ACAPONADA la esperanza de un cambio redentor de los muchos errores, prejuicios y rencores que conforman el «programa» de José Luis Rodríguez Zapatero, risueño sin causa, volvemos al fatalismo que, hasta donde alcanza la memoria, configura la vida política española.
A corto plazo hay poco que esperar porque el omnímodo y mal acompañado presidente del Gobierno, con tres años por delante, ni siquiera tiene conciencia de la naturaleza y hondura del problema que nos acosa.
Sigue atribuyéndoselo a la crisis global y al empedrado. No advierte que es él mismo -sus prejuicios energéticos, sus complejos sociales, su obsesión electorera y su falta de un proyecto político- la razón determinante de nuestros males.
Felipe González, al que según el fatum establecido ha hecho bueno Zapatero, ha salido de su letargo y, quizás viéndose presidente de la UE si terminan por cuajar los supuestos de Lisboa, colea de nuevo.
Lanza al aire buenos consejos basados en la experiencia y, de vez en cuando, con la distancia que adornan las canas, le arrea un palmetazo a su poco aventajado alumno socialista, demoledor secretario general del PSOE y lamentable presidente del Gobierno.
A González, como a cualquiera que sepa de lo que habla, le inquieta que los planes para combatir la crisis que maneja el Gobierno «no sean claros» y apunta los muchos riesgos que conlleva la obsesión de Zapatero de asirse a los agentes sociales para no caerse.
Lo que el sevillano ha dicho de la central nuclear de Garoña y su escéptica valoración de las energías alternativas que, sin reparar en gastos y viabilidades, tanto entusiasman a los verdes, demuestra que el sentido común puede, y debe, ser previo a cualquier postura partidista.Pero, ¿cómo se le puede explicar algo así a quien no tiene mayores fundamentos en el magín que los acuñados por la progresía rampante?.
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