miércoles, 26 de septiembre de 2012

Carne de cañón (Ignacio Camacho, ABC)


Ayer en la manifestación de Madrid
Agitación callejera en Madrid y órdago secesionista en Barcelona: excelente aval para vender confianza en un país.
LA ensimismada matraca del nacionalismo se ha vuelto a cruzar en el escenario de una nación a punto de quiebra.
No es un hecho casual: la ofensiva soberanista trata de aprovechar la debilidad del Estado y la falta de cohesión de una sociedad afligida por la crisis. Hay un profundo malestar ciudadano que incita al desistimiento de problemas que la mayoría puede tender a considerar de rango menor. La secesión catalana no lo es objetivamente pero mucha gente siente en España la tentación de enviar ese debate a paseo. Y los promotores del acelerón independentista no sólo lo saben sino que cuentan con esa pulsión escéptica para crear condiciones favorables a su causa.
El Estado, que no sólo el Gobierno, está bajo asedio.


Por fuera presionan los mercados de deuda, ansiosos ante la incertidumbre del rescate financiero. Por dentro se incuba un desafecto antipolítico que provoca sacudidas radicales como la de ayer ante el Congreso, minoritaria en la calle pero con fuerte respaldo entre una izquierda deconstruida y entre los numerosos usuarios de las redes sociales. El vínculo de la representación democrática se ha debilitado de modo perceptible, alarmante, aunque hasta ahora el desencanto cuaje más en escepticismo que en algarada, y la clase dirigente ha perdido gran parte de su capacidad de liderazgo. Todo eso constituye un enflaquecimiento estructural que el incansable ímpetu nacionalista ha aprovechado para plantear su desafío. La independencia es una quimera tan evidente que hasta sus partidarios eluden mencionarla por su nombre y se agarran a una sofisticada cadena de eufemismos; pero se trata de un proyecto con capacidad de seducción emotiva en un momento en que mucha gente carece de estímulos y necesita creencias a las que agarrarse.

En esta tesitura tan sensible, el impreciso órdago soberanista se atraviesa en el debate público de la manera más inoportuna posible. A las muchas inseguridades que hoy por hoy ofrece España se suma nada menos que la de la integridad de su territorio. Será difícil que alguien le preste dinero a un país amenazado por la posibilidad de fragmentación, por lejana o inviable que resulte de hecho; si de algo huye el capital es de la inestabilidad y del ruido. En ese sentido somos carne de cañón. Da igual que la realidad pueda ser distinta, que la inmensa mayoría de compatriotas se afane en sus quehaceres y sus zozobras, que también esté harta de problemas artificiales y de extremismos nihilistas, que el debate político -y mediático- sobredimensione minucias o priorice delirios. Nuestra imagen en el extranjero será hoy la de las cargas policiales callejeras en Madrid y la de un designio separatista oficial en Barcelona. Excelente aval para ir por ahí vendiendo solvencia y tratando de sostener que somos dignos de toda confianza.

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