miércoles, 19 de enero de 2011

El verbo dimitir

Si el efecto de error-dimisión no se activa de forma mecánica se produce un vicio de corrosión en la política
IGNACIO CAMACHO. ABC, 19/01/2011.
EN la democracia sana el concepto de dimisión está ligado al de responsabilidad política y al de dignidad moral. Cualquiera puede equivocarse en el desempeño de una función pero los servidores públicos depuran con la renuncia sus errores o los de sus subordinados, como forma de demostrar que sus cargos representan funciones eventuales al servicio de los ciudadanos. Cuando ese efecto de error-dimisión no se activa de forma natural se produce un vicio de corrosión en la política, degradada a un mero mecanismo de ocupación del poder. Así ocurre desde tiempo inmemorial en España, donde el régimen de libertades no acaba de desprenderse de los tics del caciquismo y de la dictadura, y donde la asunción voluntaria de responsabilidades se considera un deshonor, una derrota y una concesión inaceptable al adversario.


Para diferir en lo posible esa necesidad higiénica, los partidos alumbraron una doctrina-coartada que consiste en referenciar las conductas en entredicho a las sentencias judiciales, evitando las renuncias o ceses por acumulación de indicios. Sin embargo, cuando los tribunales expiden fallos desfavorables nuestra dirigencia encuentra nuevas excusas y recursos dilatorios que eviten el desagradable saldo de cuentas. Estos días hemos asistido a tres casos flagrantes de elusión del deber ante pronunciamientos taxativos de la justicia, sin que ninguno de ellos mueva a escándalo a una sociedad acostumbrada a la burla de sus representantes públicos. Una dirigente del PSOE madrileño inhabilitada por prevaricación que se manifiesta dispuesta a continuar en su puesto orgánico; un diputado del PP condenado por conducir con alta tasa de alcohol —violando la ley que él mismo votó— que ni se cuestiona la posibilidad de dejar su escaño; un presidente autonómico —Griñán—y un vicepresidente de la nación —Chaves— que no mueven una ceja ante la desautorización judicial de sus manejos para echar tierra sobre un flagrante caso de nepotismo. Ni una leve petición de disculpas, ni un atisbo de arrepentimiento o reconocimiento de errores. Cuánto menos una simple consideración de la posibilidad de que haya quedado invalidada su aptitud para el ejercicio irreprochable de funciones públicas.


En ese contexto poco puede extrañar que un funcionario como el delegado del Gobierno en Murcia admita el fracaso de su gestión de seguridad que supone la agresión a un consejero regional en un ambiente de crispación minimizado como «irrelevante». O que el alto directivo de un importante banco permanezca aún en su puesto tras recibir del Supremo una condena de ocho meses por estafa procesal. Cuando la noción de ejemplaridad en el liderazgo desaparece en aras de un corporativismo de intereses, no hay otra regla que el pragmatismo y la autoconveniencia. La calidad democrática y la responsabilidad social son tan sólo hermosos epígrafes para seminarios académicos.

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