Desde la aprobación de la Constitución, el desarrollo del Estado de las autonomías ha estado sometido a análisis críticos desde todos los ámbitos posibles: el derecho, la economía financiera, el mundo empresarial y sindical, el político.
Críticas propias de las consecuencias visibles y los efectos de un proceso de construcción de un nuevo Estado descentralizado, que han servido, en muchísimas ocasiones, para adoptar reformas y medidas necesarias y convenientes, y modular su evolución en la dirección adecuada. Hasta llegar a un punto en que la conclusión general, o casi al parecer, es que el Estado de las autonomías ha sido un éxito en términos generales, con determinados problemas pendientes y otros que van surgiendo de su propia evolución y del transcurso del tiempo.
Cada cierto tiempo, sin embargo, y recurrentemente, alguien -siempre los mismos- eleva el tono y aprovechando cualquier motivo de mayor o menor cuantía va inoculando informaciones interesadas que generan dudas y reservas sobre las autonomías, su funcionamiento y sus efectos sobre el futuro de España. Primero se denuncian duplicidades de todo tipo, despilfarros masivos, burocracia mastodóntica, sueldos exorbitantes, proyectos faraónicos, clientelismo; con o sin base real según los casos, y aportando datos más que discutibles y en la mayoría de los casos exagerados. Para, inmediatamente, concluir: o España se rompe, o avanza hacia el caos, o el mercado interior está roto, o nuestra estructura territorial es inviable. Por la solemnidad de las declaraciones, la conclusión perece revestida de infalibilidad; por su gravedad, parece reflejar una situación de emergencia. Para acabar concluyendo la inevitabilidad de replantearse nuestro Estado de las autonomías.
No parece influir en el estado de ánimo de estos hackers autonómicos que ninguna de sus agoreras predicciones se haya siquiera vislumbrado en el horizonte, ni que el propio Estado haya afrontado con éxito situaciones delicadas porque tiene, y ha usado, los instrumentos necesarios para abordar los problemas que van surgiendo. Inasequibles al desaliento, una y otra vez intentan el asalto, lo que refleja una convicción ideológica profunda que añora la España centralista y reniega de la diversidad y la pluralidad de la sociedad española y de la necesidad de su articulación desde el respeto y reconocimiento mutuo.
Sin embargo, hasta ahora, y nada permite concluir que no ocurra en el futuro, nuestro Estado ha ido abordando y solucionando los problemas que han surgido en un proceso de por sí complejo y que se ha demostrado muy eficiente porque ha contribuido sustancialmente a la modernización y el progreso de España en todos los ámbitos.
Si alguien pretende que cada uno nos pongamos de cada lado de una línea divisoria, muchos lo tenemos claro: defenderemos el Estado de las autonomías porque creemos que es la mejor solución para esta España diversa que ha buscado durante demasiado tiempo convivir en libertad; porque creemos que democracia y autonomía territorial son y deben ser ya inseparables porque fortalecen el proyecto de unidad.
A partir de ahí, discutamos los problemas existentes y busquemos soluciones. Pero cada problema en su cesta, cada solución pactada y cada uno asumiendo su responsabilidad. Estas son las reglas del juego y la responsabilidad de respeto con todos. Porque, y con frecuencia se ignora, el poder público está en nuestro país profundamente distribuido, territorial y también ideológicamente. Los dos grandes partidos de ámbito nacional, los nacionalistas, los regionalistas y otros han gobernado y gobiernan en el ámbito autonómico. Todos, por tanto tienen su cuota de responsabilidad en el pasado y en el futuro del Estado de las autonomías. Incluso, en muchos ámbitos, mayor que el Gobierno de España de cada momento. Y también en la gestión diaria de los Gobiernos autónomos, buena o mala, y en sus efectos sobre el conjunto del Estado, en su lealtad al mismo y en su actitud de colaboración, afortunadamente podríamos concluir. Por tanto, la responsabilidad es compartida. No vale achacar esa responsabilidad en exclusiva al Gobierno estatal de turno, buscando una rentabilidad política que será injusta e incluso irresponsable.
