Los Estados-nación soberanos están liquidados en Europa, son
residuos.
El déficit fiscal catalán es excesivo, pero no un “expolio”:
arréglese.
Los catalanismos siempre antepusieron dirigir España a irse de ella
XAVIER VIDAL-FOLCH 25 SEP 2012 - 00:04 CET (El País)
Lamento traer desde Europa esta noticia: la independencia es
imposible. No porque alguien la impida. Sino porque la independencia ya no
existe en la Europa real, la UE. Como no existe el Estado-nación. Ni la
soberanía nacional. Aún pesan. Pero son solo residuo histórico, apariencia en
estado terminal, ensoñación.
El sociólogo Daniel Bell estableció ya en 1987 que el Estado
era “demasiado pequeño para atender a los grandes problemas del mundo actual y
demasiado grande para encarar los pequeños problemas cotidianos del ciudadano”.
Desde entonces, el declive del Estado cabalga a la velocidad de la luz. Sobre
todo en Europa, empujado por las pinzas trabadas entre la federalización
comunitaria y la globalización; entre la transferencia de soberanía hacia
arriba y el traspaso de competencias hacia abajo.
El vaciado del Estado-nación ha sido aquí tan drástico que
lo ha desnaturalizado enteramente. No conserva intacta ninguna de sus grandes
funciones específicas. Ni acuñar moneda (pasó al BCE), ni guardar fronteras y
aduanas (suprimidas las internas del continente por Schengen; compartidas las
exteriores), ni la de una verdadera política exterior (las diplomacias han
iniciado su fusión lenta en el SEAE), ni la de hacer individualmente la guerra
(salvo caricaturas como la de Perejil).
En estos años de crisis, el despojo de las competencias
remanentes es de vértigo. Sobre todo en la economía, que es precisamente la
motivación subyacente al independentismo catalán de nuevo cuño, posidentitario.
Todos los instrumentos clásicos de política económica están transferidos o se
están transfiriendo a la UE:
1) El monetario y financiero, o manejo del tipo de
interés y la cantidad de dinero en circulación, la supervisión bancaria.
2) El
cambiario, o manejo del tipo de cambio.
3) El fiscal, o presupuesto e
impuestos.
4) El comercio exterior, la tarifa exterior común, las decisiones
comunes en la OMC.
5) Incluso el mercado laboral, la Seguridad Social y las
políticas de empleo y sociales (de la edad de jubilación a las pensiones) se
van equiparando a rebufo de la crisis.
Cataluña es identificable como tal; España no lo es sin
Cataluña: se resistiría con empeño numantino
Los polemistas ágiles endosan estos argumentos, pero arguyen
que ya les bastaría para sí con la sombra, residuo, símbolo o apariencia de
poder de los Estados, aún notable.
Reclaman Estado, aunque esté desnudo. Se
entiende en el corto plazo, pero no parece lúcido apostar a largo plazo por una
construcción histórica en decadencia, llegar cuando todos se van, incluso
aunque ignoren que se van. Ni es hábil agotarse en melancolías, cuando la nueva
fisonomía de la Unión requiere de una rebeldía, esta sí, con causa de futuro:
un potente combate por una unión política que ejerza el control democrático
sobre los nuevos poderes, europeos. Si el poder está en Europa, controlemos
Europa, no sus sucedáneos.
La historia. Si el beneficio de la independencia sería,
pues, más bien marginal, ¿vale la pena pagar el alto coste que conllevaría?
La
historia arroja pistas sobre esa relación coste-beneficio. Cataluña es
imaginable como entidad diferenciada, objeto identificable, independiente,
porque lo ha sido. Como Principado confederado en la época medieval; como país
asociado a la monarquía francesa de Luis XIII entre 1640 y 1652; como un
conjunto de “estructuras de Estado” específicas, salvo la Corona, hasta 1714; como
región autónoma en los años treinta; como nacionalidad desde 1978. Pero España
sin Cataluña no es pensable, rechina al imaginario colectivo. Con razón. No
sería, porque al cabo España es una realidad integradora de muchos factores,
pero muy destacadamente el producto de la fusión de sus matrices castellana y
catalana.
