Ortega escribió en 1935:
“No he sido nunca nacionalista; pero he sido siempre nacional, y esto significa para mí sentir un entusiasmo siempre renaciente ante las dos docenas de cosas españolas que están verdaderamente bien y un odio inextinguible hacia todo lo demás que está verdaderamente mal. Claro es que este amor y este odio ejercitan su contraria operación sobre un fondo de radical solidaridad con todo lo que ha sido y es el pueblo a que pertenezco”.
Se quiera o no, cada uno pertenece a una nación, lo que significa heredar una historia y haber mamado unas tradiciones y modos de ser. Las naciones, no obstante, no son entes estáticos, sino proyectos de futuro desde un punto presente que es herencia de un pasado. En todo momento es una construcción de los ciudadanos mediante un plebiscito de todos los días y de cada momento.
En España, un buen número de intelectuales de izquierdas sienten desafección a todo lo que suene a nacionalismo español por la apropiación que de la idea de nación española hizo el franquismo, heredero de esa España de “cerrado y sacristía” que criticó Antonio Machado; una idea de España excluyente no admite alternativas y tilda a “los otros” de “anti-España”.
Hoy la idea de una nación española está desprestigiada, especialmente en los “territorios” donde el control de la educación por partidos nacionalistas excluyentes ha permitido acentuar (en una manipulación de la historia) el origen histórico de nuestro presente.
La ignorancia generalizada hace el resto.
España como nación no es comprensible sin la integración de todos sus pueblos y sus culturas que forman parte de su “cultura común”.
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