Alfonso Osorio, abogado del Estado, reflexiona sobre el falso paradigma de que el hiperlocalismo es sagrado.
—¿Cuál cree que es el origen del disparate que ha llevado a la construcción de instalaciones innecesarias en numerosos municipios y que ahora no podemos pagar?.
—Creo que el origen está en el título VIII de la Constitución al regular el Estado autonómico. Hasta ese momento en España teníamos dos problemas: el vasco y el catalán. Para resolver esas dos cuestiones los constituyentes decidieron, por influencia sevillana, practicar el «café para todos». Es decir, dividir España en 17 Comunidades. Eso inició una espiral diabólica, que es necesario corregir, pero que no acabará nunca mientras no se tomen medidas. El «café para todos» también se aplica a nivel provincial, municipal y localista. Todos queremos al lugar en el que hemos nacido —esa es nuestra patria—, pero llegar al extremo de que toda ciudad más o menos importante quiera tener un aeropuerto y un gran centro cultural, y que quiera singularizarse, inventando pasados históricos que no existen, ha provocado un desfase político, cultural y económico.
—¿Qué medidas hay que adoptar para corregirlo?.
—No es necesario modificar la Constitución para este tipo de cosas. Es una Constitución en la que, por primera vez en nuestra historia, todas las fuerzas políticas y culturales estaban de acuerdo en un texto. Pero hay que interpretarla bien, hay que volver a los orígenes. Por ejemplo, cuando el Gobierno transfiere una competencia a una Comunidad, por ejemplo la Sanidad, transfiere las competencias, pero no a los funcionarios, que se quedan en Madrid, engordando la Administración del Estado. Las autonomías crean su nuevo cuerpo de funcionarios para atender esa competencia y el gasto se ha multiplicado. Otro ejemplo: en España nunca hemos tenido una gran orquesta nacional, pero tenemos muchas malas en casi todas las Comunidades. Son ejemplos de cómo se malgasta el dinero de los españoles para atender las vanidades de los gobernantes autonómicos o locales.
—El precio de las vanidades...
—Sí, los políticos quieren satisfacer sus vanidades y las de sus administrados, lo que ha conducido a una serie de gastos innecesarios y superfluos que en muchos casos llegan al ridículo. Hay un ejemplo de particularismo que no supone ningún gasto pero es ridículo, que es el invento de las banderas pueblerinas de los ayuntamientos y de pedanías, y otros que sí cuestan ingentes sumas de dinero, como las embajadas de autonomías en el extranjero.
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