¿Qué implica esto? Que viviría una secesión con desgarro
ontológico: el de pasar de ser a no ser. Recordemos el trauma de la pérdida de
las últimas colonias, Cuba y Filipinas; aún restalla en la conciencia colectiva
el 98. Esos choques generan conflicto. La hipótesis de una separación blanda se
trufa de adjetivos amables: “pacífica”; “negociada”; “ecuánime”; sin “cambios
radicales” en el marco legal; en un “entorno de normalidad”, la sueñan Modest
Guinjoan y Xavier Cuadras (SenseEspanya, Pòrtic, Barcelona, 2011) para
minimizar su coste.
A la luz de la historia ese escenario idílico parece
improbable. Más bien el recelo sería grande y la resistencia quizá numantina;
comprobaremos los indicios en la campaña de Navidad. Una técnica habitual en
otros lares para domeñar esas reacciones es la de la respuesta radical,
populista. Lo que enconaría el conflicto Cataluña-España (o resto de) y dentro
de Cataluña: liquidaría la unidad cívica del pueblo catalán. Un bien precioso
siempre. Y en sociedades complejas y mestizas, aún más delicado.
Si el camino autonómico federal es imposible, ¿no lo es aún
más la, más ardua, vía de la secesión?
El catalanismo. Los catalanismos —de izquierda y de derecha—
de vocación mayoritaria nunca fueron independentistas (más de cinco minutos).
Siempre persiguieron dos objetivos, arduos de conciliar: la autonomía de
Cataluña y la participación en la dirección de España. “Cataluña ha de ir a la
conquista de España”, proclamaba Enric Prat de la Riba. Apostemos por “la
Catalunya gran en l’Espanya gran”, le secundaba Francesc Cambó. Lluís Companys
se enfrentaba al alzamiento al lema de “Catalunya i la República dins lo cor de
tots”. “Se nos asigna un papel de máquina de tren, no de maquinista”, se
lamentaba Jordi Pujol. “Lo que es bueno para Barcelona, es bueno para Cataluña
y bueno para España”, sintetizaba Pasqual Maragall.
Ahora se aduce que la vía autonomista hacia esos fines está
cegada. Lo estaría por culpa de la inquina conservadora al Estatuto (que
incluyó un seudo referéndum); de la sentencia restrictiva del Constitucional;
del excesivo déficit fiscal; de la asfixia recentralizadora a las competencias
de las comunidades; de la cicatería en el reparto de la factura de la crisis
económico-presupuestaria. Todo eso, en uno u otro grado, es cierto. Pero no
predetermina que la solución sea la separación.
Se alega que la cerrazón centralista es absoluta, que apenas
hay algún federalista de ocasión más allá del Ebro (aunque, albricias, empiezan
a proliferar). Por partes. ¿Acaso se olvida que esa misma España aprobó en las
Cortes un Estatuto catalán avanzadísimo? Con recortes, sí, pero cuyo desmoche
todos dicen lamentar, ¿o no? Pues no debía estar tan superado...
¿Es ya impracticable la vía autonómico federal? Las quejas
por los retrocesos del actual Thermidor son razonables, pero si esa vía es
impracticable a causa de la caverna, ¿acaso es más hacedero un camino aún más
empinado? Quienes mezclan a todos y consideran que en España todos compiten en
aversión a lo catalán, pueden renegar de la tradición catalanista y proyectar
“nuevas ilusiones”. Pero su opción fracasó siempre. Quizá fuese más práctico no
reincidir en el error. Sobre todo si al final del camino la independencia no es
tal.
La economía. El último alimento de esas ilusiones
independentistas está siendo el agravio financiero, el déficit fiscal —el saldo
entre la contribución catalana a la Hacienda común y el flujo que recibe—,
reputado excesivo. La Generalitat de Artur Mas ha nutrido la transmutación de
la lógica queja crítica contra su exceso en una protesta por un
supuesto“expolio”, eso tan cariñoso del “España nos roba” que pregonan los
medios subvencionados.
¿Cómo la ha alimentado? Censurando la mitad de los seis cálculos
de la balanza fiscal, para concluir que en 2009 el déficit catalán fue de
16.409 millones, un 8,4% de su PIB, según el método del “flujo monetario” con
una de las correcciones posibles. Algo a todas luces desorbitado, por más
solidario que uno pretenda ser. Con igual método pero con la corrección que
olvida, sería solo de 12.216 millones, el 6,2%, como sabe el Parlamento catalán
(2 de mayo, comparecencia de la profesora Maite Vilalta). La diferencia entre
el 6,2% y el 8,4% es lo que permite catapultar verbalmente el exceso hacia un
presunto “expolio”.
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