicia de sospecha sus decisiones y cuestiona de raíz el resultado. Para los segundos, se trata de un asunto por completo marginal al que se aferran los perdedores para tender una cortina de humo. Sólo un pequeño sector no alineado considera que, aunque el marcador fue justo y las infracciones sancionadas evidentes, la reunión previa del árbitro con uno de los bandos y con directivos de la Federación envenena de sospecha su actuación, constituye una manifiesta falta de respeto a las formas y ofrece indicios serios de connivencia que enturbian el espíritu del juego limpio.
Ahora dejen de imaginar, enciendan la televisión y abran los periódicos del día. Si encuentran alguna remota analogía política o judicial con este hipotético caso resultará absolutamente casual. Porque resulta inimaginable que cosas así sucedieran en el ámbito de un Estado de Derecho... ¿no?
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