Ayer en la manifestación de Madrid |
LA ensimismada matraca del nacionalismo se ha vuelto a
cruzar en el escenario de una nación a punto de quiebra.
No es un hecho casual: la ofensiva soberanista trata de
aprovechar la debilidad del Estado y la falta de cohesión de una sociedad
afligida por la crisis. Hay un profundo malestar ciudadano que incita al
desistimiento de problemas que la mayoría puede tender a considerar de rango
menor. La secesión catalana no lo es objetivamente pero mucha gente siente en
España la tentación de enviar ese debate a paseo. Y los promotores del acelerón
independentista no sólo lo saben sino que cuentan con esa pulsión escéptica
para crear condiciones favorables a su causa.
El Estado, que no sólo el Gobierno, está bajo asedio.
Por fuera presionan los mercados de deuda, ansiosos ante
la incertidumbre del rescate financiero. Por dentro se incuba un desafecto
antipolítico que provoca sacudidas radicales como la de ayer ante el Congreso,
minoritaria en la calle pero con fuerte respaldo entre una izquierda
deconstruida y entre los numerosos usuarios de las redes sociales. El vínculo
de la representación democrática se ha debilitado de modo perceptible,
alarmante, aunque hasta ahora el desencanto cuaje más en escepticismo que en
algarada, y la clase dirigente ha perdido gran parte de su capacidad de
liderazgo. Todo eso constituye un enflaquecimiento estructural que el
incansable ímpetu nacionalista ha aprovechado para plantear su desafío. La
independencia es una quimera tan evidente que hasta sus partidarios eluden
mencionarla por su nombre y se agarran a una sofisticada cadena de eufemismos;
pero se trata de un proyecto con capacidad de seducción emotiva en un momento
en que mucha gente carece de estímulos y necesita creencias a las que
agarrarse.
En esta tesitura tan sensible, el impreciso órdago
soberanista se atraviesa en el debate público de la manera más inoportuna
posible. A las muchas inseguridades que hoy por hoy ofrece España se suma nada
menos que la de la integridad de su territorio. Será difícil que alguien le
preste dinero a un país amenazado por la posibilidad de fragmentación, por
lejana o inviable que resulte de hecho; si de algo huye el capital es de la
inestabilidad y del ruido. En ese sentido somos carne de cañón. Da igual que la
realidad pueda ser distinta, que la inmensa mayoría de compatriotas se afane en
sus quehaceres y sus zozobras, que también esté harta de problemas artificiales
y de extremismos nihilistas, que el debate político -y mediático-
sobredimensione minucias o priorice delirios. Nuestra imagen en el extranjero
será hoy la de las cargas policiales callejeras en Madrid y la de un designio
separatista oficial en Barcelona. Excelente aval para ir por ahí vendiendo
solvencia y tratando de sostener que somos dignos de toda confianza.
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