En estos momentos, se cuestiona la capacidad del Estado de controlar el gasto público autonómico. Está en vigor un sistema de financiación autonómica que, sustancialmente, permite a las comunidades disponer de unos ingresos en función del rendimiento de los grandes impuestos que pagamos todos. Incluso tienen la facultad de modificar algunos elementos de estos impuestos, y de crear o suprimir otros, en función de sus necesidades y prioridades. Sus gastos deben acomodarse a esos ingresos.
Y, ahora, cuando se han resentido los ingresos fiscales, a nadie debe sorprender que las comunidades deban ajustar sus gastos a los ingresos, mermados sustancialmente. Con el mismo automatismo con que sus ingresos crecían en épocas de bonanza. Y aquí acaba el problema, al menos institucionalmente. El resto es gestión, que por cierto muchas comunidades están haciendo con lealtad y responsabilidad en estos momentos.
¿Y quién controla este proceso de ajuste? Ante todo, las propias instituciones autonómicas, sus Parlamentos, sus órganos de control, y finalmente sus ciudadanos, debidamente informados, que periódicamente exigirán cuentas de su gestión a los responsables autonómicos. Y, como parece el caso, cuando la situación pueda afectar al sistema financiero español en su conjunto, en uso de sus atribuciones constitucionales, al Estado. No nos rasguemos las vestiduras ni, en la confusión, tratemos de sacar provecho político.
Por tanto, suenan a vacías, a huida hacia delante, a mirar hacia otro lado, las actitudes de echar la culpa a otros o de dar por inviable el sistema autonómico por prejuicios ideológicos. No debe extrañar por tanto que afirmaciones como la de recuperar competencias, o recortarlas, o hacer una ley no se sabe muy bien para qué, se interpreten como actitudes de desconfianza o rechazo a un sistema de convivencia que tanto nos ha costado y nos está costando construir. Aunque, por decirlo todo, más llamativo aún es el silencio clamoroso de responsables autonómicos que debe también interpretarse, lejos de conformidad con sus responsables nacionales, de profunda discrepancia. ¿O no? Es exigible una mayor transparencia también en este punto, al menos para saber a qué atenernos.
Este ruido oculta, finalmente, una evidencia. Naturalmente que existen problemas, y serios, en la estructura territorial del Estado. Muchos, yo mismo desde la responsabilidad de presidente del Senado, los venimos explicitando públicamente desde hace mucho tiempo. Si algo le falta al Estado de las autonomías es, de un lado, una gran dosis de lealtad, de cooperación y colaboración, tal como se entiende en los Estados federales, y la consecuente asunción de responsabilidades de cada cual en su ámbito, y de otro, la reforma y adecuación de algunas instituciones estatales, el Senado el primero, a la realidad de la España autonómica de hoy y del futuro. Asumo la crítica y exijo que la reforma se lleve a cabo, su demora no se justifica. Muchos de los problemas tendrían un cauce institucional más participativo, transparente, sereno y democrático para ser abordados. Sin alarmismos, sin estridencias que no llevan más que a justificar el victimismo nacionalista.
No insistiré esta vez en ello. Pero cada vez que surgen estos problemas, se evidencia la irresponsabilidad de mantener congeladas estas cuestiones pendientes que miran hacia delante, no hacia atrás. Y sin argumentos de entidad, pero que sirven de cobertura para concluir que el sistema es inviable. Ahora bien, insisto, si lo que se quiere es trazar una raya y que cada uno se sitúe a un lado de la misma, muchos, la mayoría, sabemos desde de qué lado estamos. Ni con separatistas, ni tampoco con separadores.
Javier Rojo es presidente del Senado.
jueves, 27 de enero de 2011
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