GABRIEL ALBIAC.
Muchos piensan que es hora de abandonar al suicida a su
destino: sus estériles raíces
CAREZCO de raíz: no soy un árbol. Y de las muchas
necedades que fueron el precio de aquel fin pactado de la dictadura, fue la
nacionalista la más extraña. ¿Qué puede llevar a un adulto en sus cabales a
juzgar más precioso el honor de tierra, sangre, cromosomas y mitos que el
sereno cuidado de sí mismo? De las innumerables reflexiones sobre las
hecatombes nacionales, sólo me es convincente la cínica anotación del
Guicciardini que, hace medio milenio, dice no ver tragedia en la muerte de una
patria -todo muere- y sí en el doloroso impacto de sus cascotes sobre nuestras
cabezas. Todo muere: las naciones y nosotros. Cuando esa hora llega, es mejor
no batallar con el destino: planificar, tan sólo, que la inevitable defunción
de unos no arrastre la de todos.
Cataluña se muere. Es sólo un hecho. En un arrebato
suicida que todo lleva a pensar irreparable. Es triste. Por suicidarse es
potestad del sujeto libre. No será la primera vez que la pulsión nacionalista
acaba en eso. Sucedió en las Alemania y Austria de entreguerras, ni siquiera
hace un siglo. Sucedió en la mutación de un gang de narcotraficantes albaneses
en Estado kosovar, hace un par de decenios. Así son las cosas. Cuando tales
deseos de morir irrumpen, sólo queda trazar una barrera protectora: que aquel
que quiera perecer perezca; sin salpicar demasiado.
Cataluña es hoy residuo de un esplendor perdido. No hay
enigma: la nostalgia como única política lleva necesariamente a eso. La
nostalgia erige en exigencia lo que jamás existió; es la triste constelación de
fantasías con la cual ha de jugar aquel que sabe que no supo enfrentarse a la
cadena de sus errores. La retórica nacionalista ha convertido a la brillante
Cataluña de hace cuarenta años en esto: sociedad obsoleta, en lo social y
cultural tanto como en lo económico. Su inenjugable endeudamiento es sólo
síntoma de un estado terminal.
Es el nacionalismo ideología matriarcal -¡ah, la pobre
sufriente madre patria…!- y cálida. Consuela, de momento. Hasta el instante de
estamparse contra la realidad tan fría. Pero eso será luego. De momento, los
cánticos y danzas locales reconfortan: sueñan volver a un bucólico paraíso
perdido. A quienes nada creemos, nos dan risa benévola los paraísos, los coros
y las danzas. Pero el nacionalismo es cosa de creencia. Y de nulo sentido del
humor. Y la mayor puerilidad reviste, en él, valor de mito. Constituyente.
Tras una hipotética independencia, Cataluña quedaría fuera
del doble blindaje de España y de la UE: de una España que es su mercado
cautivo y casi único; de una UE cuya normativas la forzarían a ponerse en la
cola para solicitar un ingreso que ni siquiera podría empezar a tramitarse
hasta que acabe el de Turquía. En el curso de ese largo plazo, el nuevo pequeño
Estado quedaría exento de ayudas europeas y compras españolas, y el alzado de
su fronteras impediría a las multinacionales allí asentadas operar libremente
en Europa. No hay a eso más horizonte que el de la bancarrota.
Pero hay veces en que uno desea naufragar. Y nadie puede
impedirlo. La ley permite tramitar ese naufragio. Conforme a lo que la
Constitución codifica. La reforma constitucional, aparte de otras
complejidades, requerirá un referéndum: no en Cataluña, sino en España, porque
un sujeto constituyente sólo puede legalmente ser disuelto por él mismo. Puede
que el «sí» sea más abundante en el resto de España que en las cuatro
provincias catalanas. Muchos piensan que es hora de abandonar al suicida a su
destino: sus estériles raíces.
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