martes, 22 de abril de 2008

La Transición exterior


Así nos cuenta Leopoldo Calvo Sotelo su aportación a la integración española en el concierto internacional:

En 1981 se completó la transición interior, aquella que devol­vió a los españoles el marco perdido de sus libertades; la fe­cha precisa, la de los pactos que fijaron el mapa de la nueva España autonómica a finales de julio.
Nada más extraño al pretendido talante ibérico que aquella ejemplar colaboración entre la izquierda y la derecha, entre los exiliados y perseguidos del franquismo. Nada más lejano de nues­tra historia de revoluciones o pronunciamientos que el consenso de los Pactos de la Moncloa.

La transición interior española desde un régimen autoritario a una monarquía parlamentaria se cumplió en un plazo más breve que la transición exterior, la que tendría por objeto situar a la España democrática en el lugar que le correspondía entre las nacio­nes.

En 1982, con el ingreso de España en la Alianza Atlántica, quedó también completa la transición exterior, la que devolvió a España el lugar que le corresponde en el concierto de las Nacio­nes.
Lo que podría ser el período constituyente de la política ex­terior pudo haberse cerrado también en 1982, cuando la adhesión de España a las Comunidades Europeas era un hecho que sólo aguar­daba precisiones técnicas y oportunidad en el calendario electo­ral europeo y cuando se formaliza la adhesión al Tratado de Was­hington.
Pero no sucedió así porque el gobierno socialista que continúa mi gestión y lleva a su término las negociaciones con el Mercado Común, pone en suspenso, primero, y reabre luego, la cuestión atlántica.
Toda la política española de defensa y, por lo tanto, la política exterior misma, entran a partir de 1983 en una etapa de confusión, que no sólo afecta a nuestra manera de estar en la Alianza Atlántica sino también a nuestro lugar en el mundo.
La confusión culmina con el imprudente referéndum sobre la OTAN y la campaña sobre el mismo, que ocupó el primer trimestre de 1986, en el que los políticos de la derecha pregonaban la abstención e incluso el no, mientras que los políticos de la izquierda (excluída la extrema izquierda) pedían ansiosamente el sí.
Para la opinión pública internacional todo aquello significaba que la política exterior seguía siendo una asignatura pendiente en la España nueva de la monarquía parlamentaria.
Hubo un resto de utopía y anacronismo en aquella repugnancia del PSOE a aceptar la forzosa disciplina multinacional de los nuevos tiempos, en aquella defensa de un ámbito de originalidad para la política exterior española, que aún buscaba protagonismo universal entre los no alineados, o encabezando una Comunidad Iberoamericana de tan difícil instrumentación política, o rever­deciendo históricos vínculos con el Islam.
Pienso que había una patética nostalgia de la autonomía que tuvo nuestra aventura imperial, un eco del viejo slogan "España es diferente", ignorando que fuimos diferentes mientras fuimos decadentes y que nuestra decadencia termina, precisamente, con nuestra integración definitiva en el grupo de nuestros vecinos occidentales, entre los que están nuestros adversarios históricos de ayer reducidos hoy, como nosotros, al juego solidario dentro de la Comunidad Europea y de la Alianza Atlántica.
Sobre la deca­dencia de las sucesivas hegemonías españolas, francesa e inglesa y el recelo ante una inevitable hegemonía alemana, se levanta la realidad ascendente de una Europa nueva, en cuya construcción nos corresponde un lugar destacado, pero escasamente original.
La incorporación de España a la Comunidad Europea y la Alianza Atlántica ha sido el final de nuestra larguísmima decadencia his­tórica y el principio de una nueva manera de ser español. UCD lo supo ver así en 1981; el Psoe necesitó cinco años más, pero pa­rece haberlo entendido ya.

El largo periodo socialista que se abre a finales de 1982 no volverá sobre la transición interior, como no sea para reducir el margen de libertades reales, pero sí sobre el exterior porque el presidente González dejó en suspenso nuestra integración occiden­tal hasta su tardía conversión de 1986 a la ética de la responsa­bilidad, cuando el penoso referendum sobre la OTAN.

Mi Gobierno se esforzó, y lo consigue, en devolver a España la confianza en las instituciones democráticas y en la libertad, comprometida por el golpe de Tejero.
Cuando fui elegido presidente el 25 de febrero recibí de Suárez una España traumatizada por el golpe, una España que du­dada de sus instituciones democráticas y hasta de la Corona.
Y en 1982 pude entregar a los vencedores socialistas una España resta­blecida en la normalidad política, confiada en la libertad y unida más que nunca a su Rey.
"No es cierto que se consolidara la mo­narquía parlamentaria por el triunfo socialista; más bien es cierto lo contrario, es decir, que el triunfo socialista fue po­sible porque estaba ya consolidada la democracia cuando se convo­caron las elecciones". Tratar como un hecho normal la grave de­rrota de UCD fue un último servicio de mi Gobierno a la noble causa de la normalización política.

Autobalance del Gobierno Calvo Sotelo:
*.- Demostrar que la democracia sóla se bastaba, sin acu­dir a situaciones de excepción, para volver a la normalidad.
*.- Fortalecer la posición internacional de España con la incorporación a la Alianza Atlántica y la negociación para el ingreso en la Comunidad.
*.- Serenar las tendencias sociales con el Acuerdo Nacio­nal sobre el Empleo.
*.- Completar y racionalizar el proceso autonómico y man­tener las cotas de libertad más altas que ha tenido España desde 1936.

El juicio, al amplificar la voz de los golpistas, les dio una presencia diaria en la opinión que no habían tenido nunca, ni se correspondía con su fuerza real; y esa presencia alimentó aquella historia de la democracia "vigilada", que traté, sin mucho éxito, de convertir en democracia "vigilante". No hubo en esos meses presión militar alguna sobre el Gobierno o su presidente. Los militares no presionan, porque no es lo suyo; presionamos los civiles sin armas.
El período constituyente de la monarquía parlamentaria se cerró en sentido estricto con la Constitución de diciembre de 1978; el desarrollo constitucional progresa muy rápida y sustan­tivamente en los tres años que siguen, y en una cuestión de tanta novedad e importancia como la estructura autonómica del Estado alcanzó su madurez con la definición del mapa autonómico español de julio de 1981. (Calvo Sotelo)

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