Juan Ramón Rallo
Aclaremos conceptos. La nueva Ley Antitabaco no es una agresión a los derechos de los fumadores. Los fumadores no tienen el más mínimo derecho, por la sencilla razón de que no son sujetos de derecho con entidad propia; son personas, y como tales sí poseen derechos, pero entre ellos no se incluye, por motivos que no deberían merecer mayor comentario, el de fumar allí donde les plazca.
Y ahora, la denuncia: la Ley Antitabaco constituye una agresión en toda regla al derecho de propiedad de los dueños de los locales abiertos al público. En concreto, y para no andarnos con medias tintas, estamos ante la nacionalización de su potestad para decidir si en su propiedad puede fumarse o no. En este sentido, la normativa es radicalmente liberticida, del mismo modo en que lo es toda nacionalización. Luego podrán salir algunos liberales haciendo de su capa un sayo y aireando argumentos rocambolescos para justificarla, al tiempo que defienden que el Estado no meta sus narices en las relaciones laborales o denuncian que los fríe a impuestos; pero ni eso volverá liberal la norma... ni antiliberales en todo lo demás a los susodichos personajes.
Lo peor de esta ley, siendo gravísimo este ataque a la propiedad privada, no es tanto que el Estado nos arrebate nuestros derechos –una vez más– como la sumisa, complaciente y jolgoriosa actitud que han adoptado muchos españoles. Lo peor, pues, no es que los políticos nos quieran robar, atracar y subyugar –es lo suyo–, sino que nosotros, por conveniencia o por estar sometidos a la tiranía del Síndrome de Estocolmo, justifiquemos a nuestros verdugos.
En primer lugar, los hay que nunca van a un bar y que piensan que esto no va con ellos: "Que hagan lo que quieran, a mí no me afecta". Pensamiento ingenuo que cree poder desentenderse del voraz intervencionismo del Estado del que es ciudadano. La estructura jurídica –y económica– de la sociedad nos afecta a todos, y la expropiación de una parte de los derechos de propiedad nos concierne a todos del mismo modo que la nacionalización de cualquier industria –aun cuando no guardemos relación con ella– o la abolición de la libertad de prensa –aun cuando no leamos periódicos–. Por desgracia, no hay búnkeres en los que resguardarse del Estado: los ha nacionalizado todos.
En segundo lugar, nos encontramos con propietarios de locales... ¡encantados con la ley! No, no se trata de enfermos de esquizofrenia, sino, más bien, de productores ineficientes que buscan quitarse de encima a la competencia. No hay duda de que a muchos propietarios les molestaba que se fumara en sus establecimientos. Como propietarios poseían, hasta hace un mes, la potestad de permitir fumar o de prohibirlo; pero si optaban por esta segunda opción, que era más compatible con sus preferencias, perdían demasiada clientela a favor de una competencia que sí permitía fumar, lo que erosionaba gravemente su cuenta de resultados. Tenemos aquí un caso paradigmático de lo que significa la soberanía del consumidor: aunque el propietario era soberano en sus dominios, no lo era para decidir cómo ganar dinero: eso era cosa del consumidor. Pero con la prohibición global a fumar, las cosas han dejado de ser así: ahora, el consumidor no pinta nada.
El caso que acabamos de ver no se diferencia demasiado de este otro: un productor con costes altísimos que presiona al gobierno para que decrete unos precios mínimos, esto es, para que le prohíba a su competencia vender a precios más bajos que los suyos. Empresarios así de codiciosos y prepotentes los habrá siempre en un mercado libre; la cuestión es si un gobierno debiera plegarse a sus deseos. Lo grave aquí no es que esos propietarios ventajistas renuncien voluntariamente a sus derechos de propiedad, sino que consigan que el Estado arrebate a sus competidores los suyos.
Luego nos topamos con los fumadores que consideran la norma un incentivo para abandonar su hábito: "No tengo fuerza de voluntad para dejar de fumar, así que necesito que el gobierno me ponga trabas". El punto flaco de esta justificación es que, como señalábamos al principio, la ley no limita los derechos de los fumadores que quieran ver restringidos sus derechos para que así tengan más fácil el dejar de fumar, sino los de los propietarios de los locales abiertos al público. El discurso es tan ridículo como lo sería desear que prohíban la venta de alcohol para curar a los alcohólicos, las prácticas sexuales para combatir la ninfomanía o las enfermedades de transmisión sexual, los casinos para prevenir la ludopatía y los centros comerciales para frenar el consumismo. Sólo el mayor de los desprecios a los derechos individuales puede llevar a la defensa de su violación para corregir malos hábitos, combatir adicciones o refrenar vicios.
Por último, toca la ineludible mención a los no fumadores, cuyos derechos se pretende defender con la nueva norma. Si los fumadores no tienen derechos en cuanto tales, los no fumadores tampoco; de ahí que sea del todo falso eso de que la ley restablece sus derechos. Todo lo contrario: esta ley no hace sino sancionar la violación de unos derechos, los de los propietarios de los locales en que se impide fumar. En este asunto no había colisión alguna de derechos que el Estado hubiera de arbitrar; aquí lo único que se ha hecho ha sido aplastar el derecho de propiedad de unos ciudadanos muy concretos, de un modo similar a cómo se violarían los derechos de propiedad de mi casa si me impidieran fumar en ella en presencia de mis invitados o si me forzaran a corregir la decoración de mi residencia para no irritar o dañar la sensibilidad estética de mis huéspedes.
El derecho de los no fumadores a no respirar el humo de los locales abiertos al público estaba perfectamente protegido desde el momento en que no se les obligaba a entrar en ninguno de ellos. Habrá quien considere que el penetrar en la propiedad de un tercero sin imponer a éste sus preferencias supone una violación de sus derechos como cliente. Pero ¿qué derechos son esos? Dejémonos de cabriolas y piruetas éticas para intentar justificar un atropello: no existe derecho alguno a entrar en un local, ni a imponer a nadie los propios caprichos, ni a disfrutar de la vida en bares y restaurantes. En caso contrario, los dueños de locales no tendrían derechos, serían nuestros esclavos. Demasiada inconsistencia, en fin, en un razonamiento cuyo corolario, además, sólo puede ser que el Estado garantice nuestro derecho al ocio asegurando una correcta provisión del mismo en todas las villas, aldeas, pedanías, pueblos, barrios y ciudades de España. Un derecho de tercera o cuarta generación, tan disparatado como el derecho al paisaje, a la cultura o a una vivienda digna.
Es más sencillo y decoroso llamar a las cosas por su nombre: hemos asistido a una nacionalización parcial de los derechos de propiedad. Sin más. Luego podremos revestir esa indiscutible agresión con el ropaje de la defensa de los derechos de los no fumadores o alguna otra barrabasada, del mismo modo que se habla con tanta soltura de justicia social o de solidaridad intergeneracional cuando se trata de robar a unos para contentar a otros, o de derechos históricos para justificar otras agresiones abiertas a la libertad individual y la propiedad privada, pero las cosas seguirán siendo como son. Lo peor sería no tener presente que aquí se está reprimiendo la libertad, y que el mal ejemplo puede extenderse a otros ámbitos de la vida.
Por cierto: ni fumo, ni soy propietario de un local abierto al público ni tengo particular interés en que se fume en mi presencia. Por si alguien, a la muy marxista manera, pensaba que sólo estaba racionalizando mis explotadores intereses de clase capitalista y fumadora.
lunes, 31 de enero de 2011
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