miércoles, 26 de septiembre de 2012

Estériles raíces




GABRIEL ALBIAC.
Muchos piensan que es hora de abandonar al suicida a su destino: sus estériles raíces

CAREZCO de raíz: no soy un árbol. Y de las muchas necedades que fueron el precio de aquel fin pactado de la dictadura, fue la nacionalista la más extraña. ¿Qué puede llevar a un adulto en sus cabales a juzgar más precioso el honor de tierra, sangre, cromosomas y mitos que el sereno cuidado de sí mismo? De las innumerables reflexiones sobre las hecatombes nacionales, sólo me es convincente la cínica anotación del Guicciardini que, hace medio milenio, dice no ver tragedia en la muerte de una patria -todo muere- y sí en el doloroso impacto de sus cascotes sobre nuestras cabezas. Todo muere: las naciones y nosotros. Cuando esa hora llega, es mejor no batallar con el destino: planificar, tan sólo, que la inevitable defunción de unos no arrastre la de todos.

Cataluña se muere. Es sólo un hecho. En un arrebato suicida que todo lleva a pensar irreparable. Es triste. Por suicidarse es potestad del sujeto libre. No será la primera vez que la pulsión nacionalista acaba en eso. Sucedió en las Alemania y Austria de entreguerras, ni siquiera hace un siglo. Sucedió en la mutación de un gang de narcotraficantes albaneses en Estado kosovar, hace un par de decenios. Así son las cosas. Cuando tales deseos de morir irrumpen, sólo queda trazar una barrera protectora: que aquel que quiera perecer perezca; sin salpicar demasiado.

Cataluña es hoy residuo de un esplendor perdido. No hay enigma: la nostalgia como única política lleva necesariamente a eso. La nostalgia erige en exigencia lo que jamás existió; es la triste constelación de fantasías con la cual ha de jugar aquel que sabe que no supo enfrentarse a la cadena de sus errores. La retórica nacionalista ha convertido a la brillante Cataluña de hace cuarenta años en esto: sociedad obsoleta, en lo social y cultural tanto como en lo económico. Su inenjugable endeudamiento es sólo síntoma de un estado terminal.

Es el nacionalismo ideología matriarcal -¡ah, la pobre sufriente madre patria…!- y cálida. Consuela, de momento. Hasta el instante de estamparse contra la realidad tan fría. Pero eso será luego. De momento, los cánticos y danzas locales reconfortan: sueñan volver a un bucólico paraíso perdido. A quienes nada creemos, nos dan risa benévola los paraísos, los coros y las danzas. Pero el nacionalismo es cosa de creencia. Y de nulo sentido del humor. Y la mayor puerilidad reviste, en él, valor de mito. Constituyente.

Tras una hipotética independencia, Cataluña quedaría fuera del doble blindaje de España y de la UE: de una España que es su mercado cautivo y casi único; de una UE cuya normativas la forzarían a ponerse en la cola para solicitar un ingreso que ni siquiera podría empezar a tramitarse hasta que acabe el de Turquía. En el curso de ese largo plazo, el nuevo pequeño Estado quedaría exento de ayudas europeas y compras españolas, y el alzado de su fronteras impediría a las multinacionales allí asentadas operar libremente en Europa. No hay a eso más horizonte que el de la bancarrota.

Pero hay veces en que uno desea naufragar. Y nadie puede impedirlo. La ley permite tramitar ese naufragio. Conforme a lo que la Constitución codifica. La reforma constitucional, aparte de otras complejidades, requerirá un referéndum: no en Cataluña, sino en España, porque un sujeto constituyente sólo puede legalmente ser disuelto por él mismo. Puede que el «sí» sea más abundante en el resto de España que en las cuatro provincias catalanas. Muchos piensan que es hora de abandonar al suicida a su destino: sus estériles raíces.

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