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El naufragio
MANUEL MARTÍN FERRAND
Los profetas de la política no pudieron augurar que Rajoy
siguiera los pasos de Zapatero. Parecía un imposible metafísico, pero ahí está
la realidad.
SEGÚN pasan los días, vertiginosamente, Mariano Rajoy -su
política, su conducta, su actitud- se asemeja más a José Luis Rodríguez
Zapatero. ¿Será que el escenario, el decorado y el ambiente tienen fuerza
determinante sobre la sensibilidad y las ideas del inquilino titular de La
Moncloa? Nunca se sabe.
Zapatero, escaso de experiencia y sobrado de buena
voluntad, se instaló en un buenismo infantil que, posiblemente, alcanzó su cota
máxima con la prédica de la «alianza de las civilizaciones», un propósito tan
benemérito como inútil que las Naciones Unidas han terminado por aceptar como
causa propia. Rajoy, entonces en la oposición, hizo lo que otros muchos
hicimos: dudar de la integridad intelectual del leonés, preso en un arrebato de
fraternidad universal. El islam y el mundo occidental, cristiano, pueden llegar
a convivir pacíficamente en aras de una mutua tolerancia; pero sus ideas, en
profundidad, son antagónicas. La condición monoteísta es el único punto de
encuentro entre ambos modos de entender y relacionarse con Dios y, sobre todo,
el magma cultural que de ello se deriva tiene cargas que se repelen
violentamente cuando tratan de juntarse.
Ahora, Rajoy, por un plato de lentejas -un asiento
provisional en el Consejo de Seguridad- se ha convertido en continuador de su
predecesor en eso tan quimérico y hueco de la «alianza». La asimetría que las
teocracias islámicas marcan en su relación con los países cristianos
-democráticos- es tan grande que resulta difícil el equilibrio que hoy
occidente mantiene con ellos. Conviene recordar a Oriana Fallaci que, tras el
11-S verdadero, el de Nueva York, interrumpió su agonía para prevenirnos desde
el conocimiento y la experiencia, contra el fundamentalismo islámico que, desde
entonces, no ha dejado de crecer y certificar sus amenazas con un reguero de
cadáveres occidentales.
Los profetas de la política, que no son pocos, no pudieron
augurar que Rajoy siguiera los pasos de Zapatero. Parecía un imposible
metafísico, pero ahí está la realidad. Una realidad errática que viene marcada
por otra singularidad de la vida política española, la falta de consenso entre
los grandes partidos nacionales sobre las líneas maestras de la política
exterior. Es la misma demoledora carencia de acuerdo que fomenta la
efervescencia secesionista de los partidos nacionalistas y que introduce,
siempre fuera del Parlamento, un debate nacional distante del que reclaman los
ciudadanos y que es germen de la desafección y distancia entre los ciudadanos y
sus representantes, entre el pueblo y la política. El hecho de que Rajoy
continúe la labor integradora entre civilizaciones y culturas irreconciliables
que comenzó su predecesor, algo que el del PP criticó con saña, es otra prueba
del naufragio. Sálvese quien pueda.